7º Congreso Misionero Latinoamericano (CoMLa 7) 2º Congreso Americano Misionero (CAM 2) |
Monseñor Victorino Girardi Stellin,
m.c.c.j.
Obispo de Tilarán, Costa Rica
LA MISIÓN “AD GENTES” EN EL INICIO DEL SIGLO XXI
1. INTRODUCCIÓN
En esta breve “introducción” quisiera que tuviéramos presente el contexto de la sorprendente paradoja en que nos encontramos desde el punto de vista misionero. Juan Pablo II hacia el final de su encíclica misionera, la “Redemptoris Missio”, escribía: “Veo amanecer una nueva época misionera que llegará a ser un día, radiante y rica en frutos, si todos los cristianos, y en particular, los misioneros y las jóvenes Iglesias responden con generosidad y santidad a las solicitudes y desafíos de nuestro tiempo” (n. 92).
Son palabras proféticas que anuncian un “Kairós”, un tiempo de gracia y un momento privilegiado de la misión. Sin embargo el Santo Padre presenta “condiciones” para que su profecía pueda realizarse, cuando dice: “ si las Iglesias jóvenes responden con generosidad y santidad a los desafíos de nuestro tiempo”. Él se dirige especialmente a nosotros, misioneros e Iglesias jóvenes, para “responsabilizarnos” del momento actual de la misión, y de la “hora misionera de América” (SD 295 ).
Es verdad, nuestras Iglesias ya han producido abundantes frutos misioneros, y especialmente a partir de los Documentos de Puebla (cfr. su n. 368) se ha ido profundizando y difundiendo la conciencia de que toda Iglesia particular, desde su constituirse, es por su naturaleza misionera y que debe proyectarse más allá de las propias fronteras: “toda Iglesia y cada Iglesia es enviada “ad gentes”, afirma Juan Pablo II (RMi 62).
Sin embargo en esta “nueva primavera” del Cristianismo hay también confusión e incomprensiones que contrastan fuertemente con lo que acabamos de afirmar. “La misión específica” ad gentes parece que se va difiriendo –nos dice la misma RMi en el n. 2- no ciertamente en sintonía con las indicaciones del Concilio y del Magisterio posterior. Dificultades internas y externas han debilitado el impulso misionero de la Iglesia hacia los no-cristianos, lo cual es un hecho que nos debe preocupar a todos los creyentes. Se tiene la impresión que las “Misiones” o “Misión ad gentes” tenga el constante riesgo de diluirse en la Misión genérica de la Iglesia, que equivale a la actividad pastoral de la Iglesia local. Es por eso que el Santo Padre usa adjetivos de un fuerte sentido negativo: “hoy en día la misión ad gentes corre el riesgo de ser raquítica, olvidada y abandonada” (RMi 34). Encontraba yo reflejada la misma preocupación en un misionero que me comentaba recientemente: “tengo la impresión que ya se ha dicho y escrito más que lo suficiente acerca de las misiones, pero no acabamos de decidirnos; los que se atreven a salir son demasiado pocos”.
Para iluminar mejor esta situación de sorprendente paradoja es útil tener presente cuanto se afirma en el decreto “Ad Gentes” del Concilio Vaticano II. Por primera vez en la historia de los 21 Concilios Ecuménicos que han marcado el caminar de la Iglesia, se nos ha insistido que si ha sido posible “conocer” la densidad amorosa de Dios en la profundidad misteriosa de la Santísima Trinidad (“su naturaleza”) gracias a su manifestación histórica, es decir, a su éxodo o salida por medio de las Misiones o Envíos de la Segunda y Tercera personas divinas con su término en el tiempo (Encarnación y Pentecostés), así es posible conocer realmente a la Iglesia, si ésta se proyecta, en fidelidad a su Fundador y al Espíritu que la anima, más allá de sus fronteras, “ad gentes”. De allí que la misma Redemptoris Missio afirma que la Misión ad gentes, “es la actividad primaria de la Iglesia, esencial, y nunca concluida... la responsabilidad más específicamente misionera que Jesús ha confiado y diariamente vuelve a confiar a su Iglesia (n. 31) “Sin ella, la misma dimensión misionera de la Iglesia estaría privada de su significado fundamental, de su actuación fundamental y de su actuación ejemplar” (n. 34). Sin embargo nuestra realidad, hoy en día, se nos manifiesta en abierto contraste con estas afirmaciones, precisamente a partir del Concilio Vaticano II la salida de misioneros y misioneras han ido disminuyendo en la Iglesia. Y por cuanto se refiere a América, asumimos el análisis de Santo Domingo: “la conciencia misionera “ad gentes” es todavía insuficiente o débil” (SD 126); “Descargamos sobre unos pocos “delegados” lo que es tarea irrenunciable de cada cristiano” (cfr. 80, 127).
Todo nos urge volver a la experiencia que hace casi 2000 años tocó profundamente el corazón y la vida de Pedro, de Juan, de Santiago, de María, de Pablo y de muchos más. Pocos han expresado esta experiencia fundante tan bien como Pedro, el pescador de Galilea al que conocían desde la infancia como Simón: “Ustedes conocen lo sucedido en toda Judea, comenzando por Galilea (...) Como Dios ungió a Jesús de Nazareth con Espíritu Santo y poder y como Él pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el Diablo, porque Dios estaba con Él; y nosotros somos testigos de todo lo que hizo (...) y nos mandó que predicásemos al Pueblo y que diésemos testimonio de que Él está constituido por Dios juez de vivos y muertos” (Hch 2,36-42).
