7º Congreso Misionero Latinoamericano (CoMLa 7) 2º Congreso Americano Misionero (CAM 2) |
3. Familias, jóvenes y niños, protagonistas de la misión
Objetivo:
Reflexionar sobre la participación de las familias, jóvenes, niños y niñas como protagonistas de la misión “ad gentes” de la Iglesia.
1. Escuchamos el mensaje cristiano
La familia cristiana, como elemento fundamental de la vida de la Iglesia, es la fuente primordial de la formación de miembros fieles seguidores de Cristo, quienes actúan en el mundo como agentes de la acción salvífica de Dios, guiados por el Espíritu Santo en la construcción del Reino. La misión de la Iglesia es la de testimoniar y predicar la Buena Nueva de Jesucristo en todas las épocas y en todas las culturas. El Espíritu Santo sigue guiando esta acción concretamente en nuestro continente hoy. La familia cristiana, constituida por los esposos, los hijos e hijas, ancianos, adultos, jóvenes, niños y niñas, es protagonista de esta misión de la Iglesia formando ella misma una Iglesia doméstica.
Como miembros de la Iglesia acudimos a la Sagrada Escritura para iluminar nuestro entendimiento de la acción salvífica que empezó con la vida de Jesús de Nazaret. En la obra Lucana (Lucas-Hechos) encontramos la vida, muerte y resurrección de Jesús, abriendo paso a la formación de la comunidad cristiana primitiva. En el primer capítulo de este evangelio, encontramos a la joven María de Nazaret aceptando ser la madre del Mesías (Lc 1,38). Inmediatamente después escuchamos en labios de María el designio del Creador: “Dios tiene siempre misericordia de quienes lo reverencian. Actuó con todo su poder: deshizo los planes de los orgullosos, derribó a los reyes de sus tronos y puso en alto a los humildes...” (Lc 1,50-52). Y en el principio del segundo libro de Lucas, el libro de los Hechos de los Apóstoles, encontramos otra vez a María, la Madre de Jesús resucitado, reunida con los discípulos. “Cuando llegaron a la ciudad, subieron al piso alto de la casa donde estaban alojados. Eran Pedro, Juan, Santiago, Andrés, Felipe, Tomás, Bartolomé, Mateo, Santiago el hijo de Alfeo, Simón el Celote y Judas, el hijo de Santiago. Todos ellos se reunían siempre para orar con los hermanos de Jesús, con María su madre y con las otras mujeres” (Hch 1,13-14). La acción salvífica de Dios empieza en la humilde casa de una mujer joven de un pueblo marginado. María sencillamente acepta ser protagonista del plan de Dios. La joven María dice que sí. Esta misma mujer, en oración con los discípulos y discípulas de Jesucristo, da testimonio de la venida del Espíritu Santo. Y, entre las familias amigas de Jesús, fomenta el deseo de anunciar la liberación a toda la humanidad. La misión de la Iglesia empieza aquí, en el piso alto de una casa del pueblo.
Observando con más atención a los diferentes miembros de la familia de Jesús y sus otros conocidos, podemos observar que la misión salvadora se desarrolla según la edad y condición de cada persona. Ya que cada una está llamada a ser misionera de acuerdo con las condiciones humanas en que vive y con su experiencia de fe.
Veamos cómo los miembros de la Sagrada Familia de Nazaret vivieron su misión como protagonistas del plan de Dios en las diferentes etapas de sus vidas. Poco después que Jesús se encarnó, naciendo entre las personas sencillas de Belén, José tuvo que huir con su familia a tierra extranjera, a Egipto, para proteger al niñito (Mt 2,13ss). José, el hombre justo, que aceptó el riesgo de recibir a María en su casa y que condujo a su familia a tierra extranjera para protegerla, vivió siempre escuchando la voz de Dios y tomando en cuenta las advertencias de sus vecinos; de esta forma logra regresar con su familia a Nazaret, cuando pasa el peligro. Allí, en Nazaret, José y María toman en serio el ser padre y madre, preocupándose de enseñar a su hijo en el camino de Dios. El niño Jesús, por su parte, aprende a darse a su comunidad y a seguir los pasos de su padre y su madre. En el segundo capítulo de Lucas, leemos: “los padres de Jesús iban todos los años a Jerusalén para la fiesta de la Pascua. Y, así, cuando Jesús cumplió doce años, fueron allá todos ellos, como era costumbre en esa fiesta” (Lc 2,41-42). Entre tanto, en su deseo de “estar en las cosas” de su Padre Dios, Jesús se extravió de la presencia de José y María. Cuando, al fin, se reunió la familia, Jesús “volvió con ellos a Nazaret, donde vivió obedeciéndoles en todo” (Lc 2,51). Para ser misionero o misionera y colaborar en la misión de la Iglesia, cada cristiano-a tiene que ser dócil a la voluntad de Dios.
