7º Congreso Misionero Latinoamericano  (CoMLa 7)

2º Congreso  Americano Misionero (CAM 2)

8. La misión ante los desafíos de la globalización, las culturas y las migraciones humanas

 

Objetivo:

Asumir en nuestras Iglesias particulares los desafíos de la globalización, las culturas y las migraciones humanas para impulsar una misión más eficaz y comprometida.

1. Escuchamos el mensaje cristiano

 

Cuando nos acercamos a la Biblia observamos que, la mayor parte de su historia, el pueblo de Israel fue emigrante. Todo empezó con Abraham que siguiendo la ruta del “creciente fértil” llegó con su familia desde Mesopotamia a Canaán y allí se establecieron lentamente. Posteriormente, Israel bajó a Egipto, de allí, tras duros trabajos, Yahveh los sacó “con mano fuerte”. Es el gran recuerdo de Israel, lo que celebrará y comentará una y otra vez, casi es su tarjeta de identidad. Hacia el año 722 a.C. el reino del norte fue conquistado y gran parte de su gente deportada y en el 587 desapareció igualmente el reino del sur y su población fue llevada a la capital del imperio de turno. Allí vivieron, al menos inicialmente, en situaciones calamitosas y con gran nostalgia de lo dejado atrás: “Cómo cantar un cántico de Yahveh en tierra extranjera” (Sal 137). Es un pueblo afligido, tentado, en situación de inferioridad. De ahí la necesidad de consuelo: “Consolad, consolad a mi pueblo...” (Is 40,1). Entre tanto, algunos se han acomodado en el destierro y ya no vuelven a la tierra de Israel. Surge el fenómeno de la diáspora, el fenómeno migratorio, que por razones políticas y económicas irá aumentando en los siglos siguientes, aunque su corazón siempre estará vuelto a Jerusalén: “Jerusalén, Jerusalén, nunca de ti me olvidaré”.

 

Pero no sólo Israel fue emigrante, también hubo emigrantes en Israel. Se puede decir que, independientemente de su actuación, Israel poseía las leyes más justas de cara al extranjero. Así en el Código de la Alianza aparecen textos como este: “Y al extranjero no oprimirás, pues ustedes conocen el alma del extranjero, pues extranjeros fueron en el país de Egipto” (Ex 23,9). O en el Deuteronomio: “Amen al extranjero pues extranjeros fueron en el país de Egipto” (Dt 10,19). Y en el Código de Santidad leemos: “Cuando un forastero viva junto a ti, en tu tierra, no lo molestes. Al forastero que viva con ustedes lo mirarán como a uno de ustedes y lo amarás como a ti mismo, pues ustedes también fueron forasteros en Egipto. Yo soy Yahveh, tu Dios” (Lev 19, 33-34).

 

El emigrante es un menesteroso desprotegido. Es muy significativo que se le presente junto a otros dos tipos indefensos: el huérfano y la viuda. El emigrante no tiene recursos propios para vivir y depende de la misericordia del israelita. Pero Yahveh se hace cargo de la causa del emigrante. La legislación que ordena su protección indica que es Dios mismo quien hace propia su causa. Entre los mandamientos que Dios da a su pueblo, al lado de la justicia con el huérfano y la viuda, está el de amar al emigrante pues Yahveh le ama suministrándole pan y vestido (Dt 10,18 ss) y, con motivo de la solemne promulgación de la ley (Dt 27), la quinta maldición va dirigida contra quien viole el derecho del emigrante, del huérfano o de la viuda.

La Biblia, por tanto, desde la migración de Abraham –y propiamente ya desde Caín- hasta el Niño que nació en un pesebre es, en sus líneas principales, la historia de la humanidad que se pone en camino, que sale de su país en busca de pan, tierra y protección, que anda de un lado para otro y, por fin, regresa. Esto es también lo que estamos viviendo hoy y casi por las mismas causas.

 

Vivimos en un mundo en transformación y el síntoma más perceptible es que la sociedad vive bajo el llamado proceso de “globalización o mundialización”. Tal proceso se da a nivel de la economía, tecnología, informática, ingeniería genética, comunicaciones… Por encima de las interpretaciones favorables sobre el tema, es evidente que el fenómeno de la globalización está generando exclusión social. Las consecuencias son dolorosas, no sólo en el ámbito del comercio de los países pobres, sino en todo el campo de la economía y de la política. Consecuencias que se reflejan en la ruptura del “tejido social”.