La experiencia de Pedro es la misma que han reflejado, una vez más, los más de 2000 obispos reunidos en Roma, veinte siglos después, en el Concilio Vaticano II: “La Iglesia ha recibido el Evangelio (!la más maravillosa noticia que jamás la humanidad haya escuchado!) como anuncio y fuente de salvación. Lo ha recibido como un don de Jesús, enviado por el Padre “para anunciar a los pobres el mensaje de alegría” (Lc 4,18), lo ha recibido por medio de los Apóstoles, mandados por Él a todo el mundo (cfr. Mc 16,15; Mt 28,19-20) Nacida de esta acción evangelizadora, la Iglesia siente dentro de sí misma cada día la palabra del Apóstol: ¡Ay de mi si no evangelizare! (1 Cor 9,16). Y entonces sigue incesantemente enviando evangelizadores y misioneros a donde el Espíritu Santo abra las puertas al anuncio de la Palabra” (cfr. LG 16 y 17).
Hay que reconocerlo: son todavía muy pocos los que nuestras Iglesias locales pueden enviar. Nos viene a la memoria la afirmación del profeta Isaías: “los niños piden pan, pero no hay quien se los reparta”.
Es en este contexto que se comprende la preocupación de Juan Pablo II al entregarnos su encíclica misionera Redemptoris Missio: “En nombre de toda la Iglesia -escribe- siento imperioso el deber de repetir el grito de San Pablo: ¡Ay de mi si no predicara el Evangelio!”. Desde el comienzo de mi pontificado he tomado la decisión de viajar hasta los últimos confines de la tierra para poner de manifiesto la solicitud misionera” (RMi 1). Dejemos que resuene fuerte dentro de nosotros el grito de Pablo, Apóstol de las gentes y de Juan Pablo II, misionero del mundo.
2 ACLARANDO NOCIONES
Antes de proseguir conviene que recordemos lo que se entiende por “ misión ad gentes ”, y que tengamos al respecto, pleno acuerdo, lo digo porque la experiencia de participación en no pocos encuentros de misionólogos y en muchos congresos misioneros, me confirma que es constante el riesgo de diluir la “misión ad gentes” en la común -y por cierto necesaria- actividad pastoral de nuestras iglesias particulares.
La evangelización del mundo se realiza dentro de un panorama muy diversificado y cambiante, que da lugar a situaciones diversas para que las propuestas apostólicas sean bien diferenciadas. Es verdad, como único es Dios, único el Salvador, única es la Iglesia, y única es la humanidad a que ella está destinada como servidora, una y única es la Misión, como ha quedado reflejado en nuestro lema: “Iglesia, tu vida es Misión”. Sin embargo esta única Misión queda diversificada por las características de sus destinatarios. Tenemos así la misión ad gentes , como respuesta a la situación de aquellos pueblos (o si queremos, “espacios humanos”), grupos, contextos socio-culturales en donde Cristo y su Evangelio no son conocidos y en donde faltan comunidades cristianas constituidas (cfr. RMi 33; AG 6). No debemos, ni podemos olvidar que el mandato misionero de Cristo a sus Apóstoles, los destinaba precisamente a tales grupos humanos y por lo tanto –digámoslo otra vez- tal actividad debe ser siempre prioritaria en el conjunto de las tareas que forman parte de la misión global de la Iglesia. Es su principio unificador, como el amor es su fundamento. El uno y el otro han quedado cifrados en el doble mandamiento: “Ámense como yo los amé” (Jn 15,12) y “ vayan por todo el mundo” (Mt 28,19). La “ misión ad gentes ” se caracteriza por realizar el primer anuncio de Cristo y de su Evangelio, por la edificación de la Iglesia local y por la promoción de los valores del Reino. Como pone de relieve con innegable énfasis el decreto “Ad Gentes” en su n. 6, la “ misión ad gentes ” arranca de dos “nondum”, es decir, de dos aún no , de dos ausencias: la del mensaje de Cristo y la de Iglesia. Volvamos a destacarlo; entre los rasgos que caracterizan a esta acción prioritaria en la Iglesia, evidenciamos:
• El anuncio directo y gratuito de Jesucristo y del Reino de Dios que va más allá de la sola comunicación de los valores evangélicos.
• La audacia misionera para ofrecer la Buena Noticia y hacer presentes las exigencias del Reino de Dios.
• La edificación de la Iglesia en los lugares y ámbitos donde se inicia el acceso a Jesucristo, y el nacimiento de una comunidad que celebra su fe cristiana.
Actualmente se está difundiendo, entre los misionólogos y los que trabajan en la animación misionera, el uso de cuatro ad , es decir, de cuatro hacia , para expresar de un modo sintético lo esencial de la actividad misionera específica:
“ Ad gentes ”, expresión que subraya la urgencia del anuncio hacia cuantos no conocen a Cristo y su Evangelio. Apunta a su vez, a la escucha y al diálogo con las grandes religiones, las religiones tradicionales o “cósmicas” y los nuevos “areópagos” que el mundo actual abre cada día más amplios y que pareciera que no se dejan alcanzar por el anuncio de la “Buena Noticia”.
