SANTIDAD PABLO VI
«EVANGELII NUNTIANDI»
AL
EPISCOPADO, AL CLERO Y A LOS FIELES
DE
TODA LA IGLESIA ACERCA DE LA EVANGELIZACIÓN
DEL
MUNDO CONTEMPORÁNEO
Venerables hermanos y amados hijos:
Salud y Bendición Apostólica
Compromiso evangelizador
1. El esfuerzo orientado al anuncio del
Evangelio a los hombres de nuestro tiempo, exaltados por la esperanza pero a la
vez perturbados con frecuencia por el temor y la angustia, es sin duda alguna
un servicio que se presenta a la comunidad cristiana e incluso a toda la
humanidad.
De ahí que el deber de confirmar a los
hermanos, que hemos recibido del Señor al confiársenos la misión del Sucesor de
Pedro (1), y que constituye para Nos un cuidado de cada día (2), un programa de
vida y de acción, a la vez que un empeño fundamental de nuestro pontificado,
ese deber, decimos, nos parece todavía más noble y necesario cuando se trata de
alentar a nuestros hermanos en su tarea de evangelizadores, a fin de que en
estos tiempos de incertidumbre y malestar la cumplan con creciente amor, celo y
alegría.
2. Esto es lo que deseamos hacer ahora,
al final del Año Santo, durante el cual la Iglesia se ha esforzado en anunciar
el Evangelio a todos los hombres (3), sin embargo otro objetivo que el de
cumplir su deber de mensajera de la Buena Nueva de Jesucristo proclamada a
partir de dos consignas fundamentales: «vestíos del hombre nuevo» (4) y «reconciliaos
con Dios» (5).
Tales son nuestros propósitos en este
décimo aniversario de la clausura del Concilio Vaticano II, cuyos objetivos se
resumen, en definitiva, en uno solo: hacer a la Iglesia del Siglo XX cada vez
más apta para anunciar el Evangelio a la humanidad del siglo XX. Nos queremos hacer ésto un año después de la
III Asamblea General del Sínodo de los Obispos -consagrada, como es bien
sabido, a la evangelización-; tanto más cuanto que esto nos lo han pedido los
mismos padres sinodales. En efecto, al final de aquella memorable Asamblea,
decidieron ellos confiar al Pastor de la Iglesia universal, con gran confianza
y sencillez, el fruto de sus trabajos, declarando que esperaban del Papa un
impulso nuevo, capaz de crear tiempos nuevos de evangelización (6) en una
Iglesia todavía más arraigada en la fuerza y poder perennes de Pentecostés.
3. En diversas ocasiones, ya antes del
Sínodo, Nos pusimos de relieve la importancia de este tema de la
evangelización. «Las condiciones de la sociedad -decíamos al Sacro Colegio
Cardenalicio del 22 de junio de 1973- nos obligan, por tanto, a revisar
métodos, a buscar por todos los medios el modo de llevar al hombre moderno el
mensaje cristiano, en el cual únicamente podrá hallar la respuesta a sus
interrogantes y la fuerza para su empeño de solidaridad humana» (7). Y
añadíamos que, para dar una respuesta válida a las exigencias del Concilio que
nos están acuciando, necesitamos absolutamente ponernos en contacto con el
patrimonio de fe que la Iglesia tiene el deber de preservar en toda su pureza,
y a la vez el deber de presentarlo a los hombres de nuestro tiempo, con los
medios a nuestro alcance, de una manera comprensible y persuasiva.
4. Esta fidelidad a un mensaje del que
somos servidores, y a las personas a las que hemos de transmitirlo intacto y
vivo, es el eje central de la evangelización. Esta plantea tres preguntas
acuciantes, que el Sínodo de 1974 ha tenido constantemente presentes:
·
¿Qué eficacia tiene en nuestros días la
energía escondida de la Buena Nueva, capaz de sacudir profundamente la
conciencia del hombre?
·
¿Hasta dónde y cómo esta fuerza
evangélica puede transformar verdaderamente al hombre de hoy?
·
¿Con qué métodos hay que proclamar el Evangelio
para que su poder sea eficaz?
Estas preguntas desarrollan, en el fondo,
la cuestión fundamental que la Iglesia se propone hoy día y que podría
enunciarse así: después del Concilio y gracias al Concilio que ha constituido
para ella una hora de Dios en este ciclo de la historia, la Iglesia ¿es más o
menos apta para anunciar el Evangelio y para inserirlo en el corazón del hombre
con convicción libertad de espíritu y eficacia?
5. Todos vemos la necesidad urgente de
dar a tal pregunta una respuesta, leal, humilde, valiente, y de obrar en
consecuencia. En nuestra «preocupación
por todas las Iglesias» (8), Nos quisiéramos ayudar a nuestros hermanos e hijos
a responder a estas preguntas. Ojalá que nuestras palabras, que quisieran ser,
partiendo de las riquezas del Sínodo, una reflexión acerca de la
evangelización, puedan invitar a la misma reflexión a todo el pueblo de Dios
congregado en la Iglesia, y servir de renovado aliento a todos, especialmente a
quienes «trabajan en la predicación y en la enseñanza» (9), para que cada uno
de ellos sepa distribuir «rectamente la palabra de la verdad» (10), se dedique
a la predicación del Evangelio y desempeñe su ministerio con toda perfección.
Una exhortación en este sentido nos ha
parecido de importancia capital, ya que la presentación del mensaje evangélico
no constituye para la Iglesia algo de orden facultativo: está de por medio el
deber que le incumbe, por mandato del Señor, con vista a que los hombres crean
y se salven. Sí, este mensaje es necesario. Es único. De ningún modo podría ser reemplazado. No admite indiferencia, ni
sincretismo, ni acomodos. Representa la belleza de la Revelación. Lleva consigo una sabiduría que no es de
este mundo. Es capaz de suscitar por sí mismo la fe, una fe que tiene su
fundamento en la potencia de Dios (11). Es la Verdad. Merece que el apóstol le
dedique todo su tiempo, todas sus energías y que, si es necesario, le consagre
su propia vida.
6. El testimonio que el Señor da de Sí
mismo y que San Lucas ha recogido en su Evangelio «Es preciso que anuncie
también el reino de Dios en otras ciudades» (12), tiene sin duda un gran alcance,
ya que define en una sola frase toda la misión de Jesús: «porque para esto he
sido enviado» (13). Estas palabras alcanzan todo su significado cuando se las
considera a la luz de los versículos anteriores en los que Cristo se aplica a
Sí mismo las palabras del Profeta Isaías: «El Espíritu del Señor está sobre mí,
porque me ungió para evangelizar a los pobres» (14).
Proclamar de ciudad en ciudad, sobre todo
a los más pobres, con frecuencia los más dispuestos, el gozoso anuncio del
cumplimiento de las promesas y de la Alianza propuestas por Dios, tal es la
misión para la que Jesús se declara enviado por el Padre; todos los aspectos de
su Misterio - la misma Encarnación, los milagros, las enseñanzas, la
convocación de sus discípulos, el envío de los Doce, la cruz y la resurrección,
la continuidad de su presencia en medio de los suyos- forman parte de su
actividad evangelizadora.
7. Durante el Sínodo, los obispos han
recordado con frecuencia esta verdad: Jesús mismo, Evangelio de Dios (15), ha
sido el primero y el más grande evangelizador. Lo ha sido hasta el final, hasta
la perfección, hasta el sacrificio de su existencia terrena.
Evangelizar:
¿Qué significado ha tenido esta palabra para
Cristo? Ciertamente no es fácil
expresar en una síntesis completa el sentido, el contenido, las formas de
evangelización tal como Jesús lo concibió y lo puso en práctica. Por otra
parte, esta síntesis nunca podrá ser concluida. Bástenos, aquí recordar algunos
aspectos esenciales.
8. Cristo, en cuanto evangelizador,
anuncia ante todo un reino, el reino de Dios, tan importante que, en relación a
él, todo se convierte en «lo demás», que es dado por añadidura (16). Solamente
el reino es pues absoluto y todo el resto es relativo. El Señor se complacerá
en describir de muy diversas maneras la dicha de pertenecer a ese reino, una
dicha paradójica hecha de cosas que el mundo rechaza (17), las exigencias del
reino y su carta magna (18), los heraldos del reino (19), los misterios del
mismo (20), sus hijos (21), la vigilancia y fidelidad requeridas a quien espera
su llegada definitiva (22).
9. Como núcleo y centro de su Buena
Nueva, Jesús anuncia la salvación, ese gran don de Dios que es liberación de
todo lo que oprime al hombre, pero que es sobre todo liberación del pecado y
del maligno, dentro de la alegría de conocer a Dios y de ser conocido por El,
de verlo, de entregarse a El. Todo esto tiene su arranque durante la vida de
Cristo, y se logra de manea definitiva por su muerte y resurrección; pero debe
ser continuado pacientemente a través de la historia hasta ser plenamente
realizado el día de la venida final del mismo Cristo, cosa que nadie sabe
cuándo tendrá lugar, a excepción del Padre (23).
10. Este reino y esta salvación -palabras
clave en la evangelización de Jesucristo- pueden ser recibidos por todo hombre,
como gracia y misericordia; pero a la vez cada uno debe conquistarlos con la
fuerza, «el reino de los cielos está en tensión y los esforzados lo arrebatan»,
dice el Señor (24), con la fatiga y el sufrimiento, con una vida conforme al
Evangelio, con la renuncia y la cruz, con el espíritu de las bienaventuranzas.
Pero, ante todo, cada uno los consigue mediante un total cambio interior, que
el Evangelio designa con el nombre de metánoia, una conversión radical, una
transformación profunda de la mente y del corazón (25).
11. Cristo llevó a cabo esta proclamación
del reino de Dios, mediante la predicación infatigable de una palabra, de la
que se dirá que no admite parangón con ninguna otra: «¿Qué es esto? Una
doctrina nueva y revestida de autoridad» (26); «Todos le aprobaron,
maravillados de las palabras llenas de gracia, que salían de su boca...» (27);
«Jamás hombre alguno habló como éste» (28). Sus palabras desvelan el secreto de
Dios, su designio y su promesa, y por eso cambian el corazón del hombre y su
destino.
12. Pero El realiza también esta
proclamación de la salvación por medio de innumerables signos que provocan
estupor en las muchedumbres y que al mismo tiempo las arrastran hacia El para
verlo, escucharlo y dejarse transformar por El: enfermos curados, agua
convertida en vino, pan multiplicado, muertos que vuelven a la vida y, sobre
todo, su propia resurrección. Y al centro de todo, el signo al que El atribuye
una gran importancia: los pequeños, los pobres son evangelizados, se convierten
en discípulos suyos, se reúnen «en su nombre» en la gran comunidad de los que
creen en El. Porque el Jesús que
declara: «Es preciso que anuncie también el reino de Dios en otras ciudades,
porque para eso he sido enviado» (29), es el mismo Jesús de quien Juan el
Evangelista decía que había venido y debía morir «para reunir en uno todos los
hijos de Dios, que están dispersos» (30). Así termina su revelación,
completándola y confirmándola, con la manifestación hecha de Sí mismo, con
palabras y obras, con señales y milagros, y de manera particular con su muerte,
su resurrección y el envío del Espíritu de Verdad (31).
Hacia una comunidad
evangelizada y evangelizadora
13. Quienes acogen con sinceridad la
Buena Nueva, mediante tal acogida y la participación en la fe, se reúnen pues
en el nombre de Jesús para buscar juntos el reino, construirlo, vivirlo. Ellos
constituyen una comunidad que es a la vez evangelizadora. La orden dada a los
Doce: «Id y proclamad la Buena Nueva», vale también, aunque de manera diversa,
para todos los cristianos. Por esto Pedro los define «pueblo adquirido para
pregonar las excelencias del que os llamó de la tinieblas a su luz admirable»
(32). Estas son las maravillas que cada uno ha podido escuchar en su propia
lengua (33). Por lo demás, la Buena
Nueva del reino que llega y que ya ha comenzado, es para todos los hombres de
todos los tiempos. Aquellos que ya la han recibido y que están reunidos en la
comunidad de salvación, pueden y deben comunicarla y difundirla.
