CUENTOS PARA UTILIZAR EN ENCUENTROS DE FORMACION MISIONERA
La Vida de comunidad del Grupo Misionero
La importancia de la oración en la Actividad Misionera
La importancia del Amor en la Actividad Misionera
LA ACTIVIDAD MISIONERA
Ese día el Paraíso estaba de fiesta. Por fin, luego de 33 largos años, el Hijo del buen Dios iba a retornar para siempre con ellos. Allá abajo, en la tierra, Jesucristo daba sus últimas instrucciones a los apóstoles y se despedía de ellos. Mientras tanto, en el Cielo reinaba una gran conmoción. Todos los angelitos se habían reunido en la puerta del Paraíso, para dar la bienvenida a aquel niñito que había bajado a la tierra hace 33 años y que ahora retornaba hecho un hombre. Todos se arremolinaban alrededor de Jesucristo para abrazarlo y preguntarle cómo le había ido. No podían faltar, por supuesto las cámaras de los noticiosos más importantes del Paraíso, que venían a cubrir el gran evento.
De pronto, una vocecita proveniente de la muchedumbre se hizo oír por sobre las demás: "Maestro, tengo una observación que hacerte". Era un pequeño angelito quien había hablado. Todos se quedaron en silencio ante la desfachatez del angelito. ¡Hacerle una observación al Hijo de Dios! ¿A quién se le ocurría?
"Me parece", prosiguió el angelito, "que todo lo que hiciste allá en la tierra fue muy lindo. Eso de enseñarles acerca del Reino de los Cielos, de enseñarles a amarse y a amar a tu Padre estuvo muy bien. Y ese broche de oro de salvar a la humanidad resucitando después de morir en la cruz estuvo de diez. Pero creo que te olvidaste de algo". Jesús, un tanto sorprendido pero siempre sonriente, preguntó: "¿De qué me olvidé, angelito?".
Y el angelito continuó: "Durante el tiempo que estuviste allá abajo, muchos te escucharon y recibieron tu mensaje, pero ahora que Tú te viniste ¿no crees que pronto se van a olvidar? Además, no lo tomes a mal, pero fue una parte muy pequeñita del mundo la que oyó tus enseñanzas. ¿Y el resto?". Jesús, con gesto tranquilizador, contestó: "¡Por eso no te preocupes! Preparé un plan muy bueno. ¿Viste los apóstoles de los que me despedí hace un rato? Pues bien, ellos se encargarán de transmitirle a todo el mundo lo que yo les he enseñado". Todos los angelitos aplaudieron la respuesta de Jesús, aliviados de que no se hubiese molestado por la impertinencia del angelito.
Pero el angelito insistió: "Discúlpame que te contradiga, Señor. Pero puede que tu plan no resulte. ¿Qué tal si pasa el tiempo y se desaniman? Todo el plan se va al tacho". Nuevamente Jesús tomó la pálabra: "No tienen por qué desanimarse. Estuvieron conmigo tres años compartiendo mi vida, escuchando mis enseñanzas y ayudándome en todo, y lo hicieron muy bien. Tengo confianza en ellos." Por segunda vez los angelitos prorrumpieron en vivas y aplausos. Algunos intentaron alejar al insistente angelito, en medio de los aplausos, pero este no se dio por vencido.
"No es que quiera ser negativo, Señor.", volvió a la carga el angelito. "Puede que tu plan no resulte. No te olvides que ellos son humanos y Tú ya sabes cómo son los humanos. Primero se entusiasman y te prometen fidelidad hasta la muerte, pero al poco tiempo te dan la espalda. Mira si no cuántas veces se lo hicieron a tu Padre a lo largo de la historia". Jesús, armado de paciencia, contestó dulcemente: "Esta vez va a ser distinto. Yo personalmente les enseñé y yo personalmente los envié para que enseñen todo lo que aprendieron, a todo el mundo. Ellos son buenos chicos. Vas a ver que mi plan resulta". Otra vez aplausos y vivas, si bien esta vez ya eran un poco nerviosos.
"Perdona si soy insistente", prosiguió ¿adivinen quién?. "Pero mira cómo te respondieron tus buenos chicos. Para comenzar: Judas, que estaba siempre contigo, te vendió. El mismo día, sin ir más lejos, Pedro, tu hombre de confianza, te negó tres veces. ¿Y todavía confías en ellos?". Jesús, con una paciencia digna del Hijo de Dios, contestó una vez más: "Serán débiles y tendrán sus cosas, pero yo igual confío en ellos. ¡No seas pesimista! ¡Ellos son mis amigos! ¿Por qué no habría de resultar mi plan?"
Y el angelito, que no se daba por vencido, remató: "Pero... ¿y si a pesar de todo no resulta?". El ambiente ya se estaba poniendo tenso. La insistencia del angelito, ya rozaba la impertinencia. Jesús se tomó unos instantes antes de contestar y, luego de pensarlo, respondió: "Bueno... mejor que resulte... porque ¡no tengo otro plan!"
Cierto día llamó a la puerta de una casa de pueblo un extraño hombre. La mujer que atendió se sorprendió al verlo. "¿Qué desea?", preguntó. "Vengo a ofrecerle una piedra mágica, que sirve para hacer sopa. Basta con hacerla hervir, y logrará la mejor sopa que haya probado en su vida".
A la mujer le entró curiosidad y decidió hacer la prueba. Hizo pasar al hombre, y puso una gran olla de agua al fuego. Mientras se calentaba, la mujer corrió a contar el gran suceso a sus vecinos, los que se arremolinaron alrededor del fuego. Cuando el agua hubo comenzado a hervir, el hombre arrojó la piedra mágica a la olla y ante la expectativa general dio una probada. "¡Deliciosa!", comentó, "Si tuviera un poco de carne le daría mejor sabor". Inmediatamente una de las vecinas salió corriendo y volvió con un gran pedazo de carne que fue a parar a la olla. "Tal vez un poco de verdura también ayudaría", agregó el extraño. Una tras otra, varias vecinas fueron desapareciendo y volviendo con papas, zanahorias, zapallo, chauchas, cebollas, las que fueron cayendo a la olla.
Mientras tanto, otros vecinos fueron trayendo platos y cubiertos, armaron un gran tablón, mientras otros traían sillas de sus casas. Todo el pueblo se había reunido en torno al hombre de la piedra mágica. Uno tras otro fueron recibiendo generosas raciones de la que resultó ser la más apetitosa sopa que habían probado en sus vidas. Nadie reparó mientras comían, que el extraño había desaparecido, dejando tras de sí la mágica piedra, que ahora podrían utilizar cada vez que deseasen compartir la sopa más deliciosa del mundo.
Erase una vez una pequeña vela que vivió feliz su infancia, hasta que cierto día le entró curiosidad en saber para qué servía ese hilito negro y finito que sobresalía de su cabeza. Una vela vieja le dijo que ese era su "cabo" y que servía para ser "encendida". Ser "encendida" ¿qué significaría eso?. La vela vieja también le dijo que era mejor que nunca lo supiese, porque era algo muy doloroso.
Nuestra pequeña vela, aunque no entendía de qué se trataba, y aún cuando le habían advertido que era algo doloroso, comenzó a soñar con ser encendida. Pronto, este sueño se convirtió en una obsesión. Hasta que por fin un día, "la Luz verdadera que ilumina a todo hombre", llegó con su presencia contagiosa y la iluminó, la encendió. Y nuestra vela se sintió feliz por haber recibido la luz que vence a las tinieblas y le da seguridad a los corazones.
Muy pronto se dio cuenta de que haber recibido la luz constituía no solo una alegría, sino también una fuerte exigencia… Sí. Tomó conciencia de que para que la luz perdurara en ella, tenía que alimentarla desde el interior, a través de un diario derretirse, de un permanente consumirse… Entonces su alegría cobró una dimensión más profunda, pues entendió que su misión era consumirse al servicio de la luz y aceptó con fuerte conciencia su nueva vocación.
A veces pensaba que hubiera sido más cómodo no haber recibido la luz, pues en vez de un diario derretirse, su vida hubiera sido un "estar ahí", tranquilamente. Hasta tuvo la tentación de no alimentar más la llama, de dejar morir la luz para no sentirse tan molesta.