“ Ad extra ”, expresión que indica ante todo el movimiento de Cristo mismo “salido del Padre y venido al mundo” (Jn 16), y como consecuencia la disponibilidad a salir del propio País, acentuando así la universalidad de la misión que implica tener constantemente presente las palabras de Cristo Resucitado: “vayan por todo el mundo” (Mc 16) y la urgencia de compartir el don de la fe y el servicio entre las Iglesias, aunque sea desde la “pequeñez y la pobreza”, o precisamente por eso. Todo esto no excluye que haya situaciones de “primer anuncio” dentro del propio País o grupo humano, como es el caso de muchas regiones de África, de casi todos los de Asia, en donde el cristianismo está todavía “en ciernes”, de algunos de nuestra América y entre los “nuevos Areópagos” especialmente de América del Norte y de Europa. En tal caso hablemos de “ misión ad gentes ad intra ”, pero con todas las características y la necesidad de heroísmo cristiano propios de la labor específica del primer anuncio.
“ Ad vitam ”, con ella se quiere resaltar la dedicación total a la misión que nace y se nutre de una experiencia de amor con Dios, origen y fuente de la consagración a la misión. Conscientes, por otra parte, que es la misión misma que posee una extraordinaria fuerza consagratoria como lo manifiestan las biografías de los misioneros de todos los tiempos, de Pablo a Francisco Javier, de San Toribio de Mogrovejo a San Daniel Comboni, de Teresa de Lisieux a Teresa de Calcuta.
No se excluye sin embargo, que en conformidad con la propia vocación y carismas, sea auténticamente misionero el servicio de quien pueda entregarse al anuncio del Evangelio durante unos años.
“ Ad pauperes ”. Con esta expresión se quiere subrayar el servicio de la Iglesia y su entrega en favor de los más pobres, a ejemplo de Jesús. En el ámbito social son pobres los que sufren la injusticia, las víctimas de las guerras, los que padecen la escasez de los medios económicos, los hambrientos, los privados de derechos humanos, los refugiados, etc. Desde el punto de vista espiritual, pobres son los que no conocen a Jesús, siendo ésta la forma más radical de pobreza. Afirma la RMi al respecto: “la aportación de la Iglesia y de su obra evangelizadora al desarrollo de los pueblos abarca no sólo el Sur del mundo, para combatir la miseria y el subdesarrollo, sino también el Norte, que está expuesto a la miseria moral y espiritual causada por el superdesarrollo” (n. 59). El exceso de opulencia es nocivo para el hombre tanto y más a veces, que el exceso de pobreza.
3. FUNDAMENTO MÍSTICO-ESPIRITUAL DE LA MISIÓN “AD GENTES”
Juan Pablo II en su Carta Apostólica Novo Millennio Ineunte en el n. 30, escribe: “En primer lugar, no dudo en afirmar que la perspectiva en la que debe situarse el camino pastoral (y entonces misionero , añadimos nosotros) es el de la santidad”. Ya lo había afirmado en la RMi: “El verdadero misionero es el Santo. La llamada a la misión deriva de por sí de la llamada a la santidad (...) la santidad es un presupuesto fundamental y una condición insustituible para realizar la misión salvífica de la Iglesia” (RMi 90 y CHL 17). La vocación universal a la santidad está pues estrechamente unida a la vocación universal a la misión.
En la misma Carta Apostólica Novo Millennio Ineunte , el Santo Padre nos explica como hay que entender la santidad. Esta es ante todo “pertenencia” a Aquel que es por excelencia el Santo. Por el bautismo ya “somos del Señor”, le pertenecemos: se trata de pertenecerle en totalidad, a través de un compromiso que ha de seguir toda la vida cristiana y pues entonces nos hace rechazar casi por instinto un estilo de vida mediocre, llevada adelante según una ética minimalista , al margen del estilo de Jesús que “habiendo amado a los suyos los amó hasta el extremo” (Jn 13,1) hasta la “exageración”.
Estas afirmaciones del Santo Padre me hacen recordar dos “iconos” bíblicos, y los dos de claro significado misionero “ad gentes”. El primero es el de Jn 12,10-33: “Entre los que habían llegado a Jerusalén para dar culto a Dios con ocasión de la fiesta, habían algunos griegos . Estos se acercaron a Felipe, que era natural de Betsaida de Galilea y le dijeron: Señor queremos ver a Jesús”. Felipe se lo dijo a Andrés , y los dos juntos se lo hicieron saber a Jesús. Jesús contestó: “ha llegado la hora en que Dios va a glorificar al Hijo del hombre. Yo les aseguro que si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, queda infecundo, pero si muere dará fruto abundante”.
“Quien ofrece su vida la perderá, quien sepa desprenderse de ella la conservará para la vida eterna. Si alguien quiere servirme, que me siga; correrá la misma suerte que yo (...) me encuentro profundamente angustiado. ¿Qué es lo que lo puedo decir?. ¿Padre líbrame de esta hora?; ¡de ningún modo! porque he venido precisamente para aceptar esta hora (...) una vez que yo haya sido levantado sobre la tierra atraeré a todos hacia mi . Con esta afirmación, Jesús quiso dar a entender la forma en que iba a morir“.
El contexto es claramente de “misión ad gentes” , en efecto Jesús no está dialogando con los judíos, sino con los griegos. ¡Ellos quieren ver a Jesús!. En su profundo deseo, preciso y concreto, podemos ver el de toda la humanidad aún no cristiana. Todo hombre que busque, escuchando su conciencia, la verdad, el sentido para la propia vida, busca en definitiva a Jesús, “Camino, Verdad y Vida”, aunque no esté consciente de ello.
Lo interesante, lo asombroso -diría- es que Jesús responde a su deseo, apuntando al misterio de su pasión y muerte, nada menos que 4 veces en tan breve texto: a través de la parábola del grano de trigo (Jn 12,26), por medio de la invitación a seguirle para correr la misma suerte, la descripción de un dramático combate interior (12, 27) y por fin la afirmación alusiva a su muerte en la cruz (12,32).