Después de ver a la Sagrada Familia, veamos ahora a la familia de seguidores de Jesús en su misión salvadora. En una boda en Caná de Galilea, cuando Jesús ya era adulto, su madre María le indica que es la hora para empezar su misión pública. Jesús se hace dócil a la voz de su Padre Dios en las sencillas palabras de su querida Madre. Transformando el agua en vino en una fiesta familiar, Jesús hace su primera señal milagrosa, indicando el futuro vino de la Nueva Alianza (Jn 2,1-11). La Sagrada Escritura dice que a partir de aquel día sus discípulos creyeron en Él, aunque sólo después de la Resurrección fueron capaces todos y todas, también sus familiares y amigos-as, de entender la presencia del Dios vivo en el hombre por excelencia, en el Hijo del hombre, Jesús.
Jesús eligió personas de diferentes opciones vocacionales para seguir en el plan de redimir a todos y todas. Jesús eligió a algunos pescadores, hombres que se levantaban temprano cada mañana para trabajar duro, remando en el lago, siempre atentos a las señales del tiempo y de la naturaleza. “No tengas miedo; desde ahora vas a pescar hombres” (Lc 5,8-11). En otra ocasión, Jesús se inclinó sobre una mujer enferma y reprendió a la fiebre, y la fiebre la dejó. Esta mujer, la suegra de Pedro el pescador, al ser curada, se levantó para servir a los demás (Lc 4,38-39). Al sentirse liberada de la enfermedad, ella sigue los pasos de todo verdadero misionero o misionera, al servicio de los demás. También Jesús eligió una mujer samaritana, una extranjera, que se convertirá en una de las primeras personas en anunciarlo como el Salvador del mundo (Jn 4,7-42). Jesús llamó a Leví, un cobrador de impuestos para Roma (Lc 5,27-32). Así como en los ejemplos anteriores, Jesús eligió muchas personas para la misión.
De entre estos muchos llamados, el de Pablo, un hombre de letras, fue uno de los más sorprendentes. Antes de su conversión, el joven Pablo “perseguía a la Iglesia, y entraba de casa en casa para sacar a rastras a hombres y mujeres y mandarlos a la cárcel” (Hch 8,3). Tan fuerte fue la voz de Jesús resucitado que Saulo (Pablo) cayó al suelo y hasta perdió la vista. A partir de ese momento, empezó una nueva etapa en la vida de Saulo. En ella, sólo obedeciendo al Señor, Pablo llegó a ser uno de los más grandes misioneros de todos los tiempos. El Espíritu Santo sigue eligiendo personas de diferentes opciones vocacionales para ser misioneros y misioneras en este mundo, personas de todos los pueblos y culturas, edades y condiciones de vida, y los hace capaces de saberse enviados o enviadas tan cerca, como hacia otro miembro de su familia o de su comunidad, y tan lejos, como a las tierras más lejanas o a las culturas más extrañas y distintas a la propia. Pero no todos son capaces de seguir al Señor. Jesús dijo a uno de los principales: “vende todo lo que tienes y dáselo a los pobres. Así tendrás una gran riqueza en el cielo. Luego, ven y sígueme. Pero cuando el hombre oyó esto, se puso muy triste, porque era muy rico” (Lc 18,22-23). Este hombre no pudo dejar su riqueza en esta tierra para seguir al dueño de todo. Con razón se quedó triste. Antes de subir al cielo, Jesús convocó a sus primeros discípulos en un monte, y les dijo: “ Vayan a todas las naciones y háganlos discípulos como yo a ustedes los hice discípulos. Bautícenlos, en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo” (Mt. 28,18). Esto quiere decir que toda persona que es discípula de Cristo, por su mismo bautismo ha recibido esa misma misión. Todos los cristianos tenemos la misión de que los pueblos de la tierra se hagan discípulos de Cristo. Esta misión la debemos hacer de la misma manera como Jesús la llevó a cabo.