 

La globalización es un hecho arrollador, que avanza y se impone con mucha fuerza, en el que aún no sabemos la capacidad que tenemos para hacer que se desarrolle de manera humana, digna y de acuerdo al plan de Dios. Irónicamente, con o sin nuestro consentimiento, todos y todas estamos envueltos en ella. Nos vemos inmersos-as en la dinámica del consumismo, del libre mercado, de la cibernética. El proceso de globalización, dada su fuerza, tiene efectos que ya son palpables y tiene un fuerte impacto en los niveles menos protegidos de la sociedad. Las políticas económicas neoliberales son excluyentes. El mercado se caracteriza por la explotación de la fuerza laboral para enriquecerse de la producción de la clase trabajadora. Esta se ve impulsada a vender su trabajo para sobrevivir, tanto en los países en vías de desarrollo como en los desarrollados.

 

Esta dinámica globalizante abraza también inevitablemente a la Iglesia, la cual como parte de las sociedades se ve afectada en su principio y mandato de proclamar el mensaje de Jesús; incluso hay sectores de Iglesia que actualmente confunden la catolicidad de la Iglesia con la globalización de la Iglesia. Esta Iglesia como pueblo de Dios está constituida por hombres y mujeres que viven diariamente la libre competencia de mercado y la liberación de los precios. Es esta misma Iglesia que como “sal de la tierra y luz del mundo” fue enviada  por Cristo a caminar bajo el impulso del Espíritu Santo anunciando el Evangelio. La globalización ofrece ciertas ventajas para la evangelización puesto que dispone de una serie de instrumentos de comunicación social que pueden usarse al servicio de la misión. Sin embargo a la vez se presenta como un reto gigantesco ante las iglesias pobres de nuestros países. Dichas iglesias  no pueden competir con la carrera despiadada del consumismo y la vida agitada por la libre competencia.

 

En muchas ocasiones, el mensaje cristiano, a pesar de tener una palabra para las generaciones de hoy, resulta poco atractivo para miles de personas, quienes prefieren el cable de televisión, los juegos electrónicos o el internet. Por otro lado millones de seres y familias enteras se alejan de la vida eclesial porque las horas del día apenas les alcanzan para ganarse el pan de cada día. El desempleo y el hambre obliga a mucha gente a buscar otras alternativas de vida, lo que hace cada vez más difícil el anuncio del Evangelio en comunidades que no son estables. La sociedad se hace cada vez más autónoma. No necesita de Dios para vivir. El Documento de Santo Domingo lo expresa así: “La cultura moderna se caracteriza por la centralidad del hombre; los valores de la personalización, de la dimensión social y de la convivencia; la absolutización de la razón, cuyas conquistas científicas y tecnológicas e informáticas han satisfecho muchas necesidades del hombre, a la vez que han buscado una autonomía frente a la naturaleza, a la que domina; frente a la historia, cuya construcción él asume; y aún frente a Dios, del cual se desinteresa o relega a la conciencia personal, privilegiando al orden temporal exclusivamente” (DSD 252).

 

Podemos hablar de una cultura de la globalización que si bien ofrece la oportunidad de acercamiento de unos países con otros, constituye una fuerte amenaza para las culturas autóctonas de las distintas regiones. La tecnología nos permite que en un segundo conozcamos lo que sucede en otros continentes.  Desde Canadá hasta Argentina, pasando por el Caribe, tenemos la posibilidad de conocernos mejor en idiomas, costumbres, riquezas culturales. Sin embargo, la cultura globalizante del libre mercado pone en riesgo las propias culturas de países o regiones, pues ofrece una vida más atractiva, en la que el poder y el tener son el estandarte del individualismo que puede socavar el respeto y el valor de cada cultura.