También se dio cuenta de que en el mundo existen muchas corrientes de aire que buscan apagar la luz. Y a la exigencia que había aceptado de alimentar la luz desde el interior, se unió la llamada fuerte a defender la luz de ciertas corrientes de aire que circulan por el mundo.
Más aún: su luz le permitió mirar más fácilmente a su alrededor y alcanzó a darse cuenta de que existían muchas velas apagadas. Unas porque nunca habían tenido la oportunidad de recibir la luz. Otras, por miedo a derretirse. Las demás, porque no pudieron defenderse de algunas corrientes de aire. Y se preguntó muy preocupada: ¿Podré yo encender otras velas? Y, pensando, descubrió también su vocación de apóstol de la luz. Entonces se dedicó a encender velas, de todas las características, tamaños y edades, para que hubiera mucha luz en el mundo.
Cada día crecía su alegría y su esperanza, porque en su diario consumirse, encontraba velas por todas partes. Velas viejas, velas hombres, velas mujeres, velas jóvenes, velas recién nacidas…. Y todas bien encendidas.
Cuando presentía que se acercaba el final, porque se había consumido totalmente al servicio de la luz, identificándose con ella, dijo con voz muy fuerte y con profunda expresión de satisfacción en su rostro: ¡Cristo está vivo en mí!
De mi infancia hay algunas cosas que conservo fresquitas en la memoria como si hubieran ocurrido ayer. Nosotros vivíamos en una pequeña finquita allá por Santa María de Catamarca. En aquel tiempo no habían bicicletas ni autos ni colectivos. Nos movíamos en burro o a caballo.
Me acuerdo clarito de un día en que mi tata andaba con cara de preocupado. Desde la noche anterior lo escuché quedarse despierto hasta tarde hasta que se le apagó el cigarro en la boca, y luego dar vueltas en la cama toda la noche. Por la mañana tempranito, un aire de nerviosismo volaba por toda la casa. La abuela también se mostró intranquila mientras nos servía la leche calentita recién ordeñada. En aquella época no existía la confianza que hay hoy entre padres e hijos, así que yo me quedé mudito, sin preguntar nada.
Después del desayuno, mi tata me agarró y me llevó para el corral. Con cara de muy serio, me subió al caballo y me entregó un papel en el que había algo escrito. Me dijo que debía ir a la casa del tío Marcos y entregarle ese mensaje, que era muy importante. Envolvió el papel en un pañuelo grande y me lo anudó al pecho, debajo del poncho. Me dio a mí un beso y una palmada en las ancas al caballo para que empezase a trotar.
Hacía frío. La mañana estaba despejada, pero el sol no alcanzaba a calentar ni un poquito. Eran varios kilómetros los que separaban la finca donde vivía el tío de la nuestra. Todos mis sentidos estaban puestos en llevar a destino el mensaje de mi tata. Me llevó casi media mañana llegar hasta lo del tío, a todo galope.
Cuando llegué, el tío estaba limpiando el establo de los caballos. Con el corazón latiéndome apresuradamente llegué hasta él, le di un beso y le entregué el mensaje de mi tata. Se ve que me había estado esperando porque no puso cara de sorpresa al verme, ni preguntó por el contenido del papel. El también tenía cara de preocupado. Al leer el mensaje, sonrió y me dio una palmadita en el hombro. Sin decir más me despedí y volví para casa.
El tata me estaba esperando en la tranquera y se alegró al verme acercarme por el camino. Al llegar me dio un abrazo bien fuerte. Ahora su cara se mostraba tranquila y serena. Esa fue suficiente recompensa para mí.
Nunca supe lo que decía aquel mensaje, pero yo sabía que era algo importante para mi tata, y eso bastaba para que también fuera algo importante para mí.
"Había una vez un pincel que era la admiración de todos los demás lápices, pinceles y crayones, puesto que con él habían sido pintados los cuadros más hermosos que habían salido de ese taller. Cuando el pintor tenía que realizar una obra de calidad o un trabajo muy importante, siempre acudía a él, puesto que sus suaves cerdas eran las que más finos y delicados trazos imprimían sobre el lienzo, y le daban un toque especial a cada detalle de la obra. Esto llenaba de orgullo a nuestro amiguito, que solía pasearse orondo por el taller, mirando por encima del hombro a los demás elementos de dibujo, puesto que sabía que él era el mejor. Todas las fibras y acuarelas del taller suspiraban por el galán.
Cierto día, un viejo plumín de tinta china, envidioso porque nuestro amiguito era el centro de la atención femenina del taller, sembró en él una inquietante cizañita. Le dijo: "¿Tú te crees muy bueno? Pues lamento informarte que tú solo no vales nada. Jamás decides tú qué es lo que pintarás, o qué colores utilizarás, sino que eres un miserable esclavo del pintor que es quien te usa como a él se le da la gana". Esto inquietó al pincelito. ¿Sería verdad lo que el plumín había dicho? ¡No! El pintor era bueno... Pero... si era así, ¿qué derecho tenía el pintor de hacer con él lo que quisiera? ¡El pincelito era el que se ensuciaba y el que se desgastaba al raspar contra el lienzo. ¿Por qué había de llevarse los laureles el pintor?
La sombra de esta incomodidad quedó flotando en el ánimo del pincelito... Al día siguiente, cuando el pintor lo tomó en sus manos, decidió que sería él quien dictaría los trazos. Así cuando el pintor quería realizar una línea, el pincelito hacía fuerza para pintarla en otra dirección. Cuando el pintor quería sopar el pincel en un color, él apuntaba hacia otro tarrito de pintura. El pintor no entendía qué estaba sucediendo, puesto que en el lienzo tan solo aparecieron manchones deformes e improlijos. Luego de varios intentos fallidos, simplemente dejó al pincelito de lado y tomó otro para recomenzar su obra.
Esto puso aún más furioso a nuestro amiguito. ¿Quién se creía ese pintor que era para cambiarlo a él, al mejor, por un pincel cualquiera? ¡Ahora mismo se pondría él solo a pintar sin necesidad de que ese estúpido pintor lo manosease con sus manos sucias de pintura! Y así lo hizo. Se ubicó frente a un lienzo y con varios potes de pintura junto a él y comenzó a pintar. Todos observaban absortos al pincelito, incluso el pintor, que había dejado su trabajo, y al ver la satisfacción del plumín, comenzó a sospechar qué estaba ocurriendo. De más está decir, que tan solo una masa informe de colores superpuestos apareció sobre el lienzo. Y todos se rieron de él...
Nuestro amiguito, avergonzado, deprimido y frustrado se retiró a llorar lágrimas de pintura en su vaso. Había hecho el ridículo. Todos se habían reído de él. Todos... menos el pintor, que lo tomó dulcemente en sus manos y le dijo: "Querido amiguito, yo sé que tú eres el mejor, pero eres el mejor en mis manos. No eres un esclavo en mis manos, sino que juntos, los dos, pintamos. Así como yo te necesito a tí, tú me necesitas a mí. Sólo dejándote conducir por mis manos podemos crear juntos la belleza. El que sea yo quien dirige tus movimientos no te quita mérito, no, sino que por el contrario te enaltece, porque yo te elijo a ti entre todos los otros pinceles. ¿Nunca lo habías pensado así? Yo te amo, y te elijo a ti, entre muchos otros, cada vez que te utilizo. Y ahora sécate esas lágrimas, y vamos a seguir pintando".
Y el pincelito comprendió que en su naturaleza de pincel estaba el dejarse conducir por las manos del pintor, que sólo así podía ser lo que él era: un pincel."
¿Qué les parece? Nosotros los misioneros somos también pequeños pinceles en las manos de Dios, con las que El pinta su obra en el mundo. No somos nosotros los que evangelizamos, ¡ojo! Es El quien amorosamente nos elige para llevar a cabo su plan. Claro que muchas veces corremos el riesgo de creer que somos nosotros los que obramos, y podemos caer en el creernos mejores que los demás, o más sabios, o más importantes. O, lo que es peor, podemos caer en la tentación de pretender hacer las cosas a nuestro modo. Pero ¿quién mejor que el Gran Pintor de los Cielos, que es quien en su infinita misericordia pensó de antemano el cuadro que quiere pintar, para ser quien guíe nuestra labor? Si nosotros apenas podemos ver el minúsculo pedacito del cuadro que nos toca pintar, ¿cómo podemos pretender decidir cómo pintarlo si no conocemos el resto?