Con esta insistencia Jesús nos hace comprender que para conocerle realmente en su identidad debemos verle, contemplarle en su misterio pascual, pero a la vez nos invita a no separar en lo absoluto la cruz de la salvación del mundo y finalmente nos lanza la pregunta si estamos dispuestos a compartir su destino que es de plena disponibilidad a amar sin medida, encontrando en la cruz la medida de nuestra entrega.
Si la santidad es pertenecer al Señor , esto implica asumir su misión y su modo de llevarla a cabo. Nuestro Santo Padre lo ha dicho en varias ocasiones en sus mensajes a los jóvenes: es dejarse seducir por Cristo , como ha sido para Pablo que exclama: “Hasta cuándo yo viva, viviré de la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó por mi” (Ga 2,19) y de allí que “todo lo considero pérdida, basura y daño con tal de lograr el sublime conocimiento de Cristo mi Señor” (Flp 3,8).
Son consideraciones que nos llevan a los pies de la Cruz para poner en práctica la profecía referida por San Juan: “mirarán al que han traspasado” (Jn 19,37). Es la contemplación del corazón de Cristo, de su Rostro desfigurado en la Cruz y glorioso en Pascua, que nos fascina y nos vincula a Él y a su misión. Si ser misionero “ad gentes” en el siglo XXI, es ante todo ser “testigos” de Cristo, nuestro testimonio, nos recuerda Juan Pablo II, “sería enormemente deficiente si no fuésemos los primeros contempladores de su Rostro” (...) nuestra mirada debe quedarse más que nunca en el Rostro del Señor (NMI 16). El misionero es un cristiano que vive el asombro de la contemplación de la belleza (¡trágica en la Cruz!) del Rostro de Cristo.
Me ha impresionado fuertemente que la palabra Rostro aparezca 38 veces en los 59 números de su Carta Apostólica Novo Millennio Ineunte , y sólo en el capítulo 2do., que tiene como título “ Un Rostro para contemplar ”, aparezca 23 veces.
El contemplar su Rostro se vuelve experiencia transformadora que hace exclamar con Pablo: “para mi la vida es Cristo y la muerte una ganancia” (Flp 1,21). En Cristo, el misionero encuentra su tesoro y su alegría y retoma el camino para anunciar a Cristo al mundo, el que es “el mismo ayer, hoy y siempre” (Heb 13,8). Solo así Cristo “Luz del mundo” (Jn 8,12), posibilita que el misionero sea a su vez, como Él mismo lo ha pedido para sus discípulos, “luz del mundo y sal de la tierra”(Mt 5,14).
“Es una tarea -continúa diciéndonos Juan Pablo II- que nos hace temblar si nos fijamos en la debilidad que tan a menudo nos vuelve opacos y llenos de sombras. Pero es una tarea posible, si expuestos a la luz de Cristo, sabemos abrirnos a su gracia que nos hace hombres nuevos” (NMI 54).
Se trata de una experiencia tan íntima e implicadora, que uno “no puede callar lo que ha visto y oído”, como lo afirmaban los Apóstoles cuyo rostro había sido iluminado por la luz que irradiaba el de Cristo Resucitado. No sólo iban “gritando” la Buena Noticia, sino que ellos mismos se volvían “Buena Noticia” con su heroísmo y entrega incondicional, realizando una misteriosa identificación entre “mensaje y mensajero” (cfr. Hch 4,20).
Estas consideraciones me traen a la memoria una experiencia de mi infancia. Soy italiano, y cuando se terminó la segunda guerra mundial en 1945, yo acababa de cumplir 7 años. La palabra traída por alguien que llegaría de la ciudad vecina o que oiría en la radio local era Armisticio , es decir, se terminó la guerra . Y esa palabra, armisticio, fue corriendo de boca en boca, de casa en casa, de barrio en barrio, como chispa en el cañaveral , diría el Autor Sagrado (Sab 3,7), y la gente lloraba, se abrazaba, se besaba mientras se volcaba en las calles del pueblo: los años tremendos de la guerra habían terminado, habían quedado definitivamente atrás. Y lo que aquí nos interesa, es notar como nadie de aquella gente se preguntaba por qué , debía gritar, correr, salir a la calle. La grande noticia del fin de la guerra embargaba todos esos corazones, y se volvía en ellos, impulso irresistible a comunicar y “gritando”, esa bella noticia.
Cuando un cristiano se siente “preso” por Cristo, fascinado por la belleza de su Rostro, no pide argumentos para salir, sino que se le haría violencia detenerle de su éxodo misionero, como les hacía violencia el Sanedrín a los Apóstoles cuando intentaba, con todos los medios, acallarlos.
4. LOS RETOS DE LA MISIÓN “AD GENTES”
AL INICIO DEL TERCER MILENIOSon múltiples y realmente desafiantes. Apunto aquí, los que me parecen de mayor importancia para el misionero que se atreve a salir .
1- Misión-anuncio como derecho de los Pueblos
Si la Iglesia tiene la tarea y la obligación de evangelizar, de enviar heraldos del Evangelio a todo el mundo, si ella sólo “existe para evangelizar, y evangelizar constituye la dicha y vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda” (EN 14), dentro de la normal lógica que a todo deber corresponde un derecho , podemos afirmar que a los pueblos les corresponde el derecho a recibir de parte nuestra, el anuncio de Cristo “Camino, Verdad, y Vida”. “Toda persona- declara enfáticamente Juan Pablo II.- tiene el derecho a escuchar la Buena Nueva de Dios que se revela y se da en Cristo, para realizar en plenitud la propia vacación” (RMi 46). En la Redemptoris Missio, se repite al menos otras 3 veces la misma idea (en los números 11, 40 y 44), retomada, por otra parte de la Evangelii Nuntiandi (1975) de Pablo VI. “Estas multitudes tienen derecho –escribía Pablo VI- a conocer la riqueza del misterio de Cristo” (cfr. Ef 3,8) (n. 53). “La Iglesia tiene ante sí una inmensa muchedumbre humana que necesita del evangelio y tiene derecho al mismo” (EN 57).