 

Esta situación nos coloca inevitablemente en la reflexión de un fenómeno que es común en nuestros pueblos: la migración. El libre juego de las fuerzas del mercado y la poca participación del Estado en la economía trae como consecuencia la transferencia del costo social a los sectores excluidos, poniendo a miles de personas en movilidad para lograr sobrevivencia. Cada día miles de personas en todo el Continente se ven forzadas a migrar en busca de mejores condiciones de vida: trabajadores migratorios temporeros tanto nacionales como extranjeros; migrantes internacionales que incluye inmigrantes, emigrantes, transmigrantes y deportados; migrantes internos que se desplazan dentro del mismo país a las grandes ciudades; refugiados y retornados por los conflictos armados. Lo anteriormente mencionado constituye la realidad de las migraciones forzadas que se ha ido convirtiendo en un insulto a toda racionalidad y en un desafío a toda solidaridad.

 

A pesar de las consecuencias nefastas que la migración forzada trae consigo, tanto para la persona que migra como para su familia, ha constituido a lo largo de la historia un factor primordial para la evangelización. Recordemos que en el siglo I de la era cristiana la evangelización en el mediterráneo, es decir en territorio no judío se hizo posible gracias al fenómeno migratorio. La fe cristiana hizo su aparición en América en el siglo XVI por la movilidad humana. Se puede afirmar que la migración es un agente importante para que la misión de anunciar y construir el Reino de Dios siga siendo una realidad. Es importante reflexionar que todos los países del continente americano, somos una mezcla de culturas. Nuestros países se han ido conformando no sólo por grupos humanos autóctonos  sino por grupos que se desplazan de un lugar a otro. El documento de Puebla lo reconoce: “América Latina constituye el espacio histórico donde se da el encuentro de tres universos culturales: el indígena, el blanco y el africano, enriquecidos después por diversas corrientes migratorias” (DP 307).

 

La migración forzada muestra su rostro elocuente en los miles de personas que caminan con el afán de llegar al norte y realizar el llamado “sueño americano”. Este tipo de migración se acentúa conforme aumenta la pobreza. Es ahí también donde se dan con mayor frecuencia la violación a los derechos humanos de los migrantes. Sin embargo, el coraje de quienes han llegado a su destino se reviste de encanto por todo el aporte económico que brindan tanto al país receptor como al emisor. No hay que olvidar que la población migrante brinda un gran aporte a la Iglesia norteamericana. Los grupos de latinos que se congregan, por ejemplo, en Estados Unidos al profesar una sola fe son testimonio del aporte misionero que se da a través de la migración. En este sentido podemos afirmar que la persona migrante con fe en Jesús es misionera.

 

Los migrantes no sólo llevan sobre sus espaldas penas y sufrimiento. Dado su continuo peregrinar son portadores de esperanza y de una conciencia liberadora ya que viven rompiendo fronteras. En su mayoría caminan y se arriesgan perdiéndolo todo menos la fe en Dios. Esa misma fe los mantiene en la lucha por lograr una vida mejor. Al migrar llevan consigo todo un bagaje histórico, cultural y religioso.  Al asentarse aportan a la comunidad receptora una experiencia de sufrimiento, de vía crucis, que los alimenta y fortalece para lograr sus ideales. 

 

También debemos considerar que en la historia de la humanidad sólo los pueblos migrantes fueron los que crearon grandes civilizaciones; al mismo tiempo que, en muchas partes, la renovación social, cultural y de fe depende en gran parte de los migrantes que llegan a los grandes centros de la globalización.  Dios quiso que el pueblo escogido, antes de entrar a la posesión de sus promesas, pasara primero por un período de migración en el desierto.

 

En fin, la población migrante es portadora de una fe sincera: “…Han aportado los migrantes una fe sincera y una viva conciencia de su pertenencia a la Iglesia Católica, y también su propio tesoro de devociones populares. Ellos han fijado definitivamente la actual fisonomía religiosa de este país y de tantos otros países hermanos, en una admirable simbiosis con las tradiciones locales” (Juan Pablo II, Panamá 9-4-87).

 

 

2. Confrontamos el mensaje con la vida

 

La cultura de la globalización es una fuerte amenaza para las culturas locales. Los medios de comunicación social están al servicio de grandes empresas del primer mundo y de grupos privados, con intereses culturales y económicos particulares. La implementación de modas, comportamientos e ideologías socavan rápidamente a las culturas autóctonas. La valoración de idiomas, trajes, formas de pensar, valores humanos van cediendo espacio a la ley del individualismo y de la competencia. Pero hay todavía un factor muy importante en la pérdida de la cultura que tiene relación con la migración.