Dios nos invitq a ser humildes y dejarnos en sus manos para que sea El quien conduzca nuestros pasos a lo largo del día, y a confiar en que El sabe perfectamente a dónde quiere llevarnos.
Un día ví un viejo lobo en la boca de una cueva excavada en la montaña. El pobre animal, apenas si podía moverse. Me preguté entonces ¿Cómo haría el viejo lobo para sobrevivir si no podía salir a buscar alimento?". Y me quedé largo rato mirándolo. Pasado un rato, vi aparecer entre los matorrales a un león que traía un cabrito muerto entre sus fauces, depositarlo junto al lobo, y marcharse en silencio, tal como había llegado.
Entonces me admiré de la sabiduría de Dios, que había puesto a ese león en el camino del lobo herido para que día a día lo alimentase.
Y decidí yo también abandonarme a la misericordia de Dios. Me recosté entonces en la boca de una cueva, confiado en la providencia divina que no tardaría en acercarme alimento. Pero pasaron los días, y nada ocurría. ¡Paciencia!- me dije- ¡Que se haga, Señor tu voluntad!
Días después, ya casi desfallecía de hambre, cuando escuché la voz de Dios que me decía: "¡Insensato! ¿Qué haces ahí tirado esperando que alguien venga a alimentarte? ¡Tú eres un león, no un lobo viejo!"
Era un día lluvioso y gris. El mundo pasaba a mi alrededor a gran velocidad. Cuando de pronto, todo se detuvo. Allí estaba, frente a mí: una niña apenas cubierta con un vestidito todo rotoso que era más agujeros que tela. Allí estaba, con sus cabellitos mojados, y el agua chorreándole por la cara. Allí estaba, tiritando de frío y de hambre. Allí estaba, en medio de un mundo gris y frío, sola y hambrienta.
Me encolericé y le reclamé a Dios. "¿Cómo es posible Señor, que habiendo tanta gente que vive en la opulencia, permitas que esta niña sufra hambre y frío? ¿Cómo es posible que te quedes ahí tan tranquilo, impávido ante tanta injusticia, sin hacer nada?"
Luego de un silencio que me pareció interminable, sentí la voz de Dios que me contestaba: "¡Claro que he hecho algo! ¡Te hice a ti!"
Había una vez un hombre que tenía la fama de ser el más santo de su pueblo, puesto que se pasaba el día leyendo la Biblia y rezando. Un día se atrevió a preguntarle a Dios si, efectivamente, era él el más santo de ese pueblo, como la gente decía. Y Dios le respondió que no; que había un hombre que era más santo que él, y le indicó quién era y dónde vivía.
Nuestro buen hombre, movido por la curiosidad, se dirigió hasta el lugar que Dios le había indicado, una cabaña en las afueras del pueblo, y decidió observar de lejos a este gran hombre que según Dios, era más santo que él. El hombre en cuestión era un pobre leñador, con esposa y cuatro hijos que mantener. La observación no resultó muy entretenida, puesto que el hombre se pasó todo el día cortando leña sin parar, excepto para comer algo a media mañana, a la hora del almuerzo y a media tarde, previamente dando gracias a Dios por el trabajo y la comida que le daba. La otra pausa que hizo, fue para ayudar a otro campesino que pasando por ahí, rompió una rueda de su carreta. Eso fue todo lo que pudo observar.
De regreso a su casa le reclamó a Dios : "¿Cómo puede ser, Señor, que digas que ese hombre es más santo que yo? Si es un pobre ignorante, que apuesto que jamás leyó la Biblia porque hasta analfabeto es. ¡Y lo único que hizo es pasarse el día cortando leña!". Dios lo hizo callar, y le ordenó que para probar su fidelidad, llenase un plato con leche, y recorriese las calles del pueblo sin derramar nada. Nuestro hombre, deseoso de demostrar su fidelidad, obedeció al instante. Los habitantes del pueblo lo miraban con curiosidad y más de uno dejó escapar una carcajada al ver a nuestro amigo en tan extraña labor, pero él iba tan absorto en su tarea que podría haberle pasado un camión por encima y no se iba a dar cuenta. Al terminar su recorrido, orgulloso de no haber derramado ni una sola gota, esperó con satisfacción un reconocimiento divino, pero Dios sin decir más nada le preguntó: "Dime, ¿cuántas veces te acordaste de mí mientras caminabas?" . Y el hombre respondió: "¿Cómo iba a tener tiempo de pensar en algo? Estuve todo el tiempo tan concentrado cuidando de no derramar ni una gota de leche que no podía distraerme en otra cosa".
"¿Y así quieres ser el más santo del mundo? Ese pobre campesino tuvo que trabajar todo el día para alimentar a su familia, pero sin embargo tuvo tiempo de acordarse tres veces de mí, y de ayudar a otro a reparar su carreta. En cambio tú, en todo el tiempo que llevaste ese plato de leche, no te acordaste ni una vez de mí, y ni siquiera viste a ese niño que te pidió una moneda ni a la anciana que tropezó en la calle y te necesitaba para que la ayudases a levantarse. Si de veras quieres ser santo, debes aprender a cumplir con tus obligaciones diarias, sin dejarte absorber por ellas, dándote tiempo para acordarte de mí y prestar atención a los que te rodean y necesitan de ti."
Para el cristiano, y en especial para el misionero, no basta con "hacer cosas". Es necesario que todo lo que hagamos lo hagamos conscientes de por qué lo hacemos, mejor dicho por Quién lo hacemos, y cómo lo hacemos. No tiene sentido deslomarse en una misión visitando casas, jugando con chicos y preparando celebraciones, si no somos plenamente conscientes que lo hacemos por Cristo, para que su Reino llegue hasta los confines de la tierra "más allá de las fronteras".
De mi infancia hay algunas cosas que conservo fresquitas en la memoria como si hubieran ocurrido ayer. Nosotros vivíamos en una pequeña finquita allá por Santa María de Catamarca. En aquel tiempo no habían bicicletas ni autos ni colectivos. Nos movíamos en burro o a caballo. Me acuerdo clarito de un día en que mi tata andaba con cara de preocupado. Desde la noche anterior lo escuché quedarse despierto hasta tarde hasta que se le apagó el cigarro en la boca, y luego dar vueltas en la cama toda la noche. Por la mañana tempranito, un aire de nerviosismo volaba por toda la casa. La abuela también se mostró intranquila mientras nos servía la leche calentita recién ordeñada. En aquella época no existía la confianza que hay hoy entre padres e hijos, así que yo me quedé mudito, sin preguntar nada. Después del desayuno, mi tata me agarró y me llevó para el corral. Con cara de muy serio, me subió al caballo y me entregó un papel en el que había algo escrito. Me dijo que debía ir a la casa del tío Marcos y entregarle ese mensaje, que era muy importante. Envolvió el papel en un pañuelo grande y me lo anudó al pecho, debajo del poncho. Me dio a mí un beso y una palmada en las ancas al caballo para que empezase a trotar. Hacía frío. La mañana estaba despejada, pero el sol no alcanzaba a calentar ni un poquito. Eran varios kilómetros los que separaban la finca donde vivía el tío de la nuestra. Todos mis sentidos estaban puestos en llevar a destino el mensaje de mi tata. Me llevó casi media mañana llegar hasta lo del tío, a todo galope. Cuando llegué, el tío estaba limpiando el establo de los caballos. Con el corazón latiéndome apresuradamente llegué hasta él, le di un beso y le entregué el mensaje de mi tata. Se ve que me había estado esperando porque no puso cara de sorpresa al verme, ni preguntó por el contenido del papel. El también tenía cara de preocupado. Al leer el mensaje, sonrió y me dio una palmadita en el hombro. Sin decir más me despedí y volví para casa. El tata me estaba esperando en la tranquera y se alegró al verme acercarme por el camino. Al llegar me dio un abrazo bien fuerte. Ahora su cara se mostraba tranquila y serena. Esa fue suficiente recompensa para mí. Nunca supe lo que decía aquel mensaje, pero yo sabía que era algo importante para mi tata, y eso bastaba para que también fuera algo importante para mí.