Al final de su Evangelii Nuntiandi Pablo VI vuelve sobre la misma convicción, pero desde otra perspectiva: “los hombres podrán salvarse -escribe- por otros caminos, gracias a la misericordia de Dios, si nosotros no les anunciamos el Evangelio, pero ¿podremos nosotros salvarnos si por negligencia, miedo, vergüenza –lo que San Pablo llamaba avergonzarse del Evangelio- o por ideas falsas omitimos anunciarlo? porque eso significaría ser infieles a la llamada de Dios” (n. 80).
Esta convicción debe acompañar siempre al misionero y a la misionera, de tal modo que va considerando su labor con tono de humildad, viendo en los destinatarios de su apostolado, no sólo a hermanos que él o ella benefician, sino como auténticos “bienhechores” que le dan el gozo de poder anunciar y comunicar lo que da sentido a su vida. Lo indico con el ejemplo de los santos: ¡Cuánto debió San Juan Bosco a los niños de la calle de Turín!, les debía la alegría de su entrega, de su paternidad y ¡cuánto debía San Daniel Comboni a los africanos!, les debía su heroísmo y su morir en la brecha, ¡ya que Cristo es también negro!.
2- La posibilidad de la salvación en las otras religiones.
La Iglesia y los misionólgos en ella, cuando se trata de acercarse al misterio de la salvación para los que profesan otras religiones, parten al menos de dos verdades fundamentales que dominan toda su complejidad. En primer lugar, la afirmación de la Primera Carta de San Pablo a Timoteo: “Dios quiere que todos los hombres se salven” (2,4). Se trata del dogma de la voluntad salvífica universal de Dios. Y si ésta es la voluntad de Dios, sin duda que Él da a todos sus hijos los medio necesarios y suficientes para su salvación, y se nos da en la situación histórica y cultural en donde cada uno se encuentra. En segundo lugar, a nadie Dios juzga por algo de que no es responsable, y no es “culpable” pues el haber nacido en una religión tradicional de África o Asia, así como no lo es el haber nacido en el Shintoísmo, en el Hinduísmo o en el Budismo, como es ningún “mérito”, el haber nacido en una familia católica. Es por eso que ya no cabe hablar de infieles , término con que hasta hace pocos decenios se les designaba a todos los no-cristianos.
De la condena y del “anatema” de las tradiciones no cristianas, la Iglesia, y todo misionero en ella, han adoptado la disponibilidad al diálogo inter-religioso que (cfr, RMi 55-57) considera parte integrante de la “misión ad gentes”. El diálogo no nace –por otra parte- de una táctica o de un interés, sino que es una actividad con motivaciones, exigencias y dignidad propias: es exigido por el profundo respeto hacia todo lo que en el hombre ha obrado el Espíritu “que sopla donde quiere” (Jn 3,8). Con ello la Iglesia trata de descubrir las “Semillas de la Palabra” (AG 11 y 15), el “desafío de aquella verdad que ilumina a todos los hombres” (NAe 2), semillas y desafío que se encuentran en las personas y en las tradiciones religiosas de la humanidad. El diálogo se funda en la esperanza y en la caridad y dan “fruto en el Espíritu” (RMi 56).
Como lo ha afirmado Juan Pablo II, Dios abrazaba con su amor a todos los Amerindios aún antes que llegara a América la gran noticia de Cristo, Hijo de Dios, muerto y resucitado por nuestra salvación, y entonces debían darse signos de este amor entre los Amerindios y en las culturas que ellos desarrollaron.
Esto comporta que el misionero se acerca hoy en día a los pueblos que pretende evangelizar con un enorme respeto, con actitud de búsqueda humilde y paciente de todos los valores “cristianos” presentes entre los destinatarios de su labor misionera. Pero a la vez debe estar animado de auténtica “parresía” o audacia evangélica para proclamar –allí donde el Espíritu haya hecho madurar los tiempos y los momentos (cfr. Hch 1,7)- sin titubeos, a Jesucristo. “El hecho de que los seguidores de otras religiones puedan recibir la gracia de Dios y ser salvados por Cristo independientemente de los medios ordinarios que Él ha establecido, no quita la llamada a la fe y al bautismo que Dios quiere para todos los pueblos” (RMi 55).
Por otra parte, como ya hacía notar Henri de Lubac en los tiempos del Concilio Vaticano II, el hecho de que Dios intervenga misericordiosamente en las manifestaciones religiosas no cristianas, no nos debe hacer pensar que su origen sea sobrenatural , es decir, debido a una intervención histórica de Dios, como son su Revelación y sus “mirabilia” o milagros. Y esto no implica en absoluto una actitud de menosprecio de todo lo “no-cristiano” sino que es expresión y consecuencia de ver en Jesús al mediador único entre Dios y los hombres, y su único Redentor. En la primer Carta de Pablo a Timoteo se presenta una breve fórmula de fe cristiana afirmando: “hay un sólo Dios y también un sólo mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, hombre también. El que se entregó a sí mismo como rescate por todos “ (2 Tim 4, 5-6).