La evangelización,
vocación propia de la Iglesia
14. La Iglesia lo sabe. Ella tiene viva
conciencia de que las palabras del Salvador: «Es preciso que anuncie también el
reino de Dios en otras ciudades» (34), se aplican con toda verdad a ella misma.
Y por su parte ella añade de buen grado, siguiendo a San Pablo: «Porque, si
evangelizo, no es para mí motivo de gloria, sino que se me impone como
necesidad. ¡Ay de mí, si no evangelizara!» (35). Con gran gozo y consuelo hemos
escuchado Nos, al final de la Asamblea de octubre de 1974, estas palabras
luminosas: «Nosotros queremos confirmar una vez más que la tarea de la
evangelización de todos los hombres constituye la misión esencial de la
Iglesia» (36); una tarea y misión que los cambios amplios y profundos de la
sociedad actual hacen cada vez más urgentes. Evangelizar constituye, en efecto,
la dicha y vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda. Ella
existe para evangelizar, es decir, para predicar y enseñar, ser canal del don
de la gracia, reconciliar a los pecadores con Dios, perpetuar el sacrificio de
Cristo en la santa Misa, memorial de su muerte y resurrección gloriosa.
Vínculos recíprocos
entre la Iglesia y la evangelización
15. Quien lee en el Nuevo Testamento los
orígenes de la Iglesia y sigue paso a paso su historia, quien la ve vivir y
actuar, se da cuenta de que ella está vinculada a la evangelización de la
manera más íntima:
·
La Iglesia nace de la acción
evangelizadora de Jesús y de los Doce. Es un fruto normal, deseado, el más
inmediato y el más visible «Id pues, enseñad a todas las gentes» (37). «Ellos recibieron
la gracia y se bautizaron, siendo incorporadas (a la Iglesia) aquel día unas
tres mil personas... Cada día el Señor iba incorporando a los que habían de ser
salvos» (38).
·
·
Nacida por consiguiente de la misión de
Jesucristo, la Iglesia es a su vez enviada por El. La Iglesia permanece en el
mundo hasta que el Señor de la gloria vuelve al Padre. Permanece como un signo,
opaco y luminoso al mismo tiempo, de una nueva presencia de Jesucristo, de su
partida y de su permanencia. Ella lo prolonga y lo continúa. Ahora bien, es
ante todo su misión y su condición de evangelizador lo que ella está llamada a
continuar (39). Porque la comunidad de los cristianos no está nunca cerrada en
sí misma. En ella, la vida íntima -la
vida de oración, la escucha de la Palabra y de las enseñanzas de los Apóstoles,
la caridad fraterna vivida, el pan compartido (40) - no tiene pleno sentido más
que cuando se convierte en testimonio, provoca la admiración y la conversión,
se hace predicación y anuncio de la Buena Nueva. Es así como la Iglesia recibe
la misión de evangelizar y como la actividad de cada miembro constituye algo
importante para el conjunto.
·
·
Evangelizadora, la Iglesia comienza por
evangelizarse a sí misma. Comunidad de creyentes, comunidad de esperanza vivida
y comunicada, comunidad de amor fraterno, tiene necesidad de escuchar sin cesar
lo que debe creer, las razones para esperar, el mandamiento nuevo del amor.
Pueblo de Dios inmenso en el mundo y, con frecuencia, tentado por los ídolos,
necesita saber proclamar «las grandezas de Dios» (41), que la han convertido al
Señor, y ser nuevamente convocada y reunida por El. En una palabra, esto quiere
decir que la Iglesia siempre tiene necesidad de ser evangelizada, si quiere
conservar su frescor, su impulso y su fuerza para anunciar el Evangelio. El
Concilio Vaticano II ha recordado (42), y el Sínodo de 1974 ha vuelto a tocar
insistentemente este tema de la Iglesia que se evangeliza a través de una
conversión y una renovación constante, para evangelizar al mundo de manera
creíble.
·
·
·
La Iglesia es depositaria de la Buena
Nueva que debe ser anunciada. Las promesas de la Nueva Alianza en Cristo, las
enseñanzas del Señor y de los Apóstoles, la Palabra de vida, las fuentes de la
gracia y de la benignidad divina, el camino de salvación, todo esto le ha sido
confiado. Es ni más ni menos que el contenido del Evangelio y, por
consiguiente, de la evangelización que ella conserva como un depósito viviente
y precioso, no para tenerlo escondido, sino para comunicarlo.
·
·
Enviada y evangelizada, la Iglesia misma
envía a los evangelizadores. Ella pone en su boca la Palabra que salva, les
explica el mensaje del que ella misma es depositaria, les da el mandato que
ella misma ha recibido y les envía a predicar. A predicar no a sí mismos o sus
ideas personales (43), sino un Evangelio del que ni ellos ni ella son dueños y
propietarios absolutos para disponer de él a su gusto, sino ministros para
transmitirlo con suma fidelidad.
16. Existe por tanto un nexo íntimo entre
Cristo, la Iglesia y la evangelización. Mientras dure este tiempo de la
Iglesia, es ella la que tiene a su cargo la tarea de evangelizar. Una tarea que
no se cumple sin ella, ni mucho menos contra ella. En verdad, es conveniente recordar esto en un momento como el
actual, en que no sin dolor podemos encontrar personas, que queremos juzgar
bien intencionadas pero que en realidad están desorientadas en su espíritu, las
cuales van repitiendo que su aspiración es amar a Cristo pero sin la Iglesia,
escuchar a Cristo pero no a la Iglesia, estar en Cristo pero al margen de la
Iglesia. Lo absurdo de esta dicotomía se muestra con toda claridad en estas
palabras del Evangelio: «el que a vosotros desecha, a mí me desecha» (44).
¿Cómo va a ser posible amar a Cristo sin amar a la Iglesia, siendo así que el
más hermoso testimonio dado en favor de Cristo es el de San Pablo: «amó a la
Iglesia y se entregó por ella»? (45)
17. En la acción evangelizadora de la
Iglesia, entran a formar parte ciertamente algunos elementos y aspectos que hay
que tener presentes. Algunos revisten tal importancia que se tiene la tendencia
a identificarlos simplemente con la evangelización. De ahí que se haya podido
definir la evangelización en términos de anuncio de Cristo a aquellos que lo
ignoran, de predicación, de catequesis, de bautismo y de administración de los
otros sacramentos.
Ninguna definición parcial y fragmentaria
refleja la realidad rica, compleja y dinámica que comporta la evangelización,
si no es con el riesgo de empobrecerla e incluso mutilarla. Resulta imposible
comprenderla si no se trata de abarcar de golpe todos sus elementos esenciales.
Estos elementos insistentemente
subrayados a lo largo del reciente Sínodo siguen siendo profundizados con
frecuencia, en nuestros días, bajo la influencia del trabajo sinodal. Nos
alegramos de que, en el fondo, sean situados en la misma línea de los que nos
ha transmitido el Concilio Vaticano II, sobre todo en Lumen gentium, Gaudium et spes, Ad gentes.
Renovación de la
humanidad...
18. Evangelizar significa para la Iglesia
llevar la Buena Nueva a todos los ambientes de la humanidad y, con su influjo,
transformar desde dentro, renovar a la misma humanidad: «He aquí que hago nuevas
todas las cosas» (46). Pero la verdad es que no hay humanidad nueva si no hay en primer lugar hombres nuevos con la
novedad del bautismo (47) y de la vida según el Evangelio (48). La finalidad de
la evangelización es por consiguiente este cambio interior y, si hubiera que
resumirlo en una palabra, lo mejor sería decir que la Iglesia evangeliza
cuando, por la sola fuerza divina del Mensaje que proclama (49), trata de
convertir al mismo tiempo la conciencia personal y colectiva de los hombres, la
actividad en la que ellos están comprometidos, su vida y ambiente concretos.
19. Sectores de la humanidad que se
transforman: para la Iglesia no se trata solamente de predicar el Evangelio en
zonas geográficas cada vez más vastas o poblaciones cada vez más numerosas,
sino de alcanzar y transformar con la fuerza del Evangelio los criterios de
juicio, los valores determinantes, los puntos de interés, las líneas de
pensamiento, las fuentes inspiradoras y los modelos de vida de la humanidad,
que están en contraste con la palabra de Dios y con el designio de salvación.
20. Posiblemente, podríamos expresar todo
esto diciendo: lo que importa es evangelizar -no de una manera decorativa, como
un barniz superficial, sino de manera vital, en profundidad y hasta sus mismas
raíces- la cultura y las culturas del hombre en el sentido rico y amplio que
tienen sus términos en la Gaudium et spes
(50), tomando siempre como punto de partida la persona y teniendo siempre presentes
las relaciones de las personas entre sí y con Dios.
El Evangelio, y por consiguiente la
evangelización, no se identifican ciertamente con la cultura y son
independientes con respecto a todas las culturas. Sin embargo, el reino que
anuncia el Evangelio es vivido por hombres profundamente vinculados a una
cultura, y a la construcción del reino no puede por menos de tomar los
elementos de la cultura y de las culturas humanas. Independientes con respecto a las culturas, Evangelio y
evangelización no son necesariamente incompatibles con ellas, sino capaces de
impregnarlas a todas sin someterse a ninguna.
La ruptura entre Evangelio y cultura es
sin duda alguna el drama de nuestro tiempo, como lo fue también en otras
épocas. De ahí que hay que hacer todos los esfuerzos con vistas a una generosa
evangelización de la cultura, o más exactamente de las culturas. Estas deben ser regeneradas por el encuentro
con la Buena Nueva. Pero este encuentro
no se llevará a cabo si la Buena Nueva no es proclamada.
21. La Buena Nueva debe ser proclamada en
primer lugar, mediante el testimonio.
Supongamos un cristiano o un grupo de
cristianos que, dentro de la comunidad humana donde viven, manifiestan su
capacidad de comprensión y de aceptación, su comunión de vida y de destino con
los demás, su solidaridad en los esfuerzos de todos en cuanto existe de noble y
bueno. Supongamos además que irradian de manera sencilla y espontánea su fe en
los valores que van más allá de los valores corrientes, y su esperanza en algo
que no se ve ni osarían soñar. A través de este testimonio sin palabras, estos
cristianos hacen plantearse, a quienes contemplan su vida, interrogantes
irresistibles: ¿Por qué son así? ¿Por qué viven de esa manera? ¿Qué es o quién
es el que los inspira? ¿Por qué están con nosotros? Pues bien, este testimonio
constituye ya de por sí una proclamación silenciosa, pero también muy clara y
eficaz, de la Buena Nueva. Hay en ello un gesto inicial de evangelización. Son
posiblemente las primeras preguntas que se plantearán muchos no cristianos,
bien se trate de personas a las que Cristo no había sido nunca anunciado, de
bautizados no practicantes, de gentes que viven en cristiano pero según
principios no cristianos, bien se trate de gentes que buscan, no sin
sufrimiento, algo o a Alguien que ellos adivinan pero sin poder darle un
nombre. Surgirán otros interrogantes, más profundos y más comprometedores,
provocados por este testimonio que comporta presencia, participación,
solidaridad y que es un elemento esencial, en general al primero absolutamente
en la evangelización (51). Todos los cristianos están llamados a este
testimonio y, en este sentido, pueden ser verdaderos evangelizadores. Se nos
ocurre pensar especialmente en la responsabilidad que recae sobre los
emigrantes en los países que los reciben.
22. Y, sin embargo, esto sigue siendo
insuficiente, pues el más hermoso testimonio se revelará a la larga impotente si
no es esclarecido, justificado -lo que Pedro llamaba dar «razón de vuestra
esperanza» (52) -, explicitado por un anuncio claro e inequívoco del Señor
Jesús. La Buena Nueva proclamada por el testimonio de vida deberá ser pues,
tarde o temprano, proclamada por la palabra de vida. No hay evangelización
verdadera, mientras no se anuncie el nombre, la doctrina, la vida, las
promesas, el reino, el misterio de Jesús de Nazaret Hijo de Dios.