LA VIDA EN COMUNIDAD DEL GRUPO MISIONERO
JESUS SE HA DISFRAZADO
El abad de un monasterio se hallaba muy preocupado. Años atrás, su monasterio había visto tiempos de esplendor. Sus celdas habían estado repletas de jóvenes novicios y en la capilla resonaba el canto armonioso de sus monjes. Pero habían llegado malos tiempos: la gente ya no acudía al monasterio a alimentar su espíritu. La avalancha de jóvenes candidatos había cesado y la capilla se hallaba silenciosa. Sólo quedaban unos pocos monjes que cumplían triste y rutinariamente sus obligaciones.
Un día, decidió pedir consejo, y acudió a un anciano obispo que tenía fama de ser hombre muy sabio en su avanzada edad. Emprendió el viaje, y días después se encontró frente al buen hombre. Le planteó la situación y le preguntó: "¿A qué se debe esta triste situación? ¿Hemos cometido acaso algún pecado?". A lo que el anciano obispo respondió: "Sí. Han cometido un pecado de ignorancia. El mismo Señor Jesucristo se ha disfrazado y está viviendo en medio de ustedes, y ustedes no lo saben". Y no dijo más.
El abad se retiró y emprendió el camino de regreso a su monasterio. Durante el viaje sentía como si el corazón se le saliese del pecho. ¡No podía creerlo! ¡El mismísimo Hijo de Dios estaba viviendo ahí en medio de sus monjes! ¿Cómo no había sido capaz de reconocerle? ¿Sería el hermano sacristán? ¿Tal vez el hermano cocinero? ¿O el hermano administrador? ¡No, el no! Por desgracia, él tenía demasiados defectos… Pero el anciano obispo había dicho que se había "disfrazado". ¿No serían acaso aquellos defectos parte de su disfraz? Bien mirado, todos en el convento tenían defectos… ¡y uno de ellos tenía que ser Jesucristo!
Cuando llegó al monasterio, reunió a sus monjes y les contó lo que había averiguado. Los monjes se miraban incrédulos unos a otros. ¿Jesucristo… aquí? ¡Increíble! Claro que si estaba disfrazado…. Entonces, tal vez… Podría ser Fulano.. ¿O Mengano? ¿O….?
Una cosa era cierta: Si el Hijo de Dios estaba allí disfrazado, no era probable que pudieran reconocerlo. De modo que empezaron todos a tratarse con respeto y consideración. "Nunca se sabe", pensaba cada cual para sí cuando trataba con otro monje, "tal vez sea éste…"
El resultado fue que el monasterio recobró su antiguo ambiente de gozo desbordante. Pronto volvieron a acudir decenas de candidatos pidiendo ser admitidos en la Orden, y en la capilla volvió a resonar el jubiloso canto de los monjes, radiantes del espíritu de Amor.
"Cierto día se organizó en el pueblo una gran fiesta. Todo estaba preparado para el gran evento. En la plaza del pueblo habían construido un gran barril para el vino. Se habían puesto todos de acuerdo en que cada uno iba a llevar una botella de vino para verterla en el gran barril, y así disponer de abundante bebida para la fiesta.
Se acercaba la noche, y Juan, viendo que llegaba la hora de partir hacia la plaza, tomó su botella vacía para llenarla con vino de su barril. Pero de pronto lo asaltó un pensamiento: "Yo soy muy pobre, y para mí es un sacrificio muy grande comprar el poco vino que hay en mi casa. ¿Por qué tengo que llevar igual que todos los demás? Voy a hacer una cosa: llenaré mi botella con agua, y cuando llegue a la plaza la verteré en el barril, así todos verán que hago mi aporte, y no vaciaré mi barril de vino. De todos modos somos muchos, y mi poquitito de agua se mezclará con el vino de los demás y nadie notará la falta".
Así lo hizo. Llegada la noche, se acercó ante la vista de todos los vecinos y vació el contenido de su botella en el barril de la plaza. Nadie sospechó nada. Todo el resto del pueblo fue aportando su parte de vino en el gran barril.
Comenzó la fiesta, la música, la danza. Y cuando llegó la hora de servir el vino ¡oh sorpresa! Abrieron la canilla del barril y... ¡salió solamente agua cristalina!. ¿Quién iba a pensar que a todos se les iba a ocurrir pensar lo mismo que Juan? Y todos los del pueblo, avergonzados, agacharon la cabeza y se retiraron a sus casas. Y la fiesta se terminó."
En la tarea misionera todos aportamos nuestro granito de arena y, por pequeño que parezca nuestro aporte, es importante. Todos tenemos un papel que jugar en la tarea evangelizadora, pequeño o grande, pero el nuestro, y nadie puede hacerlo por nosotros.
El lago no es sólo un gran charco de agua. Hay otros elementos diversos y "personales" integrados en comunidad: la montaña, los árboles y arbustos, pájaros, patos, insectos... y más adentro, en lo profundo, los peces. En toda comunidad/lago se encuentran algunos de estos elementos.
Los ARBOLES: miran al lago de lejitos, se nutren de él pero no se mojan... Sonn los que ven actuar al grupo pero miran de afuera, no se animan a meterse mucho pues no sienten, no ven o no quieren compartir el compromiso misionero. No obstante, algunos colaboran con apoyo logístico para que el lago sea lo que debe ser.
Los PAJAROS: sobrevuelan la superficie, alegran con su canto, dan vida al paisaje. Pero también desde afuera. Dependen mucho del mundo exterior. Y si el lago no les ofrece todo lo que pretenden, vuelan a otro, y así, migratorios, más bien se sirven del lago de lo que procuran servirlo.
Los PATOS: si bien en la superficie la mayor parte del tiempo, sólo se meten zambulliéndose para alimentarse. Y son de temporadas...
Los TABANOS: ¡qué molestos ! Son los aguafiestas. Siempre zumbando alrededor. No saben alimentarse sin molestar. Opacan alegrías, sobreacentúan las tensiones, ponen los nervios "de punta", y cuando se posann sobre alguno, pican con dolor y hasta con posterior infección. Menos mal que duran poco, y si sopla un poco de viento fresco, no molestan más.
Los PECES: viven metidos en silenciosa convivencia, se mueven con libertad, son los dueños del lago, están como en su casa. Pocos los ven, aunque muchos saben de su presencia. Se nutren entre ellos y en su ambiente, y son también alimento para otros. No son tal vez muy astutos, pero sí útiles y mansos en su mayoría.
Cerca del lago, siempre está la MONTAÑA. Es el signo de la Espiritualidad del grupo misionero, el encuentro del hombre con Dios. Es la presencia de Dios, viva y firme.
LA PRESENCIA ACTIVA DE DIOS EN LA LABOR MISIONERA
Se hallaba un sacerdote sentado en su escritorio junto a la ventana, preparando un sermón sobre la providencia. De pronto oyó algo como una explosión, y a continuación vio cómo la gente corría enloquecida de un lado para otro, y supo que había reventado una presa, que el río se había desbordado y que la gente estaba siendo evacuada.
El sacerdote comprobó que el agua había alcanzado ya la calle en la que él vivía y tuvo cierta dificultad en no dejarse dominar por el pánico. Pero consiguió decirse a sí mismo: "Aquí estoy yo, preparando un sermón sobre la Providencia y se me ofrece la oportunidad de practicar lo que predico. No debo huir como los demás, sino quedarme aquí y confiar en que la providencia de Dios me ha de salvar."
Cuando el agua llegaba ya a la altura de su ventana, pasó por allí una lancha llena de gente: "Suba Padre", le gritaron. "No, hijos míos", respondió el sacerdote lleno de confianza, "yo confío en que me salve la providencia de Dios."
El sacerdote subió al tejado y, cuando el agua llegó hasta allí, pasó otra lancha que volvió a insistirle en que subiera, pero él volvió a negarse. Entonces se subió a lo alto del campanario, y cuando el agua le llegaba ya a las rodillas, llegó un helicóptero y ofreció llevarlo. "Muchas gracias", contestó el sacerdote sonriendo tranquilamente, "pero yo confío en que Dios en su infinita providencia me salvará."