No importa su condición, no importa la edad. Lo que importa es el llamado y su aceptación en la fe. Así, el viejo Nicodemo, por más que le cueste aceptarlo, tendrá que “nacer de nuevo” (Jn 3,3) si quiere ver el Reino de Dios. El camino más directo para participar del gozo que llega es “hacerse como niños” (Mt 18,3). Y al joven Timoteo, desde su juventud, lo vemos como pieza clave en la misión paulina y en la dirección de la comunidad. En 1 Tim 4,12 Pablo exhorta: “que nadie te menosprecie a causa de tu juventud”. Timoteo aparece en el NT como un enamorado de la causa de Cristo y de la iglesia. Por ella deja su familia y estabilidad y se convierte en itinerante según el modelo de Pablo. Pablo le presenta dedicado al duro trabajo de la evangelización ( 1 Cor 16,10: “Si llega Timoteo, procurad que esté sin temor entre ustedes, pues trabaja como yo en la obra del Señor”) .
2. Confrontamos el mensaje con la vida
La alegre, aunque difícil, misión de Jesús y la misión de la primera comunidad de anunciar la Buena Nueva era clara hace 2000 años y debe ser clara también en nuestros tiempos. Lucas nos dice que Jesús fue a Nazaret y entró en la sinagoga y se puso de pie para leer las Escrituras. “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha consagrado para llevar la Buena Noticia a los pobres; me ha enviado a anunciar la libertad a los cautivos, a dar la vista a los ciegos, a poner en libertad a los oprimidos y a anunciar el año de gracia del Señor” (Lc 4,18-19). Resulta, pues, bastante claro cómo debemos ser misioneros y misioneras; la misión y la evangelización también deben incluir la liberación de quienes ahora están oprimidos. Lucas nos hace ver que no debemos llevar nada por el camino (Lc 9,1-6). Esto significa dejar atrás la antigua condición de pecado; tenemos que ser libres en el amor de Dios. También Jesús nos dice que debemos recibir a todos y todas en su nombre (Lc 9, 46-48). El verdadero misionero-a acepta a todas las personas en el nombre de Jesús. Como dice Lucas: “salieron ellos (los discípulos) y fueron por todas las aldeas, anunciando el mensaje de salvación y curando por todas partes” (Lc 9,6). Esta misma presencia se actualiza en el quehacer misionero hoy. Pero muchos-as no pudieron aceptar este mensaje de alguien que era miembro de una familia tan humilde como la del carpintero José y María, su esposa. Muchos-as rechazaron al que era al Mesías. Actualmente muchos-as rechazan la misión y a los misioneros y misioneras, quizá por desconocer que lo que se les anuncia es el único camino para la vida plena.
Para continuar la misión que Dios Padre le encomendó, Jesús envió a sus discípulos y discípulas a todas las gentes y a todas las naciones para anunciar la Buena Nueva (Mt 28,19). Este envío sigue vigente para la Iglesia y para cada bautizado-a, miembro de una familia. ¿A dónde nos envía el Espíritu de Jesús? ¡A todo el mundo! (Hch 15,36-41). Esto significa que debemos llegar a toda persona, a toda familia, a todo pueblo (Hch 6,8), en el templo y en las casas (Hch 5,42). Lucas nos dice que Pedro y otros tres hombres, enviados por el Espíritu Santo, fueron “a Cesarea, donde Cornelio, un capitán del batallón llamado el Itálico, los estaba esperando junto con un grupo de sus parientes y amigos íntimos, a quienes había invitado” (Hch 10, 1-43). En otro texto, Lucas nos dice de Pablo: “Todo el tiempo he estado entre ustedes, sirviendo al Señor con toda humildad, con muchas pruebas que me vinieron por lo que me querían hacer los judíos. Pero no dejé de anunciarles a ustedes nada de lo que era para su bien, enseñándoles públicamente y en sus casas” (Hch 20,19-20). Y Pablo nos dice que muchas mujeres y sus familias proclamaban y testimoniaban a Jesús resucitado en las casas, iglesias domésticas, como era la costumbre en la Iglesia primitiva (Rm 16,1-23).
Podemos preguntar, con María: ¿cómo podrá ser esto? Los niños y niñas empiezan sus primeros pasos cristianos. La vocación de los y las jóvenes se desarrolla como búsqueda conjunta con otros jóvenes de sentido y ubicación en la vida, desde el servicio al Reino. Los adultos, en cambio, realizan tareas misioneras desde diversas opciones vocacionales y hasta la etapa de la tercera y cuarta edad. La misión se realiza en la familia, como Iglesia doméstica, fundamento de la comunidad humana. También la tarea se realiza en todos los lugares de reunión, trabajo o recreo. Su lugar se ubica en medio de las profesiones y compromisos ciudadanos. Todos, hombres y mujeres, desde su peculiaridad de género, deben saberse enviados.