Ser cristianos y ser misioneros de Cristo no significa entonces situarse en competencia o en contraste con las otras religiones, sino en “convergencia”, ya que hacia Él y a partir de Él, “Verbo que ilumina a todo hombre que viene a este mundo” (Jn 1,9) convergen todos los esfuerzos humanos, sostenidos por la gracia de Dios que a todos quiere salvos, y orientados a dar un sentido a la vida humana y a buscar plenitud o salvación.
3- Prueba de fidelidad
La Redemptoris Missio ha introducido como parte de la “misión ad gentes” no sólo el diálogo inter-religioso sino también el trabajo por el desarrollo integral de los grupos humanos a los que los misioneros pretenden servir. A este respecto, no sólo tiene el tono de una verdadera inspiración poética, sino el de una auténtica mística franciscana, la siguiente página de la Novo Millennio Ineunte : “El siglo y el milenio que comienzan tendrán que ver todavía, y es deseable que lo vean de modo palpable, a qué grado de entrega puede llegar la caridad hacia los más pobres. Si verdaderamente hemos partido de la contemplación de Cristo, tenemos que saberlo descubrir sobre todo en el rostro de aquellos con los que Él mismo ha querido identificarse: “he tenido hambre y me habéis dado de comer, he tenido sed y me habéis dado de beber... (Mt 25,35-36).
Esta página no es una simple invitación a la caridad: es una página de cristología, que ilumina el misterio de Cristo. Sobre esta página, la Iglesia comprueba su fidelidad como esposa de Cristo, no menos que sobre el ámbito de la ortodoxia.” (NMI 49).
La consecuencia es muy clara, si el misionero pretende presentar a Cristo sólo con la Palabra, no sirve. En un contexto de necesario testimonio, en la “misión ad gentes” hay que acentuar el “poder de los hechos”, más que el de las palabras. Un misionólogo ha escrito: “en el mundo del diálogo, que se presenta indudablemente como el camino de la “misión ad gentes”, el “testimonio misionero” se coloca en el primer lugar de la actividad evangelizadora y se convierte en el criterio de credibilidad de la proclamación del Evangelio” (Barreda J.A. Euntes D. , 2, 2002, p. 74). El amor de Dios por el mundo como de hecho se ha concretizado en el misterio del Hijo que “amó hasta el extremo”, lleva al misionero de hoy en día a un proceso de identificación amorosa con el pueblo que quiere servir. Como Cristo, el misionero no está llamado a dar una teoría sobre el dolor, el hambre, la enfermedad, sino que sana, da de comer, ayuda... Cristo vino a liberar del pecado, pero se introduce a esta acción profunda, haciendo simplemente el bien a cuantos lo necesitaban (cfr. Jn 2,1-11). Hoy el misionero es la encarnación del Buen Samaritano, siente compasión, se solidariza sinceramente con los pobres . En nuestro mundo, víctima de la lógica del ganar, del provecho propio, la gratuidad suscita la maravilla, la sorpresa y hace surgir la pregunta ¿Quién es este? ¡Cuántos caminos a Cristo ha abierto y sigue abriendo aquella extraordinaria “misionera” de la caridad que ha sido Teresa de Calcuta!.
4- La propuesta de la conversión ¿irrespetuosa de la conciencia?
“La Iglesia está efectiva y concretamente al servicio del Reino. Lo está ante todo mediante el anuncio con el que llama a la conversión . Al anunciar el Reino, la Iglesia invita a acogerlo, cooperando al don de Dios, para que acogido crezca entre los hombres” (RMi 26).
Esta es la doctrina de la Iglesia, pero hoy en día el “misionero ad gentes” debe estar dispuesto, precisamente por la actual sensibilidad hacia todo lo que podría sonar a imposición y a falta de respeto de las convicciones ajenas, a enfrentar duras críticas. Según no pocos teóricos de la cultura, pareciera que la propuesta de conversión debería quedar excluida por el respeto debido a la conciencia y a la libertad de los demás.
Si la Iglesia, en fidelidad al mandato de Cristo, envía a los Heraldos del Evangelio hasta los últimos confines del mundo, lo hace no sólo por obediencia a Cristo, sino también en la plena aceptación y defensa del derecho a la libertad religiosa.
Recordemos que “derecho a la libertad religiosa, no significa en absoluto indiferencia religiosa en el sentido de que todas las religiones sean iguales, válidas o falsas, no significa relativismo doctrinal que niega la existencia de una verdad objetiva; no significa escepticismo frente a la posibilidad de conocer lo verdadero y lo bueno en el orden religioso o moral; no significa autonomía de la conciencia que quedaría exonerada de toda obligación a la verdad y de adhesión al bien; no significa individualismo religioso por lo cual estaría permitido decir y hacer todo lo que agrada. Significa sólo guardar celosamente la propia fe y reconocer que también todos los demás tienen este mismo derecho” (Rossano, p. 200).
En este contexto encaja lógicamente el estilo de la actividad misionera “ad gentes” que no debe hacer pensar mínimamente en posturas proselitistas de “conquistas de adeptos”. El misionero debe dejarse guiar por un doble respeto: “respeto por el hombre en su búsqueda de respuestas a las preguntas más profundas de la vida y respeto por la acción del Espíritu en el hombre” (RMi 24). Reconocemos que no siempre los misioneros han actuado de este modo: es fácil encontrar en las historias de las misiones, numerosos ejemplos de proselitismos irrespetuosos y de verdadero atropello al derecho ajeno por la imposición del propio “Credo”.