Cuando el sacerdote se ahogó y fue al cielo, lo primero que hizo fue reclamarle a Dios: "Yo confiaba en ti. ¿Por qué no hiciste nada para salvarme?".
"Bueno", le contestó Dios, "la verdad es que te mandé dos lanchas y un helicóptero. ¿no lo recuerdas?".
"Usted perdone", le dijo un pez a otro. "Es usted más viejo que yo, y con más experiencia que yo, y probablemente podrá usted ayudarme. Dígame: ¿dónde puedeo encontrar eso que llaman Océano? He estado buscándolo por todas partes sin resultado".
"El océano", respondió el viejo pez, "es donde estás ahora mismo".
"¿Esto?", replicó el joven pez totalmente desilusionado. "Pero si esto no es más que agua…. Lo que yo busco es el Océano!", y se marchó a buscar en otra parte.
¡Deja de buscar, pequeño pez! No hay nada que buscar. Sólo tienes que estar tranquilo, abrir los ojos y mirar. ¡No puedes dejar de verlo!
Mamerto Menapace)
"Juan era un apasionado de los melones. Desde pequeñito le habían llamado la atención estas frutas. Año tras año, con mucho esmero preparaba la tierra del fondito de su casa, para sembrar las más diversas variedades de melones. En el pueblo, a la hora de hablar de melones, Juan era la palabra autorizada y respetada por todos. Conocía todos los secretos de la siembra, cuidado y cosecha de estos frutos: en qué momento preparar la tierra, cómo disponer las semillas en los surcos, a qué hora del día y con qué cantidad de agua regarlos...
Un día, le trajeron de un pueblo cercano un melón que, por fuera, no parecía diferente a los que ya había conocido. Pero al probarlo, su sabor lo cautivó. Era el melón más dulce que había probado en su vida. Su pulpa se disolvía al rozar los labios, como la miel que recorre lentamente la lengua para dejar un sabor dulzón y suave en la boca. Una sola particularidad tenían estos melones: no tenían semillas.
¿Cómo sembrar estos deliciosos melones si no tenían semillas? Tras darle muchas vueltas al asunto, encontró la solución: ya que los melones no tenían semillas, bastaría con realizar todo el procedimiento de la siembra, pero sin semillas. Total, si las semillas no eran importantes a la hora de saborear el melón, tampoco habrían de serlo a la hora de sembrarlos.
Como todos los años, con mucho esmero, preparó el terreno removiendo la tierra y trazando con geométrica disposición los surcos. Tomó una bolsa vacía, y metiendo la mano en ella, fue sacando puñados vacíos que esparció por los surcos, dispersándolos con precisión. Así recorrió uno a uno los surcos, realizando el gesto de arrojar las inexistentes semillas en todo el terreno. Cuando terminó, cubrió los surcos con delicadeza y los regó. Día tras día repitió la tarea del regado, cuidando de utilizar el agua más pura y en la medida exacta.
Pero pasaron los días, y nada ocurrió. El terreno no produjo ni siquiera el más mínimio yuyito. Recién entonces comprendió el pobre Juan, que no bastaba con realizar ritualmente todos los gestos y movimientos de la siembra, si faltaba lo más importante: las semillas"
He aquí el gran desafío: que le busquen las semillas al melón. Un Grupo Misionero puede hacer muchas cosas, sobre todo en una misión: realizar emotivas visitas a las casas, preparar creativos juegos para los niños, organizar esplendorosas Celebraciones de la Palabra, pero si faltan las semillas del melón, todo quedará ahí, en un sabor dulzón en la boca que pronto se irá, pero que después no producirá fruto.
¿Y cuál es la semilla de la labor misionera? El quid de la cuestión es el por qué hacen esto. ¿Por qué dejan la comodidad de sus casas para venir a dormir amontonados en el piso, pelearse por un solo baño en el que tendrán que bañarse con agua fría, caminar como lagartijas bajo el sol para visitar las casas y comer lo que le salga al que le toca la cocina cada día? La respuesta es (o debería ser) CRISTO (con letras grandes y en mayúsculas).
Tal vez uno cuando es adolescente, corre el riesgo de perderse en las actividades, porque el espíritu juvenil exige estar continuamente haciendo algo. Pero es preciso descubrir que todo esto tiene sentido únicamente porque Cristo ocupa un lugar muy importante en nuestras vidas y porque somos capaces de descubrir que "el misionero es aquel que conoce y ama profundamente a Cristo, y se preocupa porque otros también lo conozcan y lo amen" (¿se acuerdan?).
Una noche tuve un sueño… Soñé que estaba caminando por la playa con el Señor, y a través del cielo pasaban escenas de mi vida. Por cada escena que pasaba, percibí que quedaban dos pares de pisadas en la arena : una era la mía, y la otra, del Señor.
Cuando la última escena pasó ante nosotros, miré hacia atrás, hacia las pisadas en la arena, y noté que muchas veces en el camino de mi vida quedaban sólo un par de pisadas en la arena. Noté también que eso sucedía en los momentos más difíciles y angustiosos de mi vivir. Eso realmente me perturbó, y pregunté entonces al Señor : "Señor, Tú ,me dijiste, cuando resolví seguirte, que andarías siempre conmigo todo el camino, pero durante los peores momentos de mi vida, había en la arena de los caminos de mi vida, solo un par de pisadas. No comprendo por qué Tú me dejaste en las horas en que yo más te necesitaba".
El Señor me respondió : "Mi querido hijo, yo te amo y jamás te abandonaría en los momentos de sufrimiento. Cuando viste en la arena sólo un par de pisadas, fue justamente allí donde Yo te cargué en mis brazos".
VER A DIOS EN CADA HOMBRE
"Había una vez una mujer muy piadosa, que infaltablemente acudía todas las mañanas a rezar a la capilla de su barrio. Día tras día, lloviese o hiciese sol, estuviera sana o enferma, pasase lo que pasase, como un reloj, a las siete en punto de la mañana, era la primera persona en llegar a la capilla, empujar la puerta y entrar a rezar.
Una mañana, despertó sobresaltada. ¡Se había dormido! ¡Eran las siete menos diez, y no llegaría a horario a su cita diaria! A toda carrera se levantó, se peinó a las apuradas y se vistió como pudo. Con la ropa medio arrugada y los cabellos medio desordenados salió velozmente de su casa y enfiló rumbo a la capilla. Apenas hubo salido, casi tropieza con un viejito que venía a penas en una bicicleta, y al cruzarse con ella perdió el control del vehículo y cayó de boca al suelo. Lamentablemente la mujer iba muy apurada como para detenerse, así que apenas logró esbozar una disculpa y continuar en su carrera.
Una cuadra después, se le cruzó una mujer que le pidió una ayuda para poder pagar una consulta en el hospital. "Perdone, estoy apurada" alcanzó a decir sin detenerse y continuó su veloz marcha. Apenas hubo logrado zafar de la mujer, se le cruzó un niñito que le pidió un poco de pan. "Disculpá, hijito, pero tengo una cita con Dios y no puedo llegar tarde. Otra vez será", y siguió su interrumpido camino.
Cuando por fin llegó a la capilla, miró de reojo el reloj. ¡Eran as siete en punto! ¡¡Lo había logrado!! Embargada por la emoción de no haber fallado a su cita, empujó como de costumbre la puerta de la capilla, pero... no se abrió. Volvió a empujar con más fuerza, y nada. ¡Qué extraño! Jamás en los doce años que llevaba con su diaria rutina, había encontrado la puerta cerrada. De pronto notó que había una nota clavada con una chinche en la puerta de la capilla. Desconcertada, la desclavó y la leyó. La nota, garrapateada como con apuro decía:
"Perdón por no estar aquí. Esta mañana tuve un accidente en la bicicleta, y encima después no pude conseguir plata para ir al hospital, ni un poco de pan para desayunar, así que es probable que llegue un poco tarde. Firma: Dios".
Antony de Mello)
"Había una vez una mujer, que vivía haciendo cosas para la Iglesia del barrio. Si no estaba limpiando los jarrones de la capilla, estaba haciendo empanadas para que se vendieran los domingos, o sacando brillo a los candelabros. Cierto día, se le apareció un ángel, y le dijo que, en recompensa por su dedicación a las cosas de Dios, El mismo en persona iba a ir a cenar esa noche en su casa.