 

La persona migrante en sí misma es portadora de cultura. Si bien es importante aprender el idioma y la cultura del lugar de llegada como medio de integración, al mismo tiempo es necesario que comparta su propia riqueza cultural, la cual encierra valores, ideales y una experiencia personal que debe ser compartida y, sobre todo, respetada. Sin embargo el migrante al encontrarse en una realidad multicultural, con frecuencia es víctima de injusticias económicas, sociales, políticas, culturales y religiosas; incluso va perdiendo sus rasgos culturales ya sea por complejo de inferioridad o porque no se le abren los espacios necesarios dentro de la comunidad a la que se inserta. De esta forma la cultura de origen es absorbida por aquella de llegada, con las consecuencias de baja autoestima, pérdida de identidad y de autonomía.

 

Hay que mencionar que la identidad religiosa también se ve amenazada con la migración. El aspecto religioso puede ser factor de cambio que ilumina a la sociedad, cuando la iglesia local se enriquece y fortalece con la comunidad católica que se congrega en ciudades multiculturales. Sin embargo, las condiciones de indocumentación, unidas al racismo y la xenofobia no permiten que la población migrante pueda practicar su fe con libertad. Las jornadas dobles de trabajo y las condiciones de explotación de los mismos, absorben a las personas en horarios saturados que les impide participar en celebraciones religiosas o participar activamente de una comunidad cristiana. Otro factor de gran influencia en la pérdida de identidad religiosa se debe a la necesidad de  aceptación en el lugar de llegada. Sabemos que existen numerosas poblaciones de migrantes que en el país en el que llegan conservan su propia lengua, cultura y ricas expresiones religiosas, como enriquecimiento de las sociedades e iglesias locales en las que se insertan.

 

La secularización que se vive con frecuencia en las ciudades atrapadas por la modernidad, caracterizada por la no creencia religiosa y la descristianización, arrastra a muchos migrantes, especialmente a los más jóvenes, a formar parte de  la masa de personas que viven prescindiendo de Dios. Una muestra de esto lo constituyen la violencia de los grupos de pandilleros que se rigen con sus propias leyes.

 

Por otra parte, la migración interna o desplazamiento del campo a la ciudad tiene características particulares que merecen especial atención. La falta de recursos, de trabajo, de salarios justos, de subsidios para cultivar la tierra, aunado a la concentración de la productividad en las ciudades, ocasiona que miles de personas migren del campo a la ciudad. Esta migración se caracteriza por el hacinamiento en que viven familias enteras. Este grupo de migrantes aumenta masivamente los cinturones de pobreza de las ciudades, pues viven sin las condiciones mínimas de salubridad. La carencia de vivienda digna, de agua potable, de alimentación adecuada, entre otros factores, mantiene a familias enteras en condiciones de vida injustas. Situación que favorece la promiscuidad o convivencia en espacios reducidos donde hombres, mujeres, niños, niñas, jóvenes comparten un techo sin ningún tipo de privacidad.  En esta población es frecuente encontrar casos de adolescentes embarazadas, problemas de violaciones, incesto, infidelidad conyugal, maltrato infantil, agresiones a mujeres.

 

Frente a esta realidad migratoria, la Iglesia tiene un papel muy importante por realizar. Desafortunadamente se constata la falta de acompañamiento pastoral tanto a las migraciones internas como internacionales. Esta realidad desafiante exige repuestas concretas. La pastoral migratoria de las iglesias locales tiene grandes desafíos.  En primer lugar, la Iglesia de hoy tiene que dejar de ser estática para convertirse en Iglesia peregrina y evangelizadora con su pueblo también peregrino. Debemos tener una clara conciencia de que somos peregrinos, que nuestra tienda plantada en esta tierra es pasajera y por tanto una más en medio de la humanidad en camino. La solidaridad y acogida ha de ser una actitud que identifique a las cristianas y cristianos del mundo entero. La presencia de Dios entre nosotros nos invita a ser una Iglesia itinerante que al igual que Dios camina junto a su pueblo.  Un segundo desafío es la inculturación. El Evangelio para ser “buena nueva” tiene que tomar en cuenta los diferentes modos de vida y las distintas expresiones culturales por más variadas que sean. Desde esta perspectiva, la Iglesia a través de sus pastorales tiene un importante papel en la búsqueda de una inculturación amplia y profunda. Para que la evangelización entre los migrantes  no sea vacía tiene que comprender la religiosidad popular, la cual hace parte activa de la cultura de los pueblos.

