7º Congreso Misionero Latinoamericano  (CoMLa 7)

2º Congreso  Americano Misionero (CAM 2)

2. La espiritualidad del pueblo de Dios desde la misión, en la misión y para la misión

Objetivo:

Señalar los rasgos propios de una espiritualidad misionera, las formas de potenciarla y de hacer frente a los retos que se le presentan para el desarrollo de dicha espiritualidad en el mundo de hoy.

 

1. Escuchemos el mensaje cristiano

a. El Espíritu Santo es el mejor regalo.  En la pastoral y en la Iglesia, el uso excesivo de las palabras nos puede conducir a hacernos perder su sentido principal. Hoy muchísima gente habla de carismas, pero quizá sin ser conscientes de su sentido pleno.

 

El carisma no es una cosa.  Es la acción del Espíritu Santo que obra en cada uno y cada una de un modo gratuito. San Lucas remarca el hecho de que Dios Padre-Madre tiene gran complacencia en dar regalos a sus hijas-os, pero el don más grande que puede obsequiar es el mismo Espíritu Santo (Lc 11,11-13). Es el Espíritu Santo quien nos conduce a vivir, profundizar, desarrollar y custodiar la experiencia de Jesucristo resucitado en nosotros y nosotras; vivimos en un continuo Pentecostés (Hech 2,1ss).

 

En Gal 5,22 aparecen los frutos del Espíritu, pero el fruto principal de la acción del Espíritu Santo es el don de la fe: “Nadie puede decir “Jesús es Señor” sino con el Espíritu Santo” (1 Cor 12,3).  El autor de la carta a los Hebreos nos dice que “la fe es garantía de lo que se espera, la prueba de las realidades que no se ven” (Hb 11,1).  Ambas cosas tienen su fundamento en Jesucristo. La fe es la obra del Espíritu Santo y la respuesta libre, personal y consciente del ser humano por medio de la que opta por Jesucristo y lo asume como el prototipo que configura su vida.

 

La acción del Espíritu Santo y la respuesta del ser humano tienen como referencia a Jesucristo, humano y divino, por cuanto que el Espíritu lo hace presente para el y la creyente, y la fe del o de la creyente está dirigida a Jesucristo.  Hay “un solo Señor, una sola fe y un solo bautismo” (Ef 4,5).  Jesucristo no puede ser fragmentado, dividido, parcializado. Tampoco lo puede ser su mensaje.  El siempre es y será el acontecimiento histórico máximo de la revelación de Dios: “la imagen de Dios invisible” (Col 1, 15); es y será siempre la manifestación plena del amor de Dios; es y será el enviado para la salvación del mundo, el único Redentor y Salvador, la cabeza del Cuerpo de la Iglesia (cf. Col 1, 18).

 

La respuesta del ser humano debe ser integral, debe abarcar toda la persona: inteligencia, memoria, sentidos, voluntad y cuerpo (cf. 1Ts 5, 23; Rm 12, 1).  Es cada uno de nosotros y cada una de nosotras el que opta o la que opta integralmente por Cristo, en definitiva es un nacer de nuevo (Jn 3,5). No puede haber, en consecuencia, divisiones, divorcios ni espacios reservados.  O se está con Cristo o se está en contra de El.

 

Pero, ¿quién puede abarcar “la anchura y la longitud, la altura y la profundidad, y conocer el amor de Cristo que excede a todo conocimiento” (Ef 3,14)?  Para nosotras-os abarcar aquí y ahora la plenitud del misterio de Jesucristo es imposible.  Por esto, en la fe, el Espíritu Santo, respetando nuestra identidad, temperamento y características, actúa para que tengamos una visión peculiar de Jesucristo manifestado en el Evangelio. Aceptando la persona de Jesucristo y su doble naturaleza, divina y humana, el-la creyente, movido-a por el Espíritu Santo se fija en diversos aspectos suyos que procura convertir en objetivos existenciales a imitación de Cristo: su amor, su oblación, su pobreza, su obediencia, su desprendimiento, su servicio... Estas visiones peculiares forman parte del carisma de la fe y cada uno-a se fija preferencialmente en una de ellas sin excluir a las demás.