La mujer se llenó de emoción y corrió a su casa a preparar todo para el gran evento. Inmediatamente se puso manos a la obra, a planchar su mejor vestido para recibir al invitado de lujo. En eso estaba cuando sonó el timbre. Al acudir a la puerta, halló a una mujer muy pobremente vestida que le pedía algo de ropa que no usase. "Perdone señora, pero estoy haciendo un trabajo para alguien muy importante. Vuelva otro día".
Más tarde, comenzó a preparar la comida. Tenía que ser una cena de lujo. En eso estaba cuando otra vez volvió a sonar el timbre. Esta vez era un niño con cara de hambre que le pedía algo para comer. "Hoy no puedo darte nada, porque estoy cocinando para el mismo Dios que viene a visitarme. Vení otro día".
Así pasó rápidamente el día, hasta que por fin llegó la hora de la cena. La mujer, nerviosa, vio como pasaban los minutos y las horas, y el invitado no llegaba. Pronto se hizo tarde, el pollo se enfrió, el vestido se volvió a arrugar, pero Dios ni se dignó aparecer, y la mujer, frustrada y decepcionada se fue a dormir. Tanta era su desilusión que ni siquiera quiso rezar antes de acostarse.
A la mañana siguiente, se le apareció el mismo ángel y le dijo: "Me manda a preguntarte mi Señor que por qué no rezaste anoche, que extrañó tu oración diaria". "¿Cómo se atreve a reclamarme Dios por no haber rezado si El me dejó plantada con mi mejor vestido y con un riquísimo pollo en la mesa?", exclamó molesta la mujer. A lo que el ángel le respondió: "Dios no falló a la cita. Es más, vino dos veces, pero tú le dijiste que estabas muy ocupada para atenderlo, y que volviera otro día".
El misionero corre muchas veces el riesgo de enfrascarse tanto en el trabajo para Dios, que llega hasta a dejarlo al mismo Dios de lado. ¡Ojo! Dios no quiere que lo amemos a El impersonalmente. El no es un Dios lejano y abstracto que está allá lejos en el Cielo. El está más cerca de nosotros de lo que creemos. A veces, uno mira demasiado lejos para tratar de ver a Dios, y no se da cuenta de que El está a nuestro lado, acompañando cada paso que damos, hecho carne en cada hermano.
No hubo nada que hacer. Por más que los médicos hicieron todo lo posible y hasta lo imposible, el corazón de Francisco dejó de funcionar. Francisco sintió cómo la sala de emergencias del hospital quedaba allá abajo, y él comenzaba a subir y a subir. Allá abajo quedaba la ciudad, que ahora se veía como una manchita más sobre la superficie de la tierra.
¡Qué emoción! ¡Al fin estaba por llegar el gran momento! Afortunadamente, Francisco era un hombre creyente, y siempre había tenido la esperanza de una vida más allá de la muerte. ¡Cómo le gustaría que algunos de sus escépticos amigos estuvieran allí para poderles demostrar lo que ahora él estaba comprobando: que efectivamente, después de la muerte, el alma seguía viviendo.
Pero lo que más lo excitaba, era la esperanza de que ahora vería frente a frente a Dios. Durante muchos años se había preguntado cómo sería el rostro de Dios, y ahora estaba a punto de encontrar respuesta a su inquietud. ¡El rostro de Dios! La emoción lo embargaba y lo hacía estremecerse de pies a cabeza. Sentía que el pecho le iba a estallar de la ansiedad.
Por fin, allá a lo lejos divisó una figura refulgente que lo esperaba con los brazos abiertos. "¿Eres tú, Dios?", gritó. La luz cegadora le impedía ver con claridad. No tuvo respuesta, pero en su interior supo que, efectivamente, ese era Dios. Instantes después, al fin estuvo frente a Dios. Pero no se atrevía a alzar su mirada. Después de tantos años de esperar este momento, y ahora que estaba frente a El, no se animaba a mirar. "Francisco", le dijo Dios. ¡Jamás había percibido tanta dulzura en una voz! ¡Nunca su nombre había sonado de esa manera en boca de nadie! Sin atreverse a levantar la vista, intentaba imaginar el rostro de Dios, adivinándolo a través de esa voz tan suave y tan dulce a la vez. "¿Por qué no me mirás? Aquí estoy. ¡Este soy yo!". La calidez de la voz lo hizo perder todo temor y, lentamente, alzó su mirada.
¡Horror! ¡Ese no era Dios! ¡Era ese compañero de trabajo tan desagradable que siempre le hacía la vida imposible! ¿Qué clase de broma de mal gusto era esa? Confundido se frotó los ojos con los puños y al volver a mirar, comprobó que en realidad se trataba de aquella mujer que había golpeado a su puerta hace unos días y él le había dado unas frutas. ¡No! ¡Era el hombre que lo había insultado la semana pasada cuando casi chocan en una esquina! Una a una fueron pasando por la cara de Dios mil caras: su jefe de la oficina, la directora de la escuela de su hija, el changuito que le lavaba el auto los fines de semana, el viejito que cada mañana le pedía una moneda al salir de casa, ese amigo que lo había estafado hace unos años, su novia de la juventud....
"¿Te acordás de aquello que dije hace dos mil años: Tuve hambre y me diste de comer, estuve enfermo y no me visitaste, estuve desnudo y me vestiste, tuve sed y no me diste de beber? ¿Entendés ahora a qué me refería?". "Ahora entiendo", respondió Francisco, "Aunque no sé si ya es demasiado tarde..."
Marisa tiena quince años y un deseo enorme de que la quieran. Su vida es dorada, aérea, plácida. Salta despreocupada y sin angustias del estudio a los apurones en los recreos la inmediata prueba escrita, a los amores imposibles con los chicos que conoció la noche anterior en la fiesta en casa de unos amigos.
Liviandad, dinero, prepotencia, superficialidad, pero también alegría y esperanza… ¿Está mal ser alegre cuando nada falta, cuando adentro sentimos que nos bulle la vida?
Vivir el hoy plenamente sin pensar en mañana o sólo pensarlo para contar los días que faltan hasta el viaje de vacaciones.. O también imaginar los invitados a la próxima fiesta. Deambular por el jardín prolijo de casa meditando... nada, usarle sin permiso la ropa a la hermana, ignorar la mirada severa de mamá cuando controla el cuarto desordenado, hablar largas horas por teléfono más allá de la cuenta bimestral, charlar afuera durante la Misa en el jardín de la capilla, imaginar que papá está en casa para comer...
Pero por sobre todo, soñar con ser amada... Ese es el tranquilo transcurrir de los días de Marisa, una vida tan sin problemas, tan aislada del mal... La inquieta dificultaä de crecer, la férrea tentación de ser siempre niña bajo la cubierta protectora de papá y mamá...!
La mamá de Marisa es una buena mujer Hermosa en sus cuarenta años, siempre perfecta en su atuendo, siempre correcta en sus maneras, siempre correcta en su juicio sereno sobre gentes y hechos. Meneando su cabeza al hablar de radicales y peronistas, tal vez severa y distante con sus hijos, a veces abstraída e impenetrable, impecable en la atención de su casa, sabe pasar las tardes en reuniones de caridad o visitando el vecino Instituto para Discapacitados donde se deshace atendiendo a los pobrecitos internados.
Hay un momento en el año en que Marisa es absolutamente feliz, sin que nada nuble su alegría: la Nochebuena. Marisa sufre de sólo pensar que alguna vez puede no tener su Nochebuena. Ese diciembre tan luminoso, tan pleno de sol y de vida El fin de las clases, el fresco de las piletas de natación, la vida en malla. Las últimas fiestas del año, la compra de los regalos. Decenas, multitud de regalos para ellas y para los otros, el placer inigualable de la euforia final de compras en los negocios atestados, y después abrirlos entre música y "sketchs", en los jardines, reventando de liviana frescura. Sí! sin duda, la Nochebuena es la mejor fiesta del año.
Este 24 de Diciembre, Marisa paladeó desde temprano, exitada, todo lo que la aguardaba por la noche. Como siempre, la madre la obligaría a llevar con ella los juguetes a los discapacitados.. Marisa va sin ganas habitualmente, aunque reconoce que, por algún motivo que no comprende vuelve a su casa contenta de la visita.