Todos los cristianos y cristianas son y han de ser misioneros y misioneras en virtud del bautismo. La Rmi habla del deber-derecho basado en la dignidad bautismal (cf. Rmi 71, 77). Pero algunos y algunas están llamados con una vocación especial (cf. AG 23) a la que han de dar una respuesta libre y en gratuidad. De entre éstos, se puede decir que hay muchos y muchas llamados-as a la vocación misionera ad-gentes en familia. Se trata no sólo de personas que, con el apoyo y el sostén de sus familias, parten para la misión sino también de verdaderos núcleos familiares misioneros: esposos cristianos que dejan su patria para servir en la vocación misionera o incluso familias completas, donde los hijos también se ven involucrados en la misión ad gentes.
Aunque Dios nos envía para ir “más allá de las fronteras” y espera todo de nosotros-as, la opción de seguir los pasos de Jesús en esta tarea es libre. Dios sigue invitando a hombres y mujeres, niños y niñas, jóvenes o adultos mayores a anunciar la Buena Nueva desde su comunidad civil, su escuela o trabajo, desde su comunidad política y económica, en la misión ad-gentes, en libertad y con la mayor entrega posible.
Lamentablemente, hay muchos cristianos bautizados cuyas posibilidades para realizar su vocación misionera son muy limitadas pues viven en tales situaciones que no tienen la posibilidad de hacerse planteamientos vocacionales o de futuro. Muchas veces las situaciones de pobreza, debido a la injusta distribución de las riquezas de nuestra tierra o a la avaricia de algunos, limitan a tantas personas de buena voluntad en la realización de una vida humana digna. Muchas veces los pecados sociales como el racismo, el sexismo, el machismo y el clasismo, así como las “enfermedades sociales” como el alcoholismo, la drogadicción, la pedofilia o el SIDA, afectan la vida de los adultos, los cuales tienen grandes dificultades para seguir los caminos del Señor; asimismo, se limita a sus niños y jóvenes hijos e hijas en su desarrollo integral y en su vida cristiana. O, como en el caso de la pedofilia, los adultos enfermos hacen mucho daño a personas inocentes. Muchas veces, cuando la madre tiene que tomar el papel de padre y madre, no cuenta con suficientes recursos para la debida educación y formación de los hijos; cuando los padres no ejercen una paternidad y maternidad responsable para tener una familia de acuerdo con sus posibilidades, o carecen de suficiente dinero o tiempo para la educación y formación que cada joven necesita; cuando los gobiernos no proveen lo necesario para satisfacer las necesidades a las que cada ciudadano tiene derecho, se limitan grandemente las posibilidades para una vida plena. Cuando los niños y jóvenes crecen en ambientes inadecuados, es mucho más difícil acoger la propia vocación misionera. Sin embargo, Dios llama desde la pobreza, por lo cual es sumamente importante que cada cristiano-a tome la iniciativa preferentemente para ir hacia todas estas personas con menos posibilidades y proponerles una y otra vez la llamada a la vida misionera.
Asimismo, hay cristianos y cristianas que no han escuchado o no han respondido a la llamada de servicio de Dios. Aunque hayan tenido una formación apta para responder de forma generosa a la voz del Señor, muchas veces hacen planteamientos vocacionales en términos de beneficio personal y no de servicio a la comunidad. Los bienes de la tierra y todas las oportunidades que ofrece el mundo distraen a jóvenes y adultos. Como el hombre rico, que había cumplido con los mandamientos desde su juventud, pero cuyo amor a las riquezas no le permitió aceptar la invitación más grande que un ser humano puede recibir. Así, una vida llena de posibilidades, queda triste y frustrada. En cambio, una persona muy limitada, como la suegra de Pedro, se levanta de su lecho de enferma y comienza a atender a los demás, porque comprende que la felicidad de esta vida reside en el servicio al prójimo.
También hay muchas familias de cristianos bautizados que viven aisladas de la comunidad. Muchas son las razones: el orgullo, el miedo, la desconfianza, etc., pero el resultado es el mismo ya que no se entregan en la comunidad cristiana. La Iglesia se empobrece y se reduce cuando sus familias viven aisladas de la comunidad que se reúne en nombre de Jesucristo. Incluso existen situaciones que generan odio dando lugar a peleas, guerras, enfrentamientos de cristianos contra cristianos, hijos de un solo Dios matando otros seres humanos, incluso hasta víctimas inocentes, que también son hijos o hijas del mismo Dios. Estas situaciones son un escándalo para la fe. El Espíritu Santo nos anima a denunciar estas situaciones y a retomar, el deseo de que niños, jóvenes y adultos, desde su propia familia, construyan la gran familia de los hijos e hijas del mismo Dios.