Hoy en día el misionero debe asumir una actitud de total y delicado respeto de la persona, profese éste la religión que sea, consciente de que el hombre, todo ser humano es, “el camino de la Iglesia”. Esta es su servidora y servir al hombre es su único privilegio. “!Nadie tema a la Iglesia! –afirma Juan Pablo II en Nueva Delhi en 1999- porque su única finalidad es continuar la misión de servicio y de amor de Cristo (...) la libertad religiosa es inviolable hasta el punto de exigir que se reconozca a la persona incluso la libertad de cambiar su religión si así se lo”pide su conciencia”.
El misionero de hoy en día ofrece con “audacia” y respeto lo que él mismo ha recibido, consciente que lo que él ofrece constituye una respetuosa apelación a la libre conciencia de los oyentes. Si la propuesta y la apelación llevan a la “conversión” y hasta el cambio de religión, esto se debe ante todo a la gracia de Dios (Es Dios quien da el incremento, diría San Pablo) y a la respuesta libre de cada persona. Si esto no acontece y no hay conversión, eso no es motivo para que el misionero renuncie a su presencia entre “su pueblo” y a su servicio por amor, esperando la “hora de Dios”. A él no le debe motivar, en última instancia, el éxito, sino la fidelidad al mandato de Cristo.
5- Firme en medio del conflicto
La historia de las misiones casi siempre ha sido historia de cristianos que se han mantenido “tercamente” firmes en el conflicto. Han sido “casa construida sobre roca”. Hoy en día, se les exige no pocas veces, auténtico heroísmo: no conozco ningún lugar en el que ser misionero sea fácil; la posibilidad de morir víctima de la violencia, se da en África como en Asia y hasta hace poco en no pocos países de América. No pasan meses sin que los medios de comunicación nos informen del asesinato de algún misionero o misionera. Jesús ya desde la primera misión cuando envió a los 72, les dijo que los enviaba como “corderos en medio de lobos”, y al final de su vida, antes de entrar en el Cenáculo les dice a los Apóstoles que “vendan su manto -si fuera necesario- para comprar una espada“ (cfr. Lc 22,35). Quiere decirles que la fidelidad a la misión implica estar preparados para el combate: así ha sido para Jesús y sus discípulos; a los misioneros no necesariamente les irá mejor. El misionero de Cristo, que debe llevar y ofrecer paz, se sabe discípulo de Quien afirmó: “No piensen que he venido a traer paz a la tierra. No he venido a traer paz sino espada” (cfr. Lc 2,35-38). La misión hoy (al menos como ayer, si no más) pasa por la fatiga, el contraste, el dolor, la cruz y no sólo por las dificultades del lugar, sino porque la propuesta del Reino siempre es profética, y el profeta no tiene patria, es siempre un expatriado o exhiliado. Contempla, como Moisés, una patria en que todavía no habita: lo sostiene la esperanza.
6- El misionero, “movido a compasión”, pero como el Samaritano
Lo hemos escuchado muchas veces y por eso yo no le he dedicado un apartado específico, la “misión ad gentes” tiene hoy en día, como un criterio fundamental la inculturación . La Evangelización debe ser inculturada, fermentando –digámoslo así- las diversas culturas para que ellas mismas tomen forma en expresiones litúrgicas, teológicas, artísticas, ministeriales propias, aún sin romper la comunión eclesial.
Este “modo” de ser misionero, le exige al que se atreva “a salir geográficamente”, ser capaz ante todo de “salir” de sí mismo, para ir al encuentro de los otros, aun sin pretender olvidar o abandonar la propia cultura. Hace falta entonces, que el misionero haga lo posible para mostrar un interés respetuoso hacia todas las manifestaciones culturales de los destinatarios de su servicio, que a su vez implica, ante todo, el aprendizaje lo más perfecto posible del idioma de “su pueblo”... El encuentro se debe producir en toda sencillez, en la mayor espontaneidad y la sinceridad profunda de todo nuestro ser; no se trata de una táctica, ni de una estrategia pastoral, sino que se trata de un modo muy concreto de amar. El Buen Samaritano, hombre de otra cultura, no ayudó al que fue dejado medio muerto en la cuneta del camino, para hacerlo de los “suyos”, sino simplemente porque aquel hombre necesitaba una mano amiga.
Hoy en día se está hablando y escribiendo mucho de este modo de ser misioneros, pero las críticas que nos vienen de nuestros destinatarios nos avisan -dolorosamente- que esto no significa que de hecho se logre “dar el paso, dejando posturas de superioridad, de orgullo, de etnocentrismo... que impiden abrirse a la amistad y a la riqueza de los otros”.
CONCLUSIÓN
Nos hemos atrevido a trazar un camino para la “misión ad gentes” al inicio del tercer milenio, una misión que la “Iglesia vive” en situación de paradoja, entre la “nueva primavera” que Juan Pablo II vislumbra y el hecho doloroso de la escasez de misioneros; una misión que exige enraizarse en una profunda motivación místico-espiritual, para no “diluir” su realidad, y que debe ser llevada a cabo, estimulada a veces, criticada otras, por no pocos retos de nuestro hoy.
En cualquier caso nos sostiene la voz de Aquel que caminando sobre las aguas, nos grita, como a Pedro y a sus compañeros: “No tengan miedo, soy yo”, y nos invita a caminar , aunque tengamos la impresión de hacerlo sobre “las aguas”. Nos sostiene la fe en quien nos invita, y con Él “cruzamos nuestro umbral” que siempre es de esperanza, precedidos por aquella que es la estrella de la “primera” y de la “nueva” evangelización, María, vida, dulzura y esperanza nuestra.