Pero ese día tiene menos interés que nunca de cumplir con la rutina en el internado "En el fondo, todo esto es un opio", piensa desganada. Es imposible decirle "no" a mamá. Temprano, en la tarde, parten con una enormidad de juguetes.
El internado es una institución cuidada y limpia que atienden unas monjitas, repleta de tontos, imbéciles, oligofrénicos e idiotas de todos los tipos y gradaciones. Marisa suspira al entrar y trata de pensar en otra cosa. Su madre saluda a las monjas y a algunos chicos. Hay algo preocupado y raro en el rostro de las monjas, pero Marisa está acostumbrada a ver rostros raros allí, incluyendo el de su madre. Y no se detiene demasiado en ello. Pero su madre, al oír algo que la monja dice en voz baja, se lanza a una de las habitaciones. Allí duerme Lito, uno de los más retrasados entre aquellos monstruos, al que su madre atiende siempre con cuidado.
Lito tiene fiebre, una fiebre muy alta. Su situación es grave. La monja explica que Lito (una vez Marisa escuchó que era "mongólico" o algo así) sufre de neumonia y no saben si va a vivir. Marisa no entiende por qué su madre está pálida, con arrugas, demudada como nunca antes. Se quedan un larguísimo rato junto a Lito, que apenas responde con algún monosílabo ininteligible a los intentos de conversación de la madre. Marisa está francamente fastidiada: "Bastante con ir allí un 24 de diciembre, pero permanecer tanto tiempo sentadas sin hacer cosa alguna, junto a uno de aquellos seres, ¡ya es demasiado! Se retuerce en el asiento, y ni siquiera la calma pensar en los regalos, las comidas y el baile de la noche.
Súbitamente la madre le dice: "Marisa, esta noche voy a quedarme aquí a cuidar a Lito" Marisa no puede creer lo que ha oído. Sin su madre, la fiesta no sería ya fiesta. No habría Nochebuena. Es el fin de sus sueños. No puede disimular su contrariedad: "Mamá ¿estás loca? ¿Quedarte aquí? ¿Dejar la fiesta de Nochebuena por este "oligo"...? La madre contrae su rostro en una especie de mueca de profunda pena, y exclama con voz tenue, turbia y sombría: "No digas eso, Marisa. Aunque pocos lo sepan, aunque me avergüence, Lito sigue siendo tu hermano...!"
Ahora Marisa no agrega palabra alguna. Vuelve a sentarse y así está mucho tiempo, silenciosa. Tampoco su madre habla. La mirada seca y triste descomopone ese rostro tan cuidado, tan formal. Marisa siente un desgarrón allí dentro, y comienzan a pasar ante ella innumerables imágenes de su vida: los veranos en Mar del Plata, las fiestas con los chicos del Colegio, los chicos que le juraron amor y los que ella amó sin esperanza, el jardín, la pileta, las calles soleadas repletas de seres comprando cosas y más cosas, las fiestas de Nochebuena, los regalos...
Las imágenes llegan, pasan y se pierden en la lejanía, y sólo se mantiene ante ella la presencia real de Lito, respirando afanosamente, con los ojos cerrados.. Marisa comprende en ese momento que su niñez está irremisiblemente muerta. Esa Nochebuena, junto a Lito, junto a su madre, por primera vez en su vida, verá nacer a otro niño, a Jesús, el Cristo.
LA IMPORTANCIA DE LA ORACION EN LA ACTIVIDAD MISIONERA
"Había una vez un autito a control remoto, que desde chiquito había funcionado con un cable, mediante el cual su dueño lo comandaba. Cierto día, alcanzó la edad en la que fue lo suficientemente grandecito como para comenzar a funcionar con baterías. En su parte inferior le colocaron dos pilas cuadradas que le permitirían funcionar sin estar conectado al cable. Antes de salir solo por primera vez, su dueño le advirtió que debería volver cada noche a recargar las baterías. Y nuestro amiguito partió rumbo al infinito....
¡Esto era increíble! Por primera vez era libre, sin cables que lo atasen y le limitasen las distancias. ¡Podía ir a donde quisiera! Ese día anduvo, y anduvo, y anduvo.... y a la noche, volvió a recargar las baterías. Su dueño se llenó de alegría al verlo volver. Con dulzura le enchufó un cablecito que le colgaba de un costado, a una batería grande, y lo dejó recargando toda la noche. A la mañana siguiente, volvió a salir. Y así, día tras día salía a recorrer el mundo, y noche tras noche volvía a recargar las baterías, enchufándose a la batería más grande.
Hasta que un día, se alejó demasiado en su afán por conocer nuevos horizontes, y le dio flojera de volver, así que no volvió. A la mañana siguiente se despertó un poco nervioso puesto que era la primera noche que no había vuelto a cargar las baterías. Probó el arranque... y todo funcionó bien (suspiró aliviado). Como no notaba diferencia en su funcionamiento, a la noche siguiente no volvió, y tampoco a la siguiente. Su motorcito de juguete funcionaba de maravillas. Así pasaron los días y continuó sus aventuras cada vez más apasionantes y llegando cada vez a lugares más lejanos. A final de cuentas, eso de ir a cargar las baterías había sido tan sólo una pérdida de tiempo que lo condicionaba a no conocer los hermosos lugares lejanos que ahora tenía posibilidad de recorrer.
Claro, como las pilas se iban gastando de a poquito, ni cuenta se dio que cada mañana tardaba un poco más en encender el motorcito, y que ya no era tan rápido como al principio. Así siguió un tiempo recorriendo el mundo, con su marcha cada vez más lenta. "Debo estarme volviendo viejo", pensó, sin darse cuenta que aún era tan solo un niño. Hasta que una mañana, las regastadas baterías no dieron más y el motorcito no arrancó. En pocos días había gastado totalmente sus baterías, y aunque en realidad era aún un niño por fuera, se había vuelto un anciano por dentro. Claro que el autito no se dio cuenta, porque de a poquito se había ido muriendo junto con las baterías y ese día, simplemente no despertó."
LA IMPORTANCIA DEL AMOR EN LA ACTIVIDAD MISIONERA
"Un día que nunca voy a olvidar, fue cuando conocimos a la abuela. Yo tenía unos ocho años, y mis hermanos, seis, cuatro y tres. Nosotros vivíamos en una finca cerca de Santa María de Catamarca, donde mi tata era el casero. Al morir el abuelo, la abuela se había ido a vivir con mi tío José allá en Buenos Aires, y eso fue antes que mi tata se casase y naciésemos nosotros. En aquel tiempo, las distancias eran mucho más grandes que ahora. Lo más rápido que había entonces para viajar era el tren, y eso si había plata. Lo más común era hacer el viaje en carreta, lo cual implicaba muchos días de viaje. Por eso es que nunca habíamos conocido a la abuela.
Un buen día, el tata nos dijo que la abuela iba a venir a la Finca a pasar unos días, porque andaba enferma con no se qué en los pulmones, y el médico le había recomendado que un cambio de clima le sentaría bien. Lo único que sabíamos de la abuela es que le encantaban las flores, y por eso el tata nos recomendó a mí y a mis hermanos que le preparásemos cada uno un ramito para regalarle como bienvenida. Conseguir flores no es nada fácil en Catamarca porque el clima es bastante seco.
Mis hermanos se pasaron la mañana entera, desde tempranito, buscando y rebuscando por todas partes para armarle un ramito de flores a la abuela. Yo, descuidado como siempre, salí a jugar con mis amigos, y me olvidé por completo del asunto. Como la abuela iba a llegar a la hora de la siesta, me entré a preocupar recién después del almuerzo. Afortunadamente recordé que había visto en la sacristía de la capilla del pueblo, unas flores de plástico, así que para allá fui y sin que nadie me viera saqué unas cuantas. Volví a la casa y ahí armé con ellas un ramo, que quedó bastante bonito.
Cuando nos avisaron que la abuela estaba llegando, todos corrimos a pararnos frente a la puerta de entrada con nuestros ramos. Con aire de superioridad miré con desdén los ramitos miserables de mis tres hermanos: un jazmincito medio deshojado, dos rosas un poco mustias y unos cuantos azares desordenados. En cambio, mi ramo era imponente: varias flores grandes y bien planchaditas, de distintos colores; casi ni se notaba que eran de plástico.