El Espíritu Santo nos envía a anunciar, servir y testimoniar la invitación de Dios a seguir a Jesucristo, como María y José, como los discípulos y discípulas de la Iglesia primitiva. En este sentido, la familia cristiana es el primer lugar de formación de misioneros y misioneras y es, a la vez, el centro desde donde cobran fuerzas los muchos misioneros y misioneras que caminan por todos los caminos polvorientos de esta tierra. “De modo especial invito a las familias católicas a ser “Iglesias Domésticas”, donde se vive y se transmite a las nuevas generaciones la fe cristiana como un tesoro y donde se ora en común. Si las familias realizan en sí mismas el ideal al que están llamadas por voluntad de Dios, se convertirán en verdaderos focos de evangelización” (EAm, 76). Llenos de alegría por la vocación que Dios Padre nos ha dado, celebremos en acción de gracias este día y cada día de nuestras vidas, caminando, siempre caminando.
3. Propongámonos qué debemos hacer con el mensaje recibido
4. Oremos al Señor por intercesión de Jesús, María y José
Se sugiere para esta oración buscar un lugar lo más familiar posible y colocar algo que recuerde a la Sagrada Familia (una imagen, un cuadro, cosas que recuerden la humildad en que vivía) y, puestos en su presencia, cada miembro del grupo se una a la oración que le corresponda.
- Los adultos mayores:
María, tu que te reuniste con tu familia de discípulos de Jesús antes de la llegada del Espíritu Santo, pide a Dios que yo pueda dedicarme más a mi misión de apoyar a los que anuncian que el reino de Dios ha llegado y muéstrame las muchas oportunidades que tengo cada día para dar testimonio del amor de Dios en mi casa y en mi comunidad. Te lo pedimos, Señor.
Todos: Escúchanos en familia, Señor.
- Los padres de familia:
Gracias, buen Dios, que eres Padre, Hijo y Espíritu Santo, por el amor que nos muestras en nuestra familia. Vive en nuestra casa para que seamos una Iglesia doméstica, dispuestos a servir a nuestros vecinos y a anunciarles a ellos también la Buena Noticia. Acompáñanos cada día en nuestros lugares de trabajo y estudio. Envíanos como misioneros tuyos a todas partes en nuestro pueblo y especialmente a los que más necesitan de amor y comprensión. Danos el coraje de anunciar la liberación a todos y, cuando sea necesario, de denunciar la injusticia y el odio. Te lo pedimos, Señor.
Todos: Escúchanos en familia, Señor.
- Los jóvenes:
Bendice Jesús, hermano nuestro, con la alegría de Tu Presencia a cada uno de los que estamos aquí. Ilumina mi corazón con el deseo de testimoniar en cada momento Tu gran amor a todos y especialmente a los que sienten Tu ausencia en sus vidas. Hazme sensible a Tu llamada cada día, para que sea discípulo tuyo y, si me llamas a ser misionero “más allá” de estas tierras, dame la generosidad de responderte pronto. Te lo pedimos, Señor.
Todos: Escúchanos en familia, Señor.
- Los niños:
Señor, tú nos amas como un Padre y una Madre, deseo amarte como Jesús te amó y ser fiel hijo tuyo. Ayúdame a compartir el amor con todos mis compañeros y con mi familia. Ayúdame a vivir tu alegría y paz en mi casa, en la escuela y con los que juego todos los días. Yo soy tu misionero feliz, Señor; sé mi guía siempre. Te lo pedimos, Señor.
Todos: Escúchanos en familia, Señor.
-
Quienes son indígenas y afroamericanos:
Señor, Dios nuestro, que en nuestras culturas nos hiciste vivir como una familia para dar servicio a la comunidad y a los demás, concédenos revivir nuestra experiencia familiar, de modo que, aún en circunstancias difíciles, podamos sentirnos que realizamos nuestra misión de evangelizar. Te lo pedimos, Señor.
Todos: Escúchanos en familia, Señor.
Al final, todos pueden rezar juntos el Magnificat de María y después cantar un canto alusivo (se sugiere la Canción del Testigo: “Por ti, mi Dios, cantando voy, la alegría de ser tu testigo, Señor...”).
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