 

b. La espiritualidad es la fuerza del Espíritu Santo que nos induce a vivir de una manera concreta nuestra fe en Jesucristo.

 

Esta concepción de la espiritualidad nos obliga a introducirnos en un proceso de eliminación de una comprensión mágica o mítica de los elementos de la fe.  La espiritualidad no es una serie de ritos, normas o prácticas que benefician por sí mismas a las personas, sin presuponer su conversión.  No es un conjunto de actividades a hacer o virtudes a adquirir.  Esta concepción de la espiritualidad también nos invita a llevar un proceso de purificación por el cual vamos suprimiendo todo lo que se le ha añadido y que nos impide ver la esencia de la misma, la acción del Espíritu Santo para que vivamos la vida de Dios en nosotros y nosotras.

 

La espiritualidad es la manera de vivir con la ayuda de la fuerza del Espíritu,  nuestra opción integral por Cristo en respuesta al don de Dios a partir del encuentro con Cristo que origina la fe.  Es el modo concreto de poner en práctica la unión con Jesucristo descubierto en el Evangelio. Es la forma precisa de vivir personalmente por Cristo, con Él y en Él (Rm  8,4-10).

 

Asimismo, la espiritualidad es la manera como vivimos nuestra fe como pueblo de Dios. Hace parte de la experiencia espiritual el saberse profundamente integrado-a al cuerpo de Cristo, y por tanto, a todos-as los y las que creen en Él (1Cor 12,12-31). “El Espíritu Santo «unifica en la comunión y en el ministerio y provee de diversos dones jerárquicos y carismáticos» a toda la Iglesia a través de todos los tiempos, vivificando, a la manera del alma, las instituciones eclesiásticas e infundiendo en el corazón de los fieles el mismo espíritu de misión que impulsó a Cristo” (AG 4).

 

A todo-a discípulo-a de Cristo le incumbe el deber de difundir la fe según su condición siempre hacia todos los pueblos.  Pero algunos y algunas están dotados-as por el Espíritu Santo para realizar la tarea de anunciar el Evangelio a todos los pueblos de modo permanente y de por vida.  Enviados y enviadas por la autoridad legítima, se dirigen por fe y obediencia a los-las que están lejos de Cristo, segregados para la obra a que han sido llamados-as (cf. Hc 13, 2).  El hombre y la mujer, sin embargo, deben responder al llamamiento de Dios, de suerte que, sin asentir a la carne o a la sangre (cf. Gal 1, 16), se entreguen totalmente a la obra del Evangelio.  Pero no pueden dar esta respuesta si no les inspira y alienta el Espíritu Santo (Cf. AG 23; 24).

 

c. En consecuencia, la pedagogía de una espiritualidad misionera auténtica tiene que proporcionarnos unos medios aptos para facilitar nuestra unión con Cristo, el Enviado del Padre.  Para ello es imprescindible:

 

-         Saber orar. Aprender a tener una comunicación existencial profunda con Jesucristo. El diálogo es un medio imprescindible para poder conocer más a una persona y en consecuencia amarla más y servirla mejor. Una oración “contemplativa”, que abarque toda la vida.

 

-         Crecer en el amor. Venciendo a su opositor, que es el egoísmo. Aprendiendo en el compartir, en la comunión y participación, a amar como Cristo nos ama.

 

-         Experimentar la riqueza de los sacramentos. Son la gran acción del Espíritu Santo que nos permiten, a través de unos signos, tener un verdadero encuentro personal con Cristo y vivir su acción en nosotros-as en circunstancias concretas de nuestra vida. Entre ellos, el bautismo, confirmación y la Eucaristía, fuente y culmen de nuestra fe, tienen una importancia especial.

 

-         Dejarse guiar por el Espíritu Santo.  Tener un profundo sentido de la universalidad y sentirse hermano y hermana de todas las personas.  La vocación universal a la santidad está estrechamente unida a la vocación universal a la misión.  Todo fiel está llamado-a a la santidad y a la misión.  La misión exige misioneros y misioneras santos y santas.

 

-         Asumir la misión de Cristo enviado del Padre.  Se puede afirmar que la obsesión de Cristo es el Reino de Dios. Un Reino de santidad, vida, justicia, paz, libertad y amor. La identificación con el Señor conduce a identificarnos con sus objetivos y metas.