Lo que no nos habían contado, era que la abuela había quedado ciega hace unos años, así que cuando entró, fue tomando uno a uno los diminutos ramitos que mis hermanos le ofrecían y sintiendo su perfume, que era la única belleza que debido a su ceguera, podía percibir de las flores. No imaginan cuál fue mi vergüenza cuando llegó mi turno y tuve que entregarle mi majestuoso y colorido ramo, que ahora me parecía insignificante al lado de las suaves fragancias de los humildes ramitos de mis hermanos.
La abuela llevó el ramo junto a su nariz y, obviamente no sintió ningún perfume, pero igualmente sonrió como si nada. Cuando al abrazarla me largué a llorar, me besó cariñosamente y me dijo bien despacito al oído sin que nadie escuchase: "Que esto te sirva de lección para el futuro: cuando hagás cualquier obra buena, hacéla con mucho amor, porque si no, por más grande que sea lo que hagas, si no lo hacés con amor, es como un ramo de flores de plástico, y para Dios lo que vale, es el perfume de tus buenas obras".
Juan debía salir de viaje por un largo tiempo, así que le encargó a José que cuidase el rosal de su jardín. Le advirtió que tan solo necesitaba un poco de agua cada días, y con eso sería suficiente. Justo cuando Juan partió, se desató en toda la región una terrible sequía, así que José debía hacer grandes sacrificios para conseguir el agua para el rosal. Cada mañana, debía levantarse temprano y recorrer bajo el sol rajante, el largo camino hacia el río para recoger un balde de agua fresca para el rosal. Pero jamás faltó a la cita. Cada día, llegaba José a la casa de su amigo con el balde de agua para el rosal.
Pasaron los meses, y un día se presentó Juan furioso en la casa de su amigo José y lo increpó: "¿No te pedí acaso que te ocupases de conseguir agua para mi rosal?". A lo que José le respondió: "Por supuesto que sí.. No sabes con cuánto amor y sacrificio me levanté fielmente cada mañana y bajo el rayo del sol caminé hacia el río para llenar un balde con agua para llevar a tu casa. No entiendo por qué me reclamas, si puse todo mi empeño en no permitir que jamás le faltara el balde de agua diario." Juan, fuera de sus casillas le gritó: ¿Pero no sabías, estúpido, que tenías que echarle el agua al rosal? ¿De qué sirvió que llevases el balde de agua día tras día si lo dejabas junto a la puerta?"
Solía decir Don Bosco: "No basta amar. Es preciso que el otro se dé cuenta de que es amado". Y es cierto. No sirve de nada que yo interiormente me deshaga sintiendo cariño por otra persona si ella no se entera de esto. Es importantísimo demostrar el cariño con gestos concretos, ya sea una mirada, una sonrisa, un abrazo, una palmadita...
"Trabajaba yo en una fábrica de juguetes, cuando se nos anunció la visita del dueño de una importante cadena de jugueterías, que estaba a punto de realizar una operación bastante grande. Obviamente, apenas entró el hombre a nuestra oficina, todos nos desvivimos por atenderlo lo mejor posible, sabiendo lo importante que era esta operación para la fábrica. Había venido con su pequeño hijo de tres años, y al entrar al despacho del gerente, nos pidió que cuidásemos al niño mientras ellos hablaban.
Apenas quedamos solos, el niño empezó a llorar a los alaridos. Preocupados porque esto pudiera afectar el resultado de la negociación, nos dispusimos a hacer lo que fuera necesario para calmar al pequeño. Uno de mis compañeros salió corriendo y volvió al instante con una gran pelota de plástico y se la ofreció. Contrariamente a lo esperado, esto aumentó algunos decibeles el llanto del niño. Inmediatamente, otro desapareció rápidamente y volvió trayendo una voluminosa camioneta a pilas con control remoto, y la hizo funcionar. Nada. El llanto continuaba su rítmica melodía in crescendo. Un tercer comedido trajo una bibicleta con bocina y todo y se la ofreció, logrando tan sólo que a los alaridos agregase pataleo y manotazos descontrolados al aire. Un cuarto llamó a los cuatro payasos que hacían la promoción de los juguetes de la fábrica, los que vinieron con globos y caramelos para hacer jugar a la criatura. ¡Para qué! El niño se asustó con tanto movimiento de gente y comenzó a correr por todos lados y a gritar.
Ya estábamos todos con los nervios de punta cuando una de las chicas se levantó tranquilamente de su silla, se acercó al niño, lo alzó, le dio un beso en la mejilla y lo sentó en su regazo. Inmediatamente el niño cesó de llorar y se durmió en sus brazos".
No es preciso hacer grandes obras. A veces un gesto sencillo, una pequeña acción vale más que mil grandes cosas que pueda uno hacer. Muchos de los santos llegaron a serlo, no por haber realizado grandiosas proezas sino por haber hecho pequeñas cosas por amor. Solía decir un santo que yo admiro y quiero mucho (Don Bosco): "la santidad consiste en hacer bien las pequeñas cosas de todos los días".
Es importante poner especial atención en las pequeñas cosas de cada momento, en hacerlas bien, en hacerlas con amor: las palabras que pueda decir en las visitas a las casas, las tareas que le toquen a mi patrulla, los pequeños gestos de amabilidad que pueda tener con mis compañeros de misión o con los niños, con la gente.... todo, todo hecho bien, con alegría y con amor.
LOS FRUTOS DE LA MISION
Un día caminaba por el campo, cuando vi a un hombre bastante anciano, que estaba cavando un pozo. Intrigado, me acerqué a él para preguntarle qué estaba haciendo. "A mí siempre me gustaron las nueces", me contestó. "Hoy llegaron a mis manos las nueces más exquisitas que probé en mi vida, así que decidí plantar una de ellas".
Me entristecí al pensar que ese pobre hombre, a tan avanzada edad, jamás llegaría a probar una de esas nueces. "Disculpe, amigo", le dije. "Para que un nogal dé frutos deben pasar muchísimos años, y dada su edad, es muy probable que cuando este arbolito de sus primeras nueces, usted ya haya muerto hace mucho. ¿No ha pensado que tal vez sería más provechoso para usted sembrar tomates, o melones o sandías, que le darán frutos que usted sí podrá saborear?".
El hombre me miró un instante en silencio, durante el cual, no supe si sentirme muy sagaz por mi observación o muy estúpido. Tras unos segundos que me parecieron horas, finalmente me contestó: "Toda mi vida me deleité saboreando nueces, cosechadas de árboles cuyos sembradores probablemente jamás llegaron a probar. Cuando de nueces se trata, no le corresponde a quien siembra el ver los frutos. Por eso, como yo pude comer nueces gracias a personas generosas que pensaron en mí al plantarlas, yo también planto hoy mi nogal, sin preocuparme de si veré o no sus frutos. Sé que estas nueces no serán para mí, pero tal vez tus hijos o mis nietos las saborearán algún día."
Y entonces me sentí muy pequeñito y egoísta por pensar sólo en mí. Desde ese día, me dediqué a plantar nogales.
Así es la labor del misionero. Nosotros sembramos, pero no nos corresponde ver los frutos. Claro, si sembramos sandías o tomates, obviamente pronto veremos los frutos, pero si nuestra siembra es profunda y sincera, estaremos sembrando nueces. No esperemos ver los resultados de nuestra labor misionera, porque si así lo hacemos, es probable que nos frustremos al no verlos. Si nuestro accionar es verdadero y está fundado en Cristo, quedará dentro de los corazones de la gente, y cuando Dios quiera, lo hará brotar y convertirse en frutos abundantes.
No hay que desanimarse si en algún momento parece que es inútil lo que estamos haciendo porque parece que alguien no nos escucha, o no le importa lo que hacemos, o no acuden a las celebraciones la cantidad de gente que esperaríamos. Que sea suficiente el saber que estamos dando lo mejor de nosotros, haciendo nuestro mejor esfuerzo. No nos corresponde a nosotros ver los frutos de la misión. Nosotros tan solo sembramos. Otros regarán, y será Dios, a su tiempo, quien cosechará.