Anexo : El misionero que he soñado ser.
En el mes de febrero del 2001, estuve en México para una semana de espiritualidad comboniana. En la Eucaristía de conclusión tuvimos la oportunidad de describir la imagen del misionero que un día habíamos querido ser: ¡Había sido nuestro sueño!, como lo había sido el de poder trabajar un día en las misiones más difíciles del Sudán del Sur, del Zaire (R.D. del Congo) o del Brasil Norte.
Lo que se había realizado de ese “sueño” pertenecía a la historia sagrada de cada uno, pero sentimos que nos hacía recordar y narrar nuestro sueño, para que no quedara sólo en el mundo de los sueños...
• Soñé con ser un misionero dotado de una extraordinaria capacidad para desarrollar una actitud de constante acogida y de diálogo para con todos, haciendo memoria de que Jesús comía con los pecadores; con un esfuerzo sincero para superar todo etnocentrismo, aunque consciente de mi alteridad y entonces abierto a la aceptación y superación de inevitables conflictos.
• Me proponía ser un misionero constante y tenaz en el estudio de los idiomas necesarios para mi apostolado, para entrar así con respeto y a la vez con tesón en el proceso de inculturación que nunca terminaría... Quería aprender bien el idioma (¡resultaron ser varios!) para entrar en el mundo en que el “otro” me acogía, para escucharle, para un encuentro efectivo y afectivo, para evangelizar.
• Soñé con poder lograr una paciencia “infinita”, también por la insistencia de otros misioneros que me habían precedido, para esperar un crecimiento cristiano personal y social, que de hecho es lento y lleno de desilusiones, a veces hasta la exasperación. Quería afianzarme en la convicción tan comboniana, que el misionero trabaja para el porvenir, para la eternidad, y que no debe esperar gratificaciones, aunque deba agradecerlas cuando lleguen.
• Desde los años primeros de formación, pero especialmente desde el tiempo de noviciado en que sentía a Dios tan cerca, me propuse lograr un profundo, sincero, ilimitado espíritu de perdón hacia quien hace sufrir y puede abusar de la bondad de los demás, bien sabiendo que su supuesto egoísmo, sus defectos, le hace sufrir a él, antes que a los demás... Sabía que perdonar es “re-crear”, es hacer nuevos a los demás, a las relaciones, a la comunidad, consciente de que el perdón es la una invención que Cristo trajo al mundo: no se conocía como la que él nos predicó y vivió.
• Soñé con ser un misionero “bueno”, simplemente bueno y hasta me descubrí con el deseo de que un día pudieran ponerme, mi gente en la misión, el apodo de “el misionero bueno”... Había escuchado, en efecto, que la gente acostumbraba dar un apodo a nuestros misioneros, especialmente en África. Los cristianos habían puesto ese apodo a Juan XXIII, el “Papa bueno”, precisamente, yo lo hubiese querido para mi también. Esto me hubiese exigido ser amable con todos, sin exclusiones, atento, “hecho a todos”, con la mirada fija en Cristo buen pastor, “humilde de corazón”. Bien sabía que los destinatarios de mi trabajo, no me querían arrogante, autoritario, distante, orgulloso, resentido, irónico...
• Ha sido mi “utopía”, mi sueño, ser un misionero sereno, contento, en paz, hasta alegre y de buen humor... pero todo esto no tanto como fruto de un “buen carácter” (¡bien sabía que no lo tenía!), sino como consecuencia del sentirme seguro en las manos de Dios mi Padre porque enriquecido extraordinariamente de la experiencia de su amor incondicional, de su perdón y con la certeza de haber sido llamado a pertenecer al grupo de los que Cristo escogió como “amigos”.
• Mi sueño se iba aún más arriba. Quería lograr la firme disposición para compartir gozos y sufrimientos, hambre y pobreza de “mi pueblo”, arriesgando hasta la vida por él, como la arriesgaron, después de Comboni, no pocos de sus hijos e hijas. Quería yo también ser fiel hasta la muerte, como con tanta frecuencia lo repetía Comboni, ya con una fidelidad cronológica ya con una fidelidad “intensiva” con el martirio. Soñaba con gastarlo todo por la misión, para volver un día a mi Patria, si así Dios lo disponía, pobre, con la salud quebrantada, muy ligero de equipaje, dejándolo todo en la misión.
• Le había pedido al Señor, y no sólo una vez, un corazón agradecido hacia todos, abierto a la amistad, sin pretensiones, sin ceder a la codicia o tentación de querer posesionarme de alguien (cooperadores, cooperadoras, alumnos, monaguillos, bienhechores...)
• De una manera muy especial e insistente, había soñado con ser un misionero de “rodillas robustas”, para decirlo con Comboni. Lo que se decía, “un hombre de Dios”, o como lo dicen ahora, “que viéndolo haga pensar en Dios, lo irradie”, por su espíritu de oración y por la fiel práctica de la misma.
• Y finalmente, soñaba con ser un obediente rebelde, como los santos, como Comboni precisamente, es decir, un cristiano y misionero que acepta y obedece a los ritmos de crecimiento propio y de los demás, que lee la voluntad de Dios en las “mediaciones”, pero que no se conforma con la mediocridad, que se rebela frente a los abusos y a los atropellos de lo más sagrado que es la persona, toda persona... y que entra con osadía en la lógica de Aquel que nos amó hasta el extremo.
Monseñor Victorino Girardi Stellin, m.c.c.j.
Obispo de Tilarán, Costa Rica
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