 

-         Vivir un verdadero sentido de Iglesia con María.  No se puede ser de Cristo sin ser Iglesia y, por tanto, sin estar en comunión con todos-as los y las que somos Iglesia.  La Iglesia aprende de María la propia maternidad, reconoce la dimensión materna de su vocación, unida esencialmente a su naturaleza sacramental.  Al igual que María está al servicio de la adopción de hijos e hijas mediante la gracia (R Ma 43).  Contemplando el misterio de María e imitando sus virtudes, la Iglesia “se hace también madre mediante la Palabra de Dios aceptada con fidelidad, pues por la predicación y el bautismo engendra a una vida nueva e inmortal a los hijos concebidos por obra del Espíritu Santo y nacidos de Dios” (LG 64).

 

·        Abrirse a la esperanza. La esperanza y la  confianza se fundan en la convicción profunda del futuro fundado en el amor eterno e ilimitado de Dios, que irrumpe en la historia, callada pero eficazmente. Quien dice que el futuro es de Dios dice precisamente que nada es fatal, irrevocable, irreparable. La idea de salvación es justamente la idea de que todo puede ser salvado. La esperanza cree que siempre es posible superar el dolor y la miseria. Cree que todo puede ser siempre reiniciado, que el ser del hombre y de la mujer no es sólo pasado sino futuro y de ahí que nada esté establecido definitivamente. La fe nos hace creer que el otro y yo misma, sea cual fuere nuestra culpabilidad, valemos más de lo que aparentamos, ya que Dios nos dice en su Hijo: “No he venido a condenar sino a salvar”.

 

-         Ser misionero-a desde la propia opción vocacional. El sacerdocio, la vida consagrada, el matrimonio, la vida laical, son todas alternativas válidas para vivir una espiritualidad misionera.

 

d. “Sean, pues, imitadores de Dios, como hijos queridos, y vivan en el amor como Cristo les amó y se entregó por nosotros como oblación y víctima de suave aroma” (Ef 5,1). Imitar a Dios e identificarse con Cristo, vivir en Cristo, esa es la esencia de la espiritualidad. Hacia esto se dirige la acción del Espíritu Santo cuando nos introduce por los caminos de la verdadera espiritualidad.

 

No podemos olvidar que “a cada cual se le otorga la manifestación del Espíritu para provecho común” (1 Cor 12,7). La fe, junto con la peculiar visión de Cristo descubierta en el Evangelio, y la manera de vivirla en la espiritualidad, son dos manifestaciones especiales del Espíritu que tienen que estar abiertas al servicio de todos-as, es decir, tienen que ser misioneras.

 

El anhelo de compartir la experiencia personal del Espíritu y el mandato de Cristo de ser sus testigos hasta los confines de la tierra (cfr. Hc 1,8; Mt 28,18-20), nos animan y estimulan hacia la misión.

 

e. Espiritualidad misionera:

A partir de este deseo de compartir la experiencia personal surge la espiritualidad misionera, para llegar hasta las personas que no conocen a Jesucristo, incluso fuera de los límites geográficos de la propia Iglesia particular.

 

Cuando una persona ha realizado una auténtica opción por Cristo y se esfuerza en vivir una espiritualidad que intensifica constantemente la unión con el Señor Jesús, es lógico que hable de Él. La exclamación paulina ¡Ay de mí si no evangelizo! (1Cor 9, 16), debe ser la exclamación normal de todo cristiano-a. Evangelizar es hablar de la persona que se ama y con la que se vive; de la persona enviada a salvar al mundo y que desea que haya “un solo rebaño, un solo pastor” (Jn 10,16). Todo seguidor-a de Cristo debe considerarse un enviado-a, es decir, un misionero y misionera, ya que es consciente de que Cristo afirma:  como el Padre me ha enviado, así los envío yo a ustedes (Jn 20, 21).