La historia de la Iglesia, a partir del
discurso de Pedro en la mañana de Pentecostés, se entremezcla y se confunde con
la historia de este anuncio. En cada nueva etapa de la historia humana, la
Iglesia, impulsada continuamente por el deseo de evangelizar, no tiene más que
una preocupación: ¿a quién enviar para anunciar este misterio? ¿Cómo lograr que
resuene y llegue a todos aquellos que lo deben escuchar? Este anuncio -kerigma,
predicación o catequesis- adquiere un puesto tan importante en la
evangelización que con frecuencia es en realidad sinónimo. Sin embargo, no pasa
de ser un aspecto.
23. Efectivamente, el anuncio no adquiere
toda su dimensión más que cuando es escuchado, aceptado, asimilado y cuando
hace nacer en quien lo ha recibido una adhesión de corazón. Adhesión a las
verdades que en su misericordia el Señor ha revelado, es cierto. Pero, más aún, adhesión al programa de vida
-vida en realidad ya transformada- que él propone. En una palabra, adhesión al
reino, es decir, al «mundo nuevo», al nuevo estado de cosas, a la nueva manera
de ser, de vivir juntos, que inaugura el Evangelio. Tal adhesión, que no puede
quedarse en algo abstracto y desencarnado, se revela concretamente por medio de
una entrada visible, en una comunidad de fieles. Así pues, aquellos cuya vida
se ha transformado entran en una comunidad que es en sí misma signo de la
transformación, signo de la novedad de vida: la Iglesia, sacramento visible de
la salvación (53). Pero a su vez, la entrada en la comunidad eclesial se
expresará a través de muchos otros signos que prolongan y despliegan el signo
de la Iglesia. En el dinamismo de la evangelización, aquel que acoge el
Evangelio como Palabra que salva (54), lo traduce normalmente en estos gestos
sacramentales: adhesión a la Iglesia, acogida de los sacramentos que manifiestan
y sostienen esta adhesión, por la gracia que confieren.
24. Finalmente, el que ha sido
evangelizado evangeliza a su vez. He ahí la prueba de la verdad, la piedra de
toque de la evangelización: es impensable que un hombre haya acogido la Palabra
y se haya entregado al reino sin convertirse en alguien que a su vez da
testimonio y anuncia.
Al terminar estas consideraciones sobre
el sentido de la evangelización, se debe formular una última observación que
creemos esclarecedora para las reflexiones siguientes.
La evangelización, hemos dicho, es un
paso complejo, con elementos variados: renovación de la humanidad, testimonio,
anuncio explícito, adhesión del corazón, entrada en la comunidad, acogida de
los signos, iniciativas de apostolado. Estos elementos pueden parecer
contrastantes, incluso exclusivos. En realidad son complementarios y mutuamente
enriquecedores. Hay que ver siempre cada uno de ellos integrado con los otros.
El mérito del reciente Sínodo ha sido el habernos invitado constantemente a
componer estos elementos, más bien que oponerlos entre sí, para tener la plena
comprensión de la actividad evangelizadora de la Iglesia.
En esta visión global lo que queremos
ahora exponer, examinando el contenido de la evangelización, los medios de
evangelizar, precisando a quién se dirige el anuncio evangélico y quién tiene
hoy el encargo de hacerlo.
25. En el mensaje que anuncia la Iglesia
hay ciertamente muchos elementos secundarios, cuya presentación depende en gran
parte de los cambios de circunstancias. Tales elementos cambian también. Pero
hay un contenido esencial, una substancia viva, que no se puede modificar ni
pasar por alto sin desnaturalizar gravemente la evangelización misma.
26. No es superfluo recordarlo:
evangelizar es, ante todo, dar testimonio, de una manera sencilla y directa, de
Dios revelado por Jesucristo mediante el Espíritu Santo. Testimoniar que ha amado
al mundo en su Verbo Encarnado, ha dado a todas las cosas el ser y ha llamado a
los hombres a la vida eterna. Para muchos, es posible que este testimonio de
Dios desconocido (55), a quien adoran sin darle un nombre concreto, o al que
buscar por sentir una llamada secreta en el corazón, al experimentar la
vacuidad de todos los ídolos. Pero este testimonio resulta plenamente
evangelizador cuando pone de manifiesto que para el hombre el Creador no es un
poder anónimo y lejano: es Padre. «Nosotros somos llamados hijos de Dios, y en
verdad lo somos» (56) y, por tanto, somos hermanos los unos de los otros, en
Dios.
27. La evangelización también debe
contener siempre -como base, centro y a la vez culmen de su dinamismo- una
clara proclamación de que en Jesucristo, Hijo de Dios hecho hombre, muerto y
resucitado, se ofrece la salvación a todos los hombres, como don de la gracia y
de la misericordia de Dios (57). No una salvación puramente inmanente, a medida
de las necesidades materiales o incluso espirituales que se agotan en el cuadro
de la existencia temporal y se identifican totalmente con los deseos, las
esperanzas, los asuntos y las luchas temporales, sino una salvación que
desborda todos estos límites para realizarse en una comunión con el único
Absoluto Dios, salvación trascendente, escatológica, que comienza ciertamente
en esta vida, pero que tiene su cumplimiento en la eternidad.
28. Por consiguiente, la evangelización
no puede por menos de incluir el anuncio profético de un más allá, vocación
profunda y definitiva del hombre, en continuidad y discontinuidad a la vez con
la situación presente: más allá del tiempo y de la historia, más allá de la
realidad de ese mundo, cuya dimensión oculta se manifestará un día; más allá
del hombre mismo, cuyo verdadero destino no se agota en su dimensión temporal
sino que nos será revelado en la vida futura (58). La evangelización comprende
además la predicación de la esperanza en las promesas hechas por Dios mediante
la nueva alianza en Jesucristo; la predicación del amor de Dios para con
nosotros y de nuestro amor hacia Dios, la predicación del amor fraterno para
con todos los hombres -capacidad de donación y de perdón, de renuncia, de ayuda
al hermano- que por descender del amor de Dios, es el núcleo del Evangelio; la
predicación del misterio del mal y de la búsqueda activa del bien. Predicación,
asimismo, y ésta se hace cada vez más urgente, de la búsqueda del mismo Dios a
través de la oración, sobre todo de adoración y de acción de gracias, y también
a través de la comunión con ese signo visible del encuentro con Dios que es la
Iglesia de Jesucristo; comunión que a su vez se expresa mediante la
participación en esos otros signos de Cristo, viviente y operante en la
Iglesia, que son los sacramentos. Vivir de tal suerte los sacramentos hasta
conseguir en su celebración una verdadera plenitud, no es, como algunos
pretenden, poner un obstáculo o aceptar una desviación de la evangelización: es
darle toda su integridad. Porque la totalidad de la evangelización, aparte de
la predicación del mensaje, consiste en implantar la Iglesia, la cual no existe
sin este respiro de la vida sacramental culminante en la Eucaristía (59).
29. La evangelización no sería completa
si no tuviera en cuenta la interpelación recíproca que en el curso de los
tiempos se establece entre el Evangelio y la vida concreta, personal y social,
del hombre. Precisamente por esto la evangelización lleva consigo un mensaje
explícito, adaptado a las diversas situaciones y constantemente actualizado,
sobre los derechos y deberes de toda persona humana, sobre la vida familiar sin
la cual apenas es posible el progreso personal (60), sobre la vida comunitaria
de la sociedad, sobre la vida internacional, la paz, la justicia, el
desarrollo; un mensaje, especialmente vigoroso en nuestros días, sobre la
liberación.
30. Es bien sabido en qué términos
hablaron durante el reciente Sínodo numerosos obispos de todos los continentes
y, sobre todo, los obispos del Tercer Mundo, con un acento pastoral en el que
vibraban las voces de millones de hijos de la Iglesia que forman tales pueblos.
Pueblos, ya lo sabemos, empeñados con todas sus energías en el esfuerzo y en la
lucha por superar todo aquello que los condena a quedar al margen de la vida:
hambres, enfermedades crónicas, analfabetismo, depauperación, injusticia en las
relaciones internacionales y, especialmente, en los intercambios comerciales,
situaciones de neocolonialismo económico y cultural, a veces tan cruel como el
político, etc. La Iglesia, repiten los obispos, tiene el deber de anunciar la
liberación de millones de seres humanos, entre los cuales hay muchos hijos
suyos; el deber de ayudar a que nazca esta liberación, de dar testimonio de la
misma, de hacer que sea total. Todo esto no es extraño a la evangelización.
31. Entre evangelización y promoción
humana -desarrollo, liberación- existen efectivamente lazos muy fuertes.
Vínculos de orden antropológico, porque el hombre que hay que evangelizar no es
un ser abstracto, sino un ser sujeto a los problemas sociales y
económicos. Lazos de orden teológico, ya
que no se puede disociar el plan de la creación del plan de la redención que
llega hasta situaciones muy concretas de injusticia, a la que hay que combatir
y de justicia que hay que restaurar. Vínculos de orden eminentemente evangélico
como es el de la caridad: en efecto, ¿cómo proclamar el mandamiento nuevo sin
promover, mediante la justicia y la paz, el verdadero, el auténtico crecimiento
del hombre? Nos mismos lo indicamos, al recordar que no es posible aceptar «que
la obra de evangelización pueda o deba olvidar las cuestiones extremadamente
graves, tan agitadas hoy día, que atañen a la justicia, a la liberación, al
desarrollo y a la paz en el mundo. Si esto ocurriera, sería ignorar la doctrina
del Evangelio acerca del amor hacia el prójimo que sufre o padece necesidad»
(61).
Pues bien, las mismas voces que con celo,
inteligencia y valentía abordaron durante el Sínodo este tema acuciante,
adelantaron, con gran complacencia por nuestra parte, los principios
iluminadores para comprender mejor la importancia y el sentido profundo de la
liberación tal y como la ha anunciado y realizado Jesús de Nazaret y la predica
la Iglesia.
32. No hay por qué ocultar, en efecto,
que muchos cristianos generosos, sensibles a las cuestiones dramáticas que
lleva consigo el problema de la liberación, al querer comprometer a la Iglesia
en el esfuerzo de liberación han sentido con frecuencia la tentación de reducir
su misión a las dimensiones de un proyecto puramente temporal; de reducir sus
objetivos, a una perspectiva antropocéntrica; la salvación, de la cual ella es
mensajera y sacramento, a un bienestar material; su actividad -olvidando toda
preocupación espiritual y religiosa- a iniciativas de orden político o social.
Si esto fuera así, la Iglesia perdería su significación más profunda. Su
mensaje de liberación no tendría ninguna originalidad y se prestaría a ser
acaparado y manipulado por los sistemas ideológicos y los partidos políticos.
No tendría autoridad para anunciar, de parte de Dios, la liberación. Por eso
quisimos subrayar en la misma alocución de la apertur del Sínodo «la necesidad
de reafirmar claramente la finalidad específicamente religiosa de la
evangelización. Esta última perdería su razón de ser si se desviara del eje
religioso que la dirige: ante todo el reino de Dios, en su sentido plenamente
teológico» (62).
La liberación
evangélica...
33. Acerca de la liberación que la
evangelización anuncia y se esfuerza por poner en práctica, más bien hay que
decir:
·
no puede reducirse a la simple y estrecha
dimensión económica, política, social o cultural, sino que debe abarcar al
hombre entero, en todas sus dimensiones, incluida su apertura al Absoluto, que
es Dios;
·
·
va por tanto unida a una cierta
concepción del hombre, a un antropología que no puede nunca sacrificarse a las
exigencias de una estrategia cualquiera, de una praxis o de un éxito a corto
plazo. ...
·
·
·
...centrada en el reino de Dios...