 

No hay que olvidar el ecumenismo como un desafío importante, pues una de las riquezas de la migración es el intercambio cultural, en el que la diversidad religiosa es parte esencial. El respeto a las distintas creencias es un paso al verdadero ecumenismo. El siguiente desafío pastoral está en hacerse voz de los rostros sufrientes de Cristo, rostros que no tienen voz, ni identidad, ni nombre. Rostros que llegan a ser uno más en las estadísticas de los marginados, entre los cuales sobresalen los migrantes. La Iglesia debe hacerse voz del grito de los migrantes que no sólo denuncia las estructuras injustas, sino que no descansa en la búsqueda de dignidad, trabajo y pan.

 

Finalmente la presencia de la Iglesia en el corazón de los centros industrializados y de las grandes ciudades es un hecho desafiante. Esta realidad urbana se ve afectada por las masas de desplazados internos que por la violencia o el desempleo constituyen para la Iglesia local un trabajo sin precedentes. Es urgente una presencia pastoral con grupos de migrantes internos, quienes en medio de tablas viejas de los suburbios viven el desencanto de una vida que no se ilumina para ellos.

 

3. Propongamonos qué debemos hacer con el mensaje recibido

 

 

1. ¿Qué desafíos nos plantea la política económica neoliberal de globalización en el tercer milenio de cristianismo? ¿De qué forma podemos crear espacios para la misión ad gentes en este mundo globalizado?

2. ¿Cómo podemos organizarnos en la Iglesia para fomentar una globalización solidaria?

3. ¿Cómo cumplir nuestra responsabilidad de fe al recibir a las personas migrantes, para que conserven sus riquezas sociales, culturales y religiosas, y junto con las sociedades e Iglesias locales vivir el pluriculturalismo y una fuerte catolicidad?

 

 

4. Oremos al Señor por intercesión de María

 

Se propone para nuestra oración un texto del P. Alfredo Goncalves, que puede ser salmodiado de la forma que se crea más conveniente. Conviene hacer una breve introducción recordando a María que, junto con su esposo José, tuvieron que emigrar para salvar la vida de su Hijo Jesús. A la luz de esa experiencia, hagamos juntos la plegaria.

 

 

BIENAVENTURANZAS DEL MIGRANTE

P. Alfredo Goncalves, c.s

 

Bienaventurados

los que se ponen en movimiento, transformando

el éxodo y la fuga en nueva búsqueda,

porque de víctimas se convierten en protagonistas de la historia.

 

Bienaventurados

los que están forzados a salir sin rumbo,

porque con sabiduría aprenden y enseñan

las lecciones del camino.

 

Bienaventurados

los que sufren dolor, mala salud o soledad,

pero saben hacer de cada llegada una nueva salida,

porque pondrán en cada acción

la fe, la esperanza y la vida.

 

Bienaventurados

los que rompen fronteras, porque la diferencia

del himno, raza y credo, sin discriminación

harán del mundo la casa de todos.

 

Bienaventurados

los caminantes de todas las vías,

porque con lágrimas, sudor y trabajo de sus manos,

preparan una mañana recreada por la justicias y el derecho.

 

Bienaventurados

los que abren las puertas a los peregrinos,

 haciendo de la solidaridad el pasaporte a la patria universal,

porque están construyendo una nueva ciudadanía.

 

Bienaventurados

los que promueven encuentros y reencuentros,

porquen al sembrar la paz han de recoger flores y estrellas

en el arco iris del cielo nuevo y la tierra nueva.

 

Bienaventurados

los excluidos sin lugar y sin voz,

porque serán los primeros invitados al gran banquete donde

no faltará el pan en todas las mesas.

 

 

 

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