 

Este impulso espiritual no es un carisma particular de algunos miembros de la Iglesia, sino que es un rasgo de toda espiritualidad cristiana.  Esto significa que todos los miembros de la Iglesia se sienten impulsados para la misión, incluso si no pueden salir del propio lugar, como Santa Teresa del Niño Jesús.  Ella, carmelita descalza, desde su convento vivía su espiritualidad cristiana en el horizonte de la misión universal de la Iglesia y se sentía comprometida con la misión ad gentes.  Este rasgo espiritual caracteriza por lo tanto a la misma Iglesia particular, que es siempre misionera, enviada al mundo entero a anunciar las maravillas de Dios.

 

Cualquiera que sea el estilo de vida concreto de un cristiano o cristiana, en todos los ambientes donde se encuentre, su vivencia profunda debe manifestarse en primer lugar con su testimonio y en segundo con su palabra.  Eso es evangelizar y misionar. “Evangelizar significa para la Iglesia llevar la Buena Nueva a todos los ambientes de la humanidad y, con su influjo, transformar desde dentro, renovar a la misma humanidad... la Iglesia evangeliza cuando, por la sola fuerza divina del Mensaje que proclama, trata de convertir al mismo tiempo la conciencia personal y colectiva de los hombres, la actividad en la que ellos están comprometidos, su vida y ambientes concretos” (EN 18).

 

La espiritualidad misionera abarca, por la misma razón, todas las facetas de la vida del cristiano-a:  su vida personal, familiar, laboral, ciudadana.  Puesto que no hay separación entre fe y vida, entre la pertenencia a la Iglesia y la vida secular, pues es la misma persona que participa en uno y otro ámbito, el impulso misionero se manifiesta en cada una de las dimensiones de la vida personal y comunitaria.  La forma concreta en que se realiza esta manifestación dependerá de las circunstancias, pero no debe estar ausente.

 

f. Rasgos de la espiritualidad misionera

Desde la pobreza.  La espiritualidad misionera que nace de la pobreza es consciente de la gracia de Dios.  Los medios y recursos humanos, sean financieros, técnicos o de personal son necesarios, pero son siempre subsidiarios.  El misionero o misionera da de lo que ha recibido, su fe y su alegría.  Por eso hace falta ser pobre en el espíritu para trabajar con la conciencia clara de que las riquezas que se transmiten, son un don de Dios.  El misionero-a trabaja sin la angustia del éxito visible, pues el crecimiento se debe a Dios (1Cor 3, 6).

 

Desde la pequeñez.  La espiritualidad misionera que se realiza en la pequeñez se desarrolla como una actitud de confianza en Dios.  “Ser como niños” es consigna evangélica (Mt 18, 4) que significa desarrollar una actitud de relación serena y confiada en Dios.  Los desafíos y los retos, los problemas y dificultades que se presentan en la realización de la misión, se asumen desde la convicción de que es Dios, en última instancia, quien sabrá conducir a término la magnitud de la empresa misionera.  Los exploradores de la Tierra Prometida que se sentían como saltamontes frente a los habitantes autóctonos tuvieron que confiar en que Dios sería quien los conduciría a su destino (Nm 14, 7-9).

 

Desde el martirio.  La espiritualidad misionera que está dispuesta al martirio se despliega como una actitud de alegría porque el valor real de la vida es la comunión con Dios.  Quien ha establecido el valor de su vida en la amistad con Dios, está dispuesto-a a dar la vida y no teme ni a los poderes de este mundo ni a las incertidumbres de la vida.  Pone su alegría sólo en el Señor.  Alégrense porque comparten los padecimientos de Cristo, para que también se alegren gozosamente cuando se manifieste su gloria (1Pe 4, 13).

 

 

2. Confrontamos el mensaje con la vida

 

¿Todo esto coincide con la realidad?  ¿Por qué muchos de los que nos llamamos cristianos-as tenemos miedo de evangelizar o prescindimos de la misión que tenemos? Sin duda podemos dar muchas respuestas. Podemos hablar de la influencia cultural de privatizar la fe al interior del ser humano, de los principios de la sociedad del bienestar, del individualismo a que nos lleva el neoliberalismo, del afán de protagonismo, del activismo en que estamos sumergidos-as, del miedo a ser distintos-as... Pero puede haber algo más profundo: ¿No será que la mayor parte de los y las que nos llamamos cristianos-as no hemos hecho una opción vital, libre, personal y consciente por Cristo y por ello estamos vacíos-as de una espiritualidad que nos conduzca a una profunda vivencia con El, a injertarnos de verdad en la vida para ser auténticos sarmientos suyos (Cf. Jn 15,1ss) y asumir el reto misionero?  Aquí tenemos todo un reto que nos obliga a ser misioneros-as en el interior de la Iglesia, en su vida, en el exterior de la misma, la sociedad en que vivimos con raíces cristianas y en el anuncio de Cristo a quienes nunca han oído hablar de El.