34. Por eso, al predicar la liberación y
al asociarse a aquellos que actúan y sufren por ella, la Iglesia no admite el
circunscribir su misión al solo terreno religioso, desinteresándose de los
problemas temporales del hombre; sino que reafirma la primacía de su vocación
espiritual, rechaza la substitución del anuncio del reino por la proclamación
de las liberaciones humanas, y proclama también que su contribución a la
liberación no sería completa si descuidara anunciar la salvación en Jesucristo.
... en una visión
evangélica del hombre...
35. La Iglesia asocia, pero no identifica
nunca, liberación humana y salvación en Jesucristo, porque sabe por revelación,
por experiencia histórica y por reflexión de fe, que no toda noción de
liberación es necesariamente coherente y compatible con una visión evangélica
del hombre, de las cosas y de los acontecimientos; que no es suficiente
instaurar la liberación, crear el bienestar y el desarrollo para que llegue el
reino de Dios.
Es más, la Iglesia está plenamente
convencida de que toda liberación temporal, toda liberación política -por más
que ésta se esfuerce en encontrar su justificación en tal o cual página del
Antiguo o del Nuevo Testamento; por más que acuda, para sus postulados
ideológicos y sus normas de acción, a la autoridad de los datos y conclusiones
teológicas; por más que pretenda ser la teología de hoy- lleva dentro de sí
misma el germen de su propia negación y decae del ideal que ella misma se
propone, desde el momento en que sus motivaciones profundas no son las de la
justicia en la caridad, la fuerza interior que la mueve no entraña una
dimensión verdaderamente espiritual y su objetivo final no es la salvación y la
felicidad en Dios.
36. La Iglesia considera ciertamente
importante y urgente la edificación de estructuras más humanas, más justas, más
respetuosas de los derechos de la persona, menos opresivas y menos
avasalladoras; pero es consciente de que aun las mejores estructuras, los
sistemas más idealizados se convierten pronto en inhumanos si las inclinaciones
inhumanas del hombre no son saneadas si no hay una conversión de corazón y de
mente por parte de quienes viven en esas estructuras o las rigen.
37. La Iglesia no puede aceptar la
violencia, sobre todo la fuerza de las armas -incontrolable cuando se desata- ni
la muerte de quienquiera que sea, como camino de liberación, porque sabe que la
violencia engendra inexorablemente nuevas formas de opresión y de esclavitud, a
veces más graves que aquellas de las que se pretende liberar. «Os exhortamos
-decíamos ya durante nuestro viaje a Colombia- a no poner vuestra confianza en
la violencia ni en la revolución; esta actitud es contraria al espíritu
cristiano e incluso puede retardar, en vez de favorecer, la elevación social a
la que legítimamente aspiráis» (63). «Debemos decir y reafirmar que la
violencia no es ni cristiana ni evangélica, y que los cambios bruscos o
violentos de las estructuras serán engañosos, ineficaces en sí mismos y
ciertamente no conformes con la dignidad del pueblo» (64).
38. Dicho esto, nos alegramos de que la
Iglesia tome una conciencia cada vez más viva de la propia forma, esencialmente
evangélica, de colaborar a la liberación de los hombres. Y ¿qué hace? Trata de
suscitar cada vez más numerosos cristianos que se dediquen a la liberación de
los demás. A estos cristianos «liberadores» les da una inspiración de fe, una
motivación de amor fraterno, una doctrina social a la que el verdadero
cristiano no sólo debe prestar atención, sino que debe ponerla como base de su
prudencia y de su experiencia para traducirla concretamente en categorías de
acción, de participación y de compromiso. Todo ello, sin que se confunda con
actitudes tácticas ni con el servicio a un sistema político, debe caracterizar
la acción del cristiano comprometido. La Iglesia se esfuerza por inserir
siempre la lucha cristiana por la liberación en el designio global de salvación
que ella misma anuncia.
Todo lo que acabamos de recordar aquí se
trató más de una vez en los debates del Sínodo. También Nos quisimos consagrar
a este tema algunas palabras de esclarecimiento en la alocución que dirigimos a
los padres al final de la Asamblea (65).
Esperamos que todas estas consideraciones
puedan ayudar a evitar la ambigüedad que reviste frecuentemente la palabra
«liberación» en las ideologías, los sistemas o los grupos políticos. La
liberación que proclama y prepara la evangelización es la que Cristo mismo ha
anunciado y dado al hombre con su sacrificio.
39. De esta justa liberación, vinculada a
la evangelización, que trata de lograr estructuras que salvaguarden la libertad
humana, no se puede separar la necesidad de asegurar todos los derechos
fundamentales del hombre, entre los cuales la libertad religiosa ocupa un
puesto de primera importancia. Recientemente hemos hablado acerca de la
actualidad de un importante aspecto de esta cuestión, poniendo de relieve como
«muchos cristianos, todavía hoy, precisamente porque son cristianos o
católicos, viven sofocados por una sistemática opresión. El drama de la
fidelidad a Cristo y de la libertad de religión, si bien paliado por
declaraciones categóricas en favor de los derechos de la persona y de la
sociabilidad humana, continúa» (66).
40. La evidente importancia del contenido
no debe hacer olvidar la importancia de los métodos y medios de la
evangelización. Este problema de cómo
evangelizar es siempre actual, porque las maneras de evangelizar cambian según
las diversas circunstancias de tiempo, lugar, cultura; por eso plantean casi un
desafío a nuestra capacidad de descubrir y adaptar.
A nosotros, Pastores de la Iglesia,
incumbe especialmente el deber de descubrir con audacia y prudencia, conservando
la fidelidad al contenido, las formas más adecuadas y eficaces de comunicar el
mensaje evangélico a los hombres de nuestro tiempo.
Bástenos aquí recordar algunos sistemas
de evangelización, que por un motivo u otro, tienen una importancia fundamental.
41. Ante todo, y sin necesidad de repetir
lo que ya hemos recordado antes, hay que subrayar esto: para la Iglesia el
primer medio de evangelización consiste en un testimonio de vida auténticamente
cristiana, entregada a Dios en una comunión que nada debe interrumpir y a la
vez consagrada igualmente al prójimo con un celo sin límites. «El hombre
contemporáneo escucha más a gusto a los que dan testimonio que a los que
enseñan -decíamos recientemente a un grupo de seglares-, o si escuchan a los
que enseñan, es porque dan testimonio» (67). San Pedro lo expresaba bien cuando
exhortaba a una vida pura y respetuosa, para que si alguno se muestra rebelde a
la palabra, sea ganado por la conducta (68). Será sobre todo mediante su conducta,
mediante su vida, como la Iglesia evangelizará al mundo, es decir, mediante un
testimonio vivido de fidelidad a Jesucristo, de pobreza y desapego de los
bienes materiales, de libertad frente a los poderes del mundo, en una palabra
de santidad.
42. No es superfluo subrayar a
continuación la importancia y necesidad de la predicación: «Pero ¿cómo
invocarán a Aquel en quien no han creído? Y, ¿cómo creerán sin haber oído de
El? Y ¿cómo oirán si nadie les predica?... Luego, la fe viene de la audición, y
la audición, por la palabra de Cristo» (69). Esta ley enunciada un día por San
Pablo conserva hoy todo su vigor. Sí,
es siempre indispensable la predicación, la proclamación verbal de un mensaje.
Sabemos bien que el hombre moderno, hastiado de discursos, se muestra con
frecuencia cansado de escuchar y, lo que es peor, inmunizado contra las
palabras. Conocemos también las ideas de numerosos sicólogos y sociólogos, que
afirman que el hombre moderno ha rebasado la civilización de la palabra, ineficaz
e inútil en estos tiempos, para vivir hoy en la civilización de la imagen. Estos hechos deberían ciertamente
impulsarnos a utilizar, en la transmisión del mensaje evangélico, los medios
modernos puestos a disposición por esta civilización. Es verdad que se han
realizado esfuerzos muy válidos en este campo. Nos no podemos menos de
alabarlos y alentarlos, a fin de que se desarrollen todavía más. El tedio que
provocan hoy tantos discursos vacíos, y la actualidad de muchas otras formas de
comunicación, no deben sin embargo disminuir el valor permanente de la palabra,
ni hacer prender la confianza en ella. La palabra permanece siempre actual,
sobre todo cuando va acompañada del poder de Dios (70). Por esto conserva
también su actualidad el axioma de San Pablo: «la fe viene de la audición»
(71), es decir, es la Palabra oída la que invita a creer.
43. Esta predicación evangelizadora toma
formas muy diversas, que el celo sugeriría cómo renovar constantemente. En
efecto, son innumerables los acontecimientos de la vida y las situaciones
humanas que ofrecen la ocasión de anunciar, de modo discreto pero eficaz, lo
que el Señor desea decir en una determinada circunstancia. Basta una verdadera
sensibilidad espiritual para leer en los acontecimientos el mensaje de Dios.
Además en un momento en que la liturgia renovada por el Concilio ha valorizado
mucho la «liturgia de la Palabra», sería un error no ver en la homilía un
instrumento válido y muy apto para la evangelización. Cierto que hay que conocer
y poner en práctica las exigencias y posibilidades de la homilía para que ésta
adquiera toda su eficacia pastoral. Pero sobre todo hay que estar convencido de
ello y entregarse a la tarea con amor. Esta predicación, inserida de manera
singular en la celebración eucarística, de la que recibe una fuerza y vigor
particular, tiene ciertamente un puesto especial en la evangelización, en la
medida en que expresa la fe profunda del ministro sagrado que predica y está
impregnada de amor. Los fieles, congregados para formar una Iglesia pascual que
celebra la fiesta del Señor presente en medio de ellos, esperan mucho de esta
predicación y sacan fruto de ella con tal que sea sencilla, clara, directa,
acomodada, profundamente enraizada en la enseñanza evangélica y fiel al
Magisterio de la Iglesia, animada por un ardor apostólico equilibrado que le
viene de su carácter propio, llena de esperanza, fortificadora de la fe y
fuente de paz y de unidad. Muchas
comunidades, parroquiales o de otro tipo, viven y se consolidan gracias a la
homilía de cada domingo, cuando ésta reúne dichas cualidades.
Añadamos que, gracias a la renovación de
la liturgia, la celebración eucarística no es el único momento apropiado para
la homilía. Esta tiene también un lugar propio, y no debe ser olvidada, en la
celebración de todos los sacramentos, en las paraliturgias, con ocasión de
otras reuniones de fieles. La homilía será siempre una ocasión privilegiada
para comunicar la Palabra del Señor.
44. A propósito de la evangelización, un
medio que no se puede descuidar es la enseñanza catequética. La inteligencia,
sobre todo tratándose de niños y adolescentes, necesita aprender mediante una
enseñanza religiosa sistemática los datos fundamentales, el contenido vivo de
la verdad que Dios ha querido transmitirnos y que la Iglesia ha procurado
expresar de manera cada vez más perfecta a lo largo de la historia. A nadie se
le ocurrirá poner en duda que esta enseñanza se ha de impartir con el objeto de
educar las costumbres, no de estacionarse en un plano meramente
intelectual. Con toda seguridad, el
esfuerzo de evangelización será grandemente provechoso, a nivel de la enseñanza
catequética dada en la iglesia, en las escuelas donde sea posible o en todo
caso en los hogares cristianos, si los catequistas disponen de textos
apropiados, puestos al día sabia y competentemente, bajo la autoridad de los
obispos. Los métodos deberán ser adaptados a la edad, a la cultura, a la
capacidad de las personas, tratando de fijar siempre en la memoria, la inteligencia
y el corazón las verdades esenciales que deberán impregnar la vida entera. Ante
todo, es menester preparar buenos catequistas -catequistas parroquiales,
instructores, padres- deseosos de perfeccionarse en este arte superior,
indispensable y exigente que es la enseñanza religiosa. Por lo demás, sin
necesidad de descuidar de ninguna manera la formación de los niños, se viene
observando que las condiciones actuales hacen cada día más urgente la enseñanza
catequética bajo la modalidad de un catecumenado para un gran número de jóvenes
y adultos que, tocados por la gracia, descubren poco a poco la figura de Cristo
y sienten la necesidad de entregarse a El.
45. En nuestro siglo influenciado por los
medios de comunicación social, el primer anuncio, la catequesis o el ulterior
ahondamiento de la fe, no pueden prescindir de esos medios, como hemos dicho
antes.
Puestos al servicio del Evangelio, ellos
ofrecen la posibilidad de extender casi sin límites el campo de audición de la
Palabra de Dios, haciendo llegar la Buena Nueva a millones de personas. La
Iglesia se sentiría culpable ante Dios si no empleara esos poderosos medios,
que la inteligencia humana perfecciona cada vez más. Con ellos la Iglesia
«pregona sobre los terrados» (72) el mensaje del que es depositaria. En ellos
encuentra una versión moderna y eficaz del «púlpito». Gracias a ellos puede
hablar a las masas.
Sin embargo, el empleo de los medios de
comunicación social en la evangelización supone casi un desafío: el mensaje
evangélico deberá, sí, llegar, a través de ellos, a las muchedumbres, pero con
capacidad para penetrar en las conciencias, para posarse en el corazón de cada
hombre en particular, con todo lo que éste tiene de singular y personal, y con
capacidad para suscitar en favor suyo una adhesión y un compromiso
verdaderamente personal.
46. Por estos motivos, además de la
proclamación que podríamos llamar colectiva del Evangelio, conserva toda su
validez e importancia esa otra transmisión de persona a persona. El Señor la ha
practicado frecuentemente -como lo prueban, por ejemplo, las conversaciones con
Nicodemos, Zaqueo, la Samaritana, Simón el fariseo- y lo mismo han hecho los
Apóstoles. En el fondo, ¿hay otra forma de comunicar el Evangelio que no sea la
de transmitir a otro la propia experiencia de fe? La urgencia de comunicar la
Buena Nueva a las masas de hombres no debería hacer olvidar esa forma de
anunciar mediante la cual se llega a la conciencia personal del hombre y se
deja en ella el influjo de una palabra verdaderamente extraordinaria que recibe
de otro hombre. Nunca alabaremos suficientemente a los sacerdotes que, a través
del sacramento de la penitencia o a través del diálogo pastoral, se muestran dispuestos
a guiar a las personas por el camino del Evangelio, a alentarlas en sus
esfuerzos, a levantarlas si han caído, a asistirlas siempre con discreción y
disponibilidad.
47. Sin embargo, nunca se insistirá
bastante en el hecho de que la evangelización no se agota con la predicación y
la enseñanza de una doctrina. Porque aquella debe conducir a la vida: a la vida
natural a la que da un sentido nuevo gracias a las perspectivas evangélicas que
le abre; a la vida sobrenatural, que no es una negación, sino purificación y
elevación de la vida natural. Esta vida sobrenatural encuentra su expresión
viva en los siete sacramentos y en la admirable fecundidad de gracia y santidad
que contienen.
La evangelización despliega de este modo
toda su riqueza cuando realiza la unión más íntima, o mejor, una
intercomunicación jamás interrumpida, entre la Palabra y los sacramentos. En un
cierto sentido es un equívoco oponer, como se hace a veces, la evangelización a
la sacramentalización. Porque es seguro que si los sacramentos se administran
sin darles un sólido apoyo de catequesis sacramental y de catequesis global, se
acabaría por quitarles gran parte de su eficacia. La finalidad de la
evangelización es precisamente la de educar en la fe, de tal manera, que
conduzca a cada cristiano a vivir -y no a recibir de modo pasivo o apático- los
sacramentos como verdaderos sacramentos de la fe.
48. Con ello estamos tocando un aspecto
de la evangelización que no puede dejarnos insensibles. Queremos referirnos
ahora a esa realidad que suele ser designada en nuestros días con el término de
religiosidad popular.
Tanto en las regiones donde la Iglesia
está establecida desde hace siglos, como en aquellas donde se está implantando,
se descubren en el pueblo expresiones particulares de búsqueda de Dios y de la
fe. Consideradas durante largo tiempo
como menos puras, y a veces despreciadas, estas expresiones constituyen hoy el
objeto de un nuevo descubrimiento casi generalizado. Durante el Sínodo, los
obispos estudiaron a fondo el significado de las mismas, con un realismo
pastoral y un celo admirable.
La religiosidad popular, hay que
confesarlo, tiene ciertamente sus límites. Está expuesta frecuentemente a
muchas deformaciones de la religión, es decir, a las supersticiones. Se queda
frecuentemente a un nivel de manifestaciones culturales, sin llegar a una
verdadera adhesión de fe. Puede incluso conducir a la formación de sectas y
poner en peligro la verdadera comunidad eclesial.
Pero cuando está bien orientada, sobre
todo mediante una pedagogía de evangelización, contiene muchos valores. Refleja
una sed de Dios que solamente los pobres y sencillos pueden conocer. Hace capaz
de generosidad y sacrificio hasta el heroísmo, cuando se trata de manifestar la
fe. Comporta un hondo sentido de los atributos profundos de Dios: la
paternidad, la providencia, la presencia amorosa y constante. Engendra
actitudes interiores que raramente pueden observarse en el mismo grado en
quienes no poseen esa religiosidad: paciencia, sentido de la cruz en la vida
cotidiana, desapego, aceptación de los demás, devoción. Teniendo en cuenta esos
aspectos, la llamamos gustosamente «piedad popular», es decir, religión del
pueblo, más bien que religiosidad.
La caridad pastoral debe dictar, a
cuantos el Señor ha colocado como jefes de las comunidades eclesiales, las
normas de conducta con respecto a esta realidad, a la vez tan rica y tan
amenazada. Ante todo, hay que ser sensible a ella, saber percibir sus
dimensiones interiores y sus valores innegables, estar dispuesto a ayudarla a
superar sus riesgos de desviación. Bien orientada, esta religiosidad popular
puede ser cada vez más, para nuestras masas populares, un verdadero encuentro
con Dios en Jesucristo.
49. Las últimas palabras de Jesús en el
Evangelio de Marcos confieren a la evangelización, que el Señor confía a los
Apóstoles, una universalidad sin fronteras: «Id por todo el mundo y predicad el
Evangelio a toda criatura» (73).
Los Doce y la primera generación de
cristianos han comprendido bien la lección de este texto y de otros parecidos;
han hecho de ellos su programa de acción. La misma persecución, al dispersar a
los Apóstoles, contribuyó a diseminar la Palabra y a implantar la Iglesia hasta
en las regiones más remotas. La admisión de Pablo entre los Apóstoles y su
carisma de predicador de la venida de Jesucristo a los paganos -no judíos-
subrayó todavía más esta universalidad.
50. A lo largo de veinte siglos de
historia, las generaciones cristianas han afrontado periódicamente diversos
obstáculos a esta misión de universalidad. Por una parte, la tentación de los
mismos evangelizadores de estrechar bajo distintos pretextos su campo de acción
misionera. Por otra, las resistencias, muchas veces humanamente insuperables de
aquellos a quienes el evangelizador se dirige. Además, debemos constatar con
tristeza que la obra evangelizadora de la Iglesia es gravemente dificultada, si
no impedida, por los poderes públicos. Sucede, incluso en nuestros días, que a
los anunciadores de la palabra de Dios se les priva de sus derechos, son
perseguidos, amenazados, eliminados sólo por el hecho de predicar a Jesucristo
y su Evangelio. Pero abrigamos la confianza de que finalmente, a pesar de estas
pruebas dolorosas, la obra de estos apóstoles no faltará en ninguna región del
mundo.
No obstante estas adversidades, la
Iglesia reaviva siempre su inspiración más profunda, la que le viene directamente
del Maestro: ¡A todo el mundo! ¡A toda criatura! ¡Hasta los confines de la
tierra! Lo ha hecho nuevamente en el Sínodo, como una llamada a no encadenar el
anuncio evangélico limitándolo a un sector de la humanidad o a una clase de
hombres o a un solo tipo de cultura.
Algunos ejemplos podrían ser reveladores.
51. Revelar a Jesucristo y su Evangelio a
los que no los conocen: he ahí el programa fundamental que la Iglesia, desde la
mañana de Pentecostés, ha asumido, como recibido de su Fundador. Todo el Nuevo
Testamento, y de manera especial los Hechos de los Apóstoles, testimonian el
momento privilegiado, y en cierta manera ejemplar, de este esfuerzo misionero
que jalonará después toda la historia de la Iglesia.
La Iglesia lleva a efecto este primer
anuncio de Jesucristo mediante una actividad compleja y diversificada, que a
veces se designa con el nombre de «pre-evangelización», pero que muy bien
podría llamarse evangelización, aunque en un estadio de inicio y ciertamente
incompleto. Cuenta con una gama casi infinita de medios: la predicación
explícita, por supuesto, pero también el arte, los intentos científicos, la
investigación filosófica, el recurso legítimo a los sentimientos del corazón
del hombre podrían colocarse en el ámbito de esta finalidad.
52. Aunque este primer anuncio va
dirigido de modo específico a quienes nunca han escuchado la Buena Nueva de
Jesús o a los niños, se está volviendo cada vez más necesario, a causa de las
situaciones de descristianización frecuentes en nuestros días, para gran número
de personas que recibieron el bautismo, pero viven al margen de toda vida
cristiana; para las gentes sencillas que tienen una cierta fe, pero conocen
poco los fundamentos de la misma; para los intelectuales que sienten necesidad
de conocer a Jesucristo bajo una luz distinta de la enseñanza que recibieron en
su infancia, y para otros muchos.
53. Asimismo se dirige a inmensos
sectores de la humanidad que practican religiones no cristianas. La Iglesia
respeta y estima estas religiones no cristianas, por ser la expresión viviente
del alma de vastos grupos humanos. Llevan en sí mismas el eco de milenios a la
búsqueda de Dios; búsqueda incompleta pero hecha frecuentemente con sinceridad
y rectitud de corazón. Poseen un impresionante patrimonio de textos
profundamente religiosos. Han enseñado a generaciones de personas a orar. Todas
están llenas de innumerables «semillas del Verbo» (74) y constituyen una auténtica
«preparación evangélica» (75), por citar una feliz expresión del Concilio
Vaticano II tomada de Eusebio de Cesarea.
Ciertamente, tal situación suscita
cuestiones complejas y delicadas, que conviene estudiar a la luz de la
Tradición cristiana y del Magisterio de la Iglesia, con el fin de ofrecer a los
misioneros de hoy y de mañana nuevos horizontes en sus contactos con las
religiones no cristianas. Ante todo, queremos poner ahora de relieve que ni el
respeto ni la estima hacia estas religiones, ni la complejidad de las
cuestiones planteadas implican para la Iglesia una invitación a silenciar ante
los no cristianos el anuncio de Jesucristo. Al contrario, la Iglesia piensa que
estas multitudes tienen derecho a conocer la riqueza del misterio de Cristo (76),
dentro del cual creemos que toda la humanidad puede encontrar, con insospechada
plenitud, todo lo que busca a tientas acerca de Dios, del hombre y de su
destino, de la vida y de la muerte, de la verdad. De ahí que, aun frente a las expresiones religiosas naturales más
dignas de estima, la Iglesia se funde en el hecho de que la religión de Jesús,
la misma que Ella anuncia por medio de la evangelización, sitúa objetivamente
al hombre en relación con el plan de Dios, con su presencia viva, con su acción;
hace hallar de nuevo el misterio de la Paternidad divina que sale al encuentro
de la humanidad. En otras palabras, nuestra religión instaura efectivamente una
relación auténtica y viviente con Dios, cosa que las otras religiones no
lograron establecer, por más que tienen, por decirlo así, extendidos sus brazos
hacia el cielo.
Por eso la Iglesia mantiene vivo su
empuje misionero e incluso desea intensificarlo en un momento histórico como el
nuestro. La Iglesia se siente responsable ante todos los pueblos. No descansará
hasta que no haya puesto de su parte todo lo necesario para proclamar la Buena
Nueva de Jesús Salvador. Prepara siempre nuevas generaciones de apóstoles. Lo
constatamos con gozo en unos momentos en que no faltan quienes piensan, e
incluso dicen, que el ardor y el empuje misionero son cosa del pasado. El
Sínodo acaba de responder que el anuncio misionero no se agota y que la Iglesia
se esforzará siempre en conseguir su perfeccionamiento.
54. Sin embargo, la Iglesia no se siente
dispensada de prestar una atención igualmente infatigable hacia aquellos que
han recibido la fe y que, a veces desde hace muchas generaciones permanecen en
contacto con el Evangelio. Trata así de profundizar, consolidar, alimentar,
hacer cada vez más madura la fe de aquellos que se llaman ya fieles o
creyentes, a fin de que lo sean cada vez más.
Esta fe está casi siempre enfrentada al secularismo, es decir, a un
ateísmo militante; es una fe expuesta a pruebas y amenazas, más aún, una fe
asediada y combatida. Corre el riesgo de morir por asfixia o por inanición, si
no se la alimenta y sostiene cada día. Por tanto evangelizar debe ser, con
frecuencia, comunicar a la fe de los fiele -particularmente mediante una
catequesis llena de savia evangélica y con un lenguaje adaptado a los tiempos y
a las personas- este alimento y este apoyo necesarios.
La Iglesia católica abriga un vivo anhelo
de los cristianos que no están en plena comunión con Ella: mientras prepara con
ellos la unidad querida por Cristo, y precisamente para preparar la unidad en
la verdad, tiene conciencia de que faltaría gravemente a su deber si no diese
testimonio, ante ellos, de la plenitud de la revelación de que es depositaria.
55. Igualmente significativa es la preocupación,
presente en el Sínodo, hacia dos esferas muy diferentes la una de la otra y sin
embargo muy próximas entre sí por el desafío que, cada una a su modo, lanzan a
la evangelización. La primera es aquella que podemos llamar el aumento de la
incredulidad en el mundo moderno. El Sínodo se propuso describir este mundo
moderno: bajo este nombre genérico, ¡cuántas corrientes de pensamiento, valores
y contravalores, aspiraciones latentes o semillas de destrucción, convicciones
antiguas que desaparecen y convicciones nuevas que se imponen!
Desde el punto de vista espiritual, este
mundo moderno parece debatirse siempre en lo que un autor contemporáneo ha
llamado «el drama del humanismo ateo» (77).
Por una parte, hay que constatar en el
corazón mismo de este mundo contemporáneo un fenómeno, que constituye como su
marca más característica: el secularismo. No hablamos de la secularización en
el sentido de un esfuerzo, en sí mismo justo y legítimo, no incompatible con la
fe y la religión, por descubrir en la creación, en cada cosa o en cada
acontecimiento del universo, las leyes que los rigen con una cierta autonomía,
con la convicción interior de que el Creador ha puesto en ellos sus leyes. El
reciente Concilio afirmó, en este sentido, la legítima autonomía de la cultura
y, particularmente, de las ciencias (78). Tratamos aquí del verdadero
secularismo: una concepción del mundo según la cual este último se explica por
sí mismo sin que sea necesario recurrir a Dios; Dios resultaría pues superfluo
y hasta un obstáculo. Dicho secularismo, para reconocer el poder del hombre,
acaba por sobrepasar a Dios e incluso por renegar de El.
Nuevas formas de ateísmo -un ateísmo
antropocéntrico, no ya abstracto y metafísico, sino pragmático y militante-
parecen desprenderse de él. En unión con este secularismo ateo, se nos propone
todos los días, bajo las formas más distintas, una civilización del consumo, el
hedonismo erigido en valor supremo, una voluntad de poder y de dominio, de
discriminaciones de todo género: constituyen otras tantas inclinaciones
inhumanas de este «humanismo».
Por otra parte, y paradójicamente, en
este mismo mundo moderno, no se puede negar la existencia de valores
inicialmente cristianos o evangélicos, al menos bajo forma de vida o de
nostalgia. No sería exagerado hablar de un poderoso y trágico llamamiento a ser
evangelizado.
56. Una segunda esfera es la de los no
practicantes; toda una muchedumbre, hoy día muy numerosa, de bautizados que, en
gran medida, no han renegado formalmente de su bautismo, pero están totalmente
al margen del mismo y no lo viven. El fenómeno de los no practicantes es muy
viejo en la historia del cristianismo y supone una debilidad natural, una gran
incongruencia que nos duele en lo más profundo de nuestro corazón. Sin embargo,
hoy día presenta aspectos nuevos. Se explica muchas veces por el desarraigo
típico de nuestra época. Nace también del hecho de que los cristianos se
aproximan hoy a los no creyentes y reciben constantemente el influjo de la
incredulidad. Por otra parte, los no practicantes contemporáneos, más que los
de otras épocas tratan de explicar y justificar su posición en nombre de una
religión interior, de una autonomía o de una autenticidad personal.
Ateos y no creyentes por una parte, no
practicantes por otra, oponen a la evangelización resistencias no pequeñas. Los
primeros, la resistencia de un cierto rechazo, la incapacidad de comprender el
nuevo orden de las cosas, el nuevo sentido del mundo, de la vida, de la
historia, que resulta una empresa imposible si no se parte del Absoluto que es
Dios. Los otros, la resistencia de la inercia, la actitud un poco hostil de
alguien que se siente como de casa, que dice saberlo todo, haber probado todo y
ya no cree en nada.
Secularismo ateo y ausencia de práctica
religiosa se encuentran en los adultos y en los jóvenes, en la élite y en la
masa, en las angustias y en las jóvenes Iglesias. La acción evangelizadora de
la Iglesia, que no puede ignorar estos dos mundos ni detenerse ante ellos, debe
buscar constantemente los medios y el lenguaje adecuados para proponerles la
revelación de Dios y la fe en Jesucristo.
57. Como Cristo durante el tiempo de su
predicación, como los Doce en la mañana de Pentecostés, la Iglesia tiene
también ante sí una inmensa muchedumbre humana que necesita del Evangelio y
tiene derecho al mismo, pues Dios «quiere que todos los hombres se salven y
lleguen al conocimiento de la verdad» (79).
Sensible a su deber de predicar la salvación
a todos sabiendo que el mensaje evangélico no está reservado a un pequeño grupo
de iniciados, de privilegiados o elegidos, sino que está destinado a todos, la
Iglesia hace suya la angustia de Cristo ante las multitudes errantes y
abandonadas «como ovejas sin pastor» y repite con frecuencia su palabra: «Tengo
compasión de la muchedumbre» (80).
Pero también es consciente de que, por
medio de una eficaz predicación evangélica, debe dirigir su mensaje al corazón
de las masas, a las comunidades de fieles, cuya acción puede y debe llegar a
los demás.
58. El Sínodo se ocupó mucho de estas
«pequeñas comunidades» o «comunidades de base», ya que en la Iglesia de hoy se
las menciona con frecuencia. ¿Qué son y por qué deben ser destinatarias
especiales de la evangelización y al mismo tiempo evangelizadoras?
Florecen un poco por todas partes en la
Iglesia, según los distintos testimonios escuchados durante el Sínodo, y se
diferencian bastante entre sí aun dentro de una misma región, y mucho más de
una región a otra.
En ciertas regiones surgen y se
desarrollan, salvo alguna excepción, en el interior de la Iglesia,
permaneciendo solidarias con su vida, alimentadas con sus enseñanzas, unidas a
sus Pastores. En estos casos, nacen de la necesidad de vivir todavía con más
intensidad la vida de la Iglesia; o del deseo y de la búsqueda de una dimensión
más humana que difícilmente pueden ofrecer las comunidades eclesiales más
grandes, sobre todo en las metrópolis urbanas contemporáneas que favorecen a la
vez la vida de masa y el anonimato. Pero igualmente pueden prolongar a nivel
espiritual y religioso -culto, cultivo de una fe más profunda, caridad
fraterna, oración, comunión con los Pastores- la pequeña comunidad sociológica,
el pueblo, etc. O también quieren reunir para escuchar y meditar la Palabra,
para los sacramentos y el vínculo del Agape, grupos homogéneos por la edad, la
cultura, el estado civil o la situación social, como parejas, jóvenes,
profesionales, etc., personas éstas que la vida misma encuentra ya unidas en la
lucha por la justicia, la ayuda fraterna a los pobres, la promoción humana,
etc. O, en fin, reúnen a los cristianos donde la penuria de sacerdotes no
favorece la vida normal de una comunidad parroquial. Todo esto, por supuesto, al interior de las comunidades
constituidas por la Iglesia, sobre todo de las Iglesias particulares y de las
parroquias.
En otras regiones, por el contrario, las
comunidades de base se reúnen con un espíritu de crítica amarga hacia la
Iglesia, que estigmatizan como «institucional» y a la que se oponen como
comunidades carismáticas, libres de estructuras, inspiradas únicamente en el
Evangelio. Tienen pues como característica una evidente actitud de censura y de
rechazo hacia las manifestaciones de la Iglesia: su jerarquía, sus signos.
Contestan radicalmente esta Iglesia. En esta línea, su inspiración principal se
convierte rápidamente en ideológica y no es raro que sean muy pronto presa de
una opción política, de una corriente, y más tarde de un sistema, o de un
partido, con el riesgo de ser instrumentalizadas.
La diferencia es ya notable: las
comunidades que por su espíritu de contestación se separan de la Iglesia, cuya
unidad perjudican, pueden llamarse «comunidades de base», pero ésta es una denominación
estrictamente sociológica. No pueden, sin abusar del lenguaje, llamarse
comunidades eclesiales de base, aunque tengan la pretensión de perseverar en la
unidad de la Iglesia, manteniéndose hostiles a la jerarquía. Este nombre
pertenece a las otras, a las que se forman en Iglesia para unirse a la Iglesia
y para hacer crecer a la Iglesia.
Estas últimas comunidades serán un lugar
de evangelización, en beneficio de las comunidades más vastas, especialmente de
las Iglesias particulares, y serán una esperanza para la Iglesia universal,
como Nos mismo dijimos al final del Sínodo, en la medida en que:
·
buscan su alimento en la palabra de Dios
y no se dejan aprisionar por la polarización política o por las ideologías de
moda, prontas a explotar su inmenso potencial humano;
·
evitan la tentación siempre amenazadora
de la contestación sistemática y del espíritu hipercrítico, bajo pretexto de
autenticidad y de espíritu de colaboración;
·
permanecen firmemente unidas a la Iglesia
local en la que ellas se insieren, y a la Iglesia universal, evitando así el
peligro -muy real- de aislarse en sí mismas, de creerse, después, la única
auténtica Iglesia de Cristo y, finalmente, de anatemizar a las otras
comunidades eclesiales;
·
guardan una sincera comunión con los
Pastores que el Señor ha dado a su Iglesia y al Magisterio que el Espíritu de
Cristo les ha confiado;
·
no se creen jamás el único destinatario o
el único agente de evangelización, esto es, el único depositario del Evangelio,
sino que, conscientes de que la Iglesia es mucho más vasta y diversificada,
aceptan que la Iglesia se encarna en formas que no son las de ellas;
·
crecen cada día en responsabilidad, celo,
compromiso e irradiación misioneros;
·
se muestran universalistas y no
sectarias.
Con estas condiciones, ciertamente
exigentes pero también exaltantes, las comunidades eclesiales de base
corresponderán a su vocación más fundamental: escuchando el Evangelio que les
es anunciado, y siendo destinatarias privilegiadas de la evangelización, ellas
mismas se convertirán rápidamente en anunciadoras del Evangelio.
59. Si hay hombres que proclaman en el
mundo el Evangelio de salvación, lo hacen por mandato, en nombre y con la gracia
de Cristo Salvador. «¿Cómo predicarán si no son enviados?» (81), escribía el
que fue sin duda uno de los más grandes evangelizadores. Nadie puede hacerlo,
sin haber sido enviado.
¿Quién tiene, pues, la misión de
evangelizar? El Concilio Vaticano II ha
dado una respuesta clara: «Incumbe a la Iglesia por mandato divino ir por todo
el mundo y anunciar el Evangelio a toda creatura» (82). Y en otro texto afirma:
«La Iglesia entera es misionera, la obra de evangelización es un deber
fundamental del pueblo de Dios» (83).
Hemos recordado anteriormente esta
vinculación íntima entre la Iglesia y la evangelización. Cuando la Iglesia
anuncia el reino de Dios y lo construye, ella se implanta en el corazón del
mundo como signo e instrumento de ese reino que está ya presente y que
viene. El Concilio ha recogido, porque
son muy significativas, estas palabras de San Agustín sobre la acción misionera
de los Doce: «predicando la palabra de verdad, engendraron las Iglesias» (84).
60. La constatación de que la Iglesia es
enviada y tiene el mandato de evangelizar a todo el mundo, debería despertar en
nosotros una doble convicción.
Primera: evangelizar no es para nadie un
acto individual y aislado, sino profundamente eclesial. Cuando el más humilde
predicador, catequista o Pastor, en el lugar más apartado, predica el
Evangelio, reúne su pequeña comunidad o administra un sacramento, aun cuando se
encuentra solo, ejerce un acto de Iglesia y su gesto se enlaza mediante
relaciones institucionales ciertamente, pero también mediante vínculos
invisibles y raíces escondidas del orden de la gracia, a la actividad
evangelizadora de toda la Iglesia. Esto supone que lo haga, no por una misión
que él se atribuye o por inspiración personal, sino en unión con la misión de la
Iglesia y en su nombre.
De ahí, la segunda convicción: si cada
cual evangeliza en nombre de la Iglesia, que a su vez lo hace en virtud de un
mandato del Señor, ningún evangelizador es el dueño absoluto de su acción
evangelizadora, con un poder discrecional para cumplirla según los criterios y
perspectivas individualistas, sino en comunión con la Iglesia y sus Pastores.
La Iglesia es toda ella evangelizadora,
como hemos subrayado. Esto significa que para el conjunto del mundo y para cada
parte del mismo donde ella se encuentra, la Iglesia se siente responsable de la
tarea de difundir el Evangelio.
61. Llegados a este punto de nuestra
reflexión nos detenemos con vosotros, hermanos e hijos, sobre una cuestión
particularmente importante en nuestros días.
En su celebración litúrgica, en su
testimonio ante los jueces y los verdugos, en sus textos apologéticos, los
primeros cristianos manifestaban gustosamente su fe profunda en la Iglesia,
indicándola como extendida por todo el universo. Tenían plena conciencia de
pertenecer a una gran comunidad que ni el espacio ni el tiempo podían limitar:
«Desde el justo Abel hasta el último elegido» (85), «hasta los extremos de la
tierra» (86), «hasta la consumación del mundo» (87).
Así ha querido el Señor a su Iglesia:
universal, árbol grande cuyas ramas dan cobijo a las aves del cielo (88), red
que recoge toda clase de peces (89) o que Pedro saca cargada de 153 grandes
peces (90), rebaño que un solo pastor conduce a los pastos (91). Iglesia
universal sin límites ni fronteras, salvo, por desgracia, las del corazón y del
espíritu del hombre pecador.
62. Sin embargo, esta Iglesia universal
se encarna de hecho en las Iglesias particulares, constituidas de tal o cual
porción de humanidad concreta, que hablan tal lengua, son tributarias de una
herencia cultural, de una visión del mundo, de un pasado histórico, de un
substrato humano determinado. La apertura a las riquezas de la Iglesia
particular responde a una sensibilidad especial del hombre contemporáneo.
Guardémonos bien de concebir la Iglesia
universal como la suma o, si se puede decir, la federación más o menos anómala
de Iglesias particulares esencialmente diversas. En el pensamiento del Señor es
la Iglesia, universal por vocación y por misión, la que, echando sus raíces en
la variedad de terrenos culturales, sociales, humanos, toma en cada parte del
mundo aspectos, expresiones externas diversas.
Por lo mismo, una Iglesia particular que
se desgajara voluntariamente de la Iglesia universal perdería su referencia al
designio de Dios y se empobrecería en su dimensión eclesial. Pero, por otra
parte, la Iglesia «difundida por todo el orbe» se convertiría en una
abstracción, si no tomase cuerpo y vida precisamente a través de las Iglesias
particulares. Sólo una atención permanente a los dos polos de la Iglesia nos
permitirá percibir la riqueza de esta relación entre la Iglesia universal e
Iglesias particulares.
63. Las Iglesias particulares
profundamente amalgamadas, no sólo con las personas, sino también con las
aspiraciones, las riquezas y límites, las maneras de orar, de amar, de
considerar la vida y el mundo que distinguen a tal o cual conjunto humano,
tienen la función de asimilar lo esencial del mensaje evangélico, de
trasvasarlo, sin la menor traición a su verdad esencial, al lenguaje que esos
hombres comprenden, y, después de anunciarlo en ese mismo lenguaje.
Dicho trasvase hay que hacerlo con el
discernimiento, la seriedad, el respeto y la competencia que exige la materia,
en el campo de las expresiones litúrgicas (92), de las catequesis, de la
formulación teológica, de las estructuras eclesiales secundarias, de los
ministerios. El lenguaje debe entenderse aquí no tanto a nivel semántico o
literario cuanto al que podría llamarse antropológico y cultural.
El problema es sin duda delicado. La
evangelización pierde mucho de su fuerza y de su eficacia, si no toma en
consideración al pueblo concreto al que se dirige, si no utiliza su «lengua»,
sus signos y símbolos, si no responde a las cuestiones que plantea, no llega a
su vida concreta. Pero, por otra parte, la evangelización corre el riesgo de
perder su alma y desvanecerse, si se vacía o desvirtúa su contenido, bajo pretexto
de traducirlo; si queriendo adaptar una realidad universal a un espacio local,
se sacrifica esta realidad y se destruye la unidad sin la cual no hay
universalidad. Ahora bien, solamente una Iglesia que mantenga la conciencia de
su universalidad y demuestre que es de hecho universal puede tener un mensaje
capaz de ser entendido por encima de los límites regionales, en el mundo
entero.
Una legítima atención a las Iglesias
particulares no puede menos de enriquecer a la Iglesia. Es indispensable y
urgente. Responde a las aspiraciones más profundas de los pueblos y de las
comunidades humanas de hallar cada vez más su propia fisonomía.
64. Pero este enriquecimiento exige que
las Iglesias locales mantengan esa clara apertura a la Iglesia universal. Hay
que notar bien, por lo demás, que los cristianos más sencillos, más
evangélicos, más abiertos al verdadero sentido de la Iglesia, tienen una
sensibilidad espontánea con respecto a esta dimensión universal; sienten
instintiva y profundamente su necesidad; se reconocen fácilmente en ella,
vibran con ella y sufren en lo más hondo de sí mismos cuando, en nombre de
teorías que ellos no comprenden, se les quiere imponer una iglesia desprovista
de esta universalidad, iglesia regionalista, sin horizontes.
Por otra parte, como demuestra la
historia, cada vez que tal o cual Iglesia particular, a veces con las mejores
intenciones, con argumentos teológicos, sociológicos, políticos o pastorales, o
también con el deseo de una cierta libertad de movimiento o de acción, se ha
desgajado de la Iglesia universal y de su centro viviente y visible, muy
difícilmente ha escapado -si es que lo ha logrado- a dos peligros igualmente
graves: peligro, por una parte, de aislamiento esterilizador y también, a corto
plazo, de desmoronamiento, separándose de ella las células, igual que ella se
ha separado del núcleo central; y, por otra parte, peligro de perder su
libertad cuando, desgajada del centro y de las otras Iglesias que le
comunicaban fuerza y energía, se encuentra abandonada, quedando sola frente a
las fuerzas más diversas de servilismo y explotación.
Cuanto más ligada está una Iglesia
particular por vínculos sólidos a la Iglesia universal -en la caridad y la
lealtad, en la apertura al Magisterio de Pedro, en la unidad de la Lex orandi,
que es también Lex credendi, en el deseo de unidad con todas las demás Iglesias
que componen la universalidad-, tanto más esta Iglesia será capaz de traducir
el tesoro de la fe en la legítima variedad de expresiones de la profesión de
fe, de la oración y del culto, de la vida y del comportamiento cristianos, del
esplendor del pueblo en que ella se inserta. Tanto más será también
evangelizadora de verdad, es decir, capaz de beber en el patrimonio universal
para lograr que el pueblo se aproveche de él, así como de comunicar a la
Iglesia universal la experiencia y la vida de su pueblo, en beneficio de todos.
65. Precisamente en este sentido quisimos
pronunciar, en la clausura del Sínodo, una palabra clara y llena de paterno
afecto, insistiendo sobre la función del Sucesor de Pedro como principio
visible, viviente y dinámico de la unidad entre las Iglesias y,
consiguientemente, de la universalidad de la única Iglesia (93). Insistíamos también sobre la grave
responsabilidad que nos incumbe, que compartimos con nuestros hermanos en el
Episcopado, de guardar inalterable el contenido de la fe católica que el Señor
confió a los Apóstoles: traducido en todos los lenguajes, revestido de símbolos
propios en cada pueblo, explicitado por expresiones teológicas que tienen en
cuenta medios culturales, sociales y también raciales diversos, debe seguir
siendo el contenido de la fe católica tal cual el Magisterio eclesial lo ha
recibido y lo transmite.
66. Toda la Iglesia está pues llamada a
evangelizar y, sin embargo, en su seno tenemos que realizar diferentes tareas
evangelizadoras. Esta diversidad de
servicios en la unidad de la misma misión constituye la riqueza y la belleza de
la evangelización. Recordemos estas tareas en pocas palabras.
En primer lugar, séanos permitido señalar
en las páginas del Evangelio la insistencia con la que el Señor confía a los
Apóstoles la función de anunciar la Palabra. El los ha escogido (94), formado durante
varios años de intimidad (95), constituido (96) y mandado (97) como testigos y
maestros autorizados del mensaje de salvación.
Y los Doce han enviado a su vez a sus sucesores que, en la línea
apostólica, continúan predicando la Buena Nueva.
67. El Sucesor de Pedro, por voluntad de
Cristo, está encargado del ministerio preeminente de enseñar la verdad
revelada. El Nuevo Testamento presenta frecuentemente a Pedro «lleno del
Espíritu Santo», tomando la palabra en nombre de todos (98). Por eso mismo San
León Magno habla de él como de aquel que ha merecido el primado del apostolado
(99). Por la misma razón la voz de la Iglesia presenta al Papa «en su culmen
-in apice, in specula-, del apostolado» (100). El Concilio Vaticano II ha querido
subrayarlo, declarando que «el mandato de Cristo de predicar el Evangelio a
toda criatura (cf. Mc. 16, 15) se refiere ante todo e inmediatamente a los
obispos con Pedro y bajo la guía de Pedro» (101).
La potestad plena, suprema y universal
(102) que Cristo ha confiado a su Vicario para el gobierno pastoral de su
Iglesia, consiste por tanto especialmente en la actividad, que ejerce el Papa,
de predicar y de hacer predicar la Buena Nueva de la salvación.
68. Unidos al Sucesor de Pedro, los
obispos, sucesores de los Apóstoles, reciben en virtud de su ordenación
episcopal, la autoridad para enseñar en la Iglesia la verdad revelada. Son los
maestros de la fe.
A los obispos están asociados en el
ministerio de la evangelización, como responsables a título especial, los que
por la ordenación sacerdotal obran en nombre de Cristo (103), en cuanto
educadores del pueblo de Dios en la fe, predicadores, siendo además ministros
de la Eucaristía y de los otros sacramentos.
Todos nosotros, los Pastores, estamos
pues invitados a tomar conciencia de este deber, más que cualquier otro miembro
de la Iglesia. Lo que constituye la singularidad de nuestro servicio
sacerdotal, lo que da unidad profunda a la infinidad de tareas que nos
solicitan a lo largo de la jornada y de la vida, lo que confiere a nuestras
actividades una nota específica, es precisamente esta finalidad presente en
toda acción nuestra: «anunciar el Evangelio de Dios» (104).
He ahí un rasgo de nuestra identidad, que
ninguna duda debiera atacar, ni ninguna objeción eclipsar: en cuanto Pastores,
hemos sido escogidos por la misericordia del Supremo Pastor (105), a pesar de
nuestra insuficiencia, para proclamar con autoridad la Palabra de Dios; para
reunir al pueblo de Dios que estaba disperso: para alimentar a este pueblo con
los signos de la acción de Cristo que son los sacramentos; para ponerlo en el
camino de la salvación; para mantenerlo en esa unidad de la que nosotros somos,
a diferentes niveles, instrumentos activos y vivos; para animar sin cesar a
esta comunidad reunida en torno a Cristo siguiendo la línea de su vocación más
íntima. Y cuando, en la medida de nuestros límites humanos y secundando la
gracia de Dios, cumplimos todo esto, realizamos una labor de evangelización:
Nos, como Pastor de la Iglesia universal; nuestros hermanos los obispos, a la
cabeza de las Iglesias locales; los sacerdotes y diáconos, unidos a sus
obispos, de los que son colaboradores, por una comunión que tiene su fuente en
el sacramento del orden y en la caridad de la Iglesia.
69. Los religiosos, también ellos, tienen
en su vida consagrada un medio privilegiado de evangelización eficaz. A través
de su ser más íntimo, se sitúan dentro del dinamismo de la Iglesia, sedienta de
lo Absoluto de Dios, llamada a la santidad. Es de esta santidad de la que ellos
dan testimonio. Ellos encarnan la Iglesia deseosa de entregarse al radicalismo
de las bienaventuranzas. Ellos son por su vida signo de total disponibilidad
para con Dios, la Iglesia, los hermanos.
Por esto, asumen una importancia especial
en el marco del testimonio que, como hemos dicho anteriormente, es primordial
en la evangelización. Este testimonio silencioso de pobreza y de
desprendimiento, de pureza y de transparencia, de abandono en la obediencia puede
ser a la vez que una interpelación al mundo y a la Iglesia misma, una
predicación elocuente, capaz de tocar incluso a los no cristianos de buena
voluntad, sensibles a ciertos valores.
En esta perspectiva se intuye el papel
desempeñado en la evangelización por los religiosos y religiosas consagrados a
la oración, al silencio, a la penitencia, al sacrificio. Otros religiosos, en
gran número, se dedican directamente al anuncio de Cristo. Su actividad
misionera depende evidentemente de la jerarquía y debe coordinarse con la
pastoral que ésta desea poner en práctica.
Pero, ¿quién no mide el gran alcance de lo que ellos han aportado y
siguen aportando a la evangelización? Gracias a su consagración religiosa,
ellos son, por excelencia, voluntarios y libres para abandonar todo y lanzarse
a anunciar el Evangelio hasta los confines de la tierra. Ellos son
emprendedores y su apostolado está frecuentemente marcado por una originalidad
y una imaginación que suscitan admiración. Son generosos: se les encuentra no raras
veces en la vanguardia de la misión y afrontando los más grandes riesgos para
su santidad y su propia vida. Sí, en verdad, la Iglesia les debe muchísimo.
70. Los seglares, cuya vocación
específica los coloca en el corazón del mundo y a la guía de las más variadas
tareas temporales, deben ejercer por lo mismo una forma singular de
evangelización.
Su tarea primera e inmediata no es la
institución y el desarrollo de la comunidad eclesial -esa es la función
específica de los Pastores-, sino el poner en práctica todas las posibilidades
cristianas y evangélicas escondidas, pero a su vez ya presentes y activas en
las cosas del mundo. El campo propio de su actividad evangelizadora, es el
mundo vasto y complejo de la política, de lo social, de la economía, y también
de la cultura, de las ciencias y de las artes, de la vida internacional, de los
medios de comunicación de masas, así como otras realidades abiertas a la
evangelización como el amor, la familia, la educación de los niños y jóvenes,
el trabajo profesional, el sufrimiento, etc. Cuantos más seglares hayan
impregnados del Evangelio, responsables de estas realidades y claramente
comprometidos en ellas, competentes para promoverlas y conscientes de que es
necesario desplegar su plena capacidad cristianas, tantas veces oculta y
asfixiada, tanto más estas realidades -sin perder o sacrificar nada de su
coeficiente humano, al contrario, manifestando una dimensión trascendente
frecuentemente desconocida-, estarán al servicio de la edificación del reino de
Dios y, por consiguiente, de la salvación en Cristo Jesús.
71. En el seno del apostolado
evangelizador de los seglares, es imposible dejar de subrayar la acción
evangelizadora de la familia. Ella ha
merecido muy bien, en los diferentes momentos de la historia y en el Concilio
Vaticano II, el hermoso nombre de «Iglesia doméstica» (106). Esto significa que
en cada familia cristiana deberían reflejarse los diversos aspectos de la
Iglesia entera. Por otra parte, la familia, al igual que la Iglesia, debe ser
un espacio donde el Evangelio es transmitido y desde donde éste se
irradia.
Dentro, pues, de una familia consciente
de esta misión, todos los miembros de la misma evangelizan y son evangelizados.
Los padres no sólo comunican a los hijos el Evangelio, sino que pueden a su vez
recibir de ellos este mismo Evangelio profundamente vivido. También las
familias formadas por un matrimonio mixto tienen el deber de anunciar a Cristo
a los hijos en la plenitud de las implicaciones del bautismo común; tienen
además la no fácil tarea de hacerse artífices de unidad.
Una familia así se hace evangelizadora de
otras muchas familias y del ambiente en que ella vive.
72. Las circunstancias nos invitan a
prestar una atención especialísima a los jóvenes. Su importancia numérica y su
presencia creciente en la sociedad, los problemas que se les plantean deben
despertar en nosotros el deseo de ofrecerles con celo e inteligencia el ideal
que deben conocer y vivir. Pero, además, es necesario que los jóvenes bien
formados en la fe y arraigados en la oración, se conviertan cada vez más en los
apóstoles de la juventud. La Iglesia espera mucho de ellos. Por nuestra parte,
hemos manifestado con frecuencia la confianza que depositamos en la juventud.
73. Es así como adquiere toda su
importancia la presencia activa de los seglares en medio de las realidades
temporales. No hay que pasar pues por alto u olvidar otra dimensión: los
seglares también pueden sentirse llamados o ser llamados a colaborar con sus
Pastores en el servicio de la comunidad eclesial, para el crecimiento y la vida
de ésta, ejerciendo ministerios muy diversos según la gracia y los carismas que
el Señor quiera concederles.
No sin experimentar íntimamente un gran
gozo, vemos cómo una legión de Pastores, religiosos y seglares, enamorados de
su misión evangelizadora, buscan formas cada vez más adaptadas de anunciar
eficazmente el Evangelio, y alentamos la apertura que, en esta línea y con este
afán, la Iglesia está llevando a cabo hoy día. Apertura a la reflexión en
primer lugar, luego a los ministerios eclesiales capaces de rejuvenecer y de
reforzar su propio dinamismo evangelizador.
Es cierto que al lado de los ministerios
con orden sagrado, en virtud de los cuales algunos son elevados al rango de
Pastores y se consagran de modo particular al servicio de la comunidad, la
Iglesia reconoce un puesto a ministerios sin orden sagrado, pero que son aptos
a asegurar un servicio especial a la Iglesia.
Una mirada sobre los orígenes de la
Iglesia es muy esclarecedora y aporta el beneficio de una experiencia en
materia de ministerios, experiencia tanto más valiosa en cuanto que ha
permitido a la Iglesia consolidarse, crecer y extenderse. No obstante, esta
atención a las fuentes debe ser completada con otra: la atención a las
necesidades actuales de la humanidad y de la Iglesia. Beber en estas fuentes
siempre inspiradoras, no sacrificar nada de estos valores y saber adaptarse a
las exigencias y a las necesidades actuales, tales son los ejes que permitirán
buscar con sabiduría y poner en claro los ministerios que necesita la Iglesia y
que muchos de sus miembros querrán abrazar para la mayor vitalidad de la
comunidad eclesial. Estos ministerios adquirirán un verdadero valor pastoral y
serán constructivos en la medida en que se realicen con respecto absoluto de la
unidad, beneficiándose de la orientación de los Pastores, que son precisamente
los responsables y artífices de la unidad de la Iglesia.
Tales ministerios, nuevos en apariencia
pero muy vinculados a experiencias vividas por la Iglesia a lo largo de su
existencia -catequistas, animadores de la oración y del canto, cristianos
consagrados al servicio de la palabra de Dios o a la asistencia de los hermanos
necesitados, jefes de pequenas comunidades, responsables de Movimientos
apostólicos u otros responsables-, son preciosos para la implantación, la vida
y el crecimiento de la Iglesia y para su capacidad de irradiarse en torno a
ella y hacia los que están lejos. Nos debemos asimismo nuestra estima
particular a todos los seglares que aceptan consagrar una parte de su tiempo,
de sus energías y, a veces, de su vida entera, al servicio de las misiones.
Para los agentes de la evangelización se
hace necesaria una seria preparación. Tanto más para quienes se consagran al
ministerio de la Palabra. Animados por la convicción, cada vez mayor, de la
grandeza y riqueza de la palabra de Dios, quienes tienen la misión de
transmitirla deben prestar gran atención a la dignidad, a la precisión y a la
adaptación del lenguaje. Todo el mundo sabe que el arte de hablar reviste hoy
día una grandísima importancia. ¿Cómo podrían descuidarla los predicadores y
los catequistas?
Deseamos vivamente, que en cada Iglesia particular,
los obispos vigilen por la adecuada formación de todos los ministros de la
Palabra. Esta preparación llevada a cabo con seriedad aumentará en ellos la
seguridad indispensable y también el entusiasmo para anunciar hoy día a Cristo.
74. No quisiéramos poner fin a este
coloquio con nuestros hermanos e hijos amadísimos, sin hacer una llamada
referente a las actitudes interiores que deben animar a los obreros de la
evangelización.
En nombre de nuestro Señor Jesucristo, de
los Apóstoles Pedro y Pablo, exhortamos a todos aquellos que, gracias a los
carismas del Espíritu y al mandato de la Iglesia, son verdaderos
evangelizadores, a ser dignos de esta vocación, a ejercerla sin resistencias debidas
a la duda o al temor, a no descuidar las condiciones que harán esta
evangelización no sólo posible, sino también activa y fructuosa. He aquí, entre
otras las condiciones fundamentales que queremos subrayar.
75. No habrá nunca evangelización posible
sin la acción del Espíritu Santo. Sobre Jesús de Nazaret el Espíritu descendió
en el momento del bautismo, cuando la voz del Padre -«Tú eres mi Hijo muy
amado, en ti pongo mi complacencia»- (107) manifiesta de manera sensible su elección
y misión.
Es «conducido por el Espíritu» para vivir
en el desierto el combate decisivo y la prueba suprema antes de dar comienzo a
esta misión (108). «Con la fuerza del Espíritu» (109) vuelve a Galilea e
inaugura en Nazaret su predicación, aplicándose a sí mismo el pasaje de Isaías:
«El Espíritu del Señor está sobre mí». «Hoy, proclama El, se cumple esta
Escritura» (110). A los Discípulos, a quienes está para enviar, les dice
alentando sobre ellos: «Recibid el Espíritu Santo» (111).
En efecto, solamente después de la venida
del Espíritu Santo, el día de Pentecostés, los Apóstoles salen hacia todas las
partes del mundo para comenzar la gran obra de evangelización de la Iglesia, y