 

La misma crisis de vocaciones a la vida sacerdotal, consagrada y misionera, ¿no puede ser también una señal de la realidad mencionada anteriormente? Hace unos años, decía un sacerdote preocupado por las vocaciones al sacerdocio: “la vocación es como la gripe, se transmite por contagio”.  Pero es precisamente en este punto donde parece haber fallado la transmisión de la fe en las familias, en las comunidades, en la cultura.  La misión ad gentes se funda en la firmeza de la transmisión de la fe dentro de la misma Iglesia.  Una comunidad cristiana, sea la familia, la parroquia o la comunidad en general que no transmite la fe a sus propios descendientes, difícilmente adquiere la capacidad para generar vocaciones que asuman el ministerio ad gentes.

 

Otro desafío es la ocultación de la dimensión teológica de la misión.  La promoción humana es un aspecto inalienable y esencial de la evangelización (EN 31).  Pero la reducción de la misión a la promoción humana, es una tentación en la que algunas veces se ha extraviado el impulso y la actividad misionera.  La espiritualidad misionera debe mantener siempre vigente y consciente la dimensión teológica de la misión, la referencia explícita a Dios, incluso cuando se realizan los aspectos de promoción humana, esenciales a la misma actividad misionera.

 

Por último, vale la pena recordar una escena del evangelio de San Marcos en la que Jesús “llamó a los que él quiso... para que estuvieran con él, y para enviarlos a predicar con poder de expulsar los demonios” (Mc 3,13-15). El orden con que Marcos nos presenta la razón de la llamada es lógico en el proceso de un discipulado cristiano: estar y vivir con El para anunciar la experiencia vivida y liberar, con su poder, al ser humano del pecado y sus consecuencias. Para ser testigo, antes hay que ser discípulo. No se puede ser cristiano-a, discípulo-a de Cristo, enviado-a y misionero-a, si no se guarda esta jerarquía de fines para los que Jesús nos ha elegido.

 

 

3. Propongámonos qué debemos hacer con el mensaje recibido

 

 ¿Qué se debe hacer para transformar una espiritualidad de rutina, unas prácticas asumidas desde una concepción mágica y una fe mezclada con elementos superficiales en una espiritualidad consciente, madura y purificada?

¿Qué es lo que obstaculiza a la mayor parte de los-las cristianos-as para sentirse enviados ad gentes y poner al servicio de los-las demás la acción del Espíritu Santo que experimentan en su vida?

Sin una pastoral juvenil que conduzca a los y las jóvenes a optar con Cristo, es difícil que haya vocaciones a la vida misionera.  ¿Tu acción con los-las jóvenes está orientada a que tengan un encuentro con el Señor y sepan optar por él?

 

 

4. Oremos al Señor

 

¡Oh Jesús! Ayúdame a esparcir tu fragancia

adondequiera que vaya.

Inúndame de tu Espíritu y vida.

Penetra en mi ser y aduéñate de tal manera de mí

que mi vida sea reflejo de la tuya.

Ilumina por mi medio

y toma posesión de mí de tal manera

que cada persona con la que entre en contacto

pueda sentir tu presencia en mí.

Permanece en mí de manera que brille con tu luz

y que mi luz pueda iluminar a los demás.

Toda mi luz vendrá de Ti, oh Jesús.

Ni siquiera el rayo más leve será mío.

Tú, por mi medio, iluminarás a los demás.

Pon en mis labios la alabanza que más te agrada,

iluminando a otros a mi alrededor.

Que no te pregone con solamente con palabras

sino con el ejemplo de mis actos,

con el destello visible del amor

que de Ti viene a mi corazón. Amén.

 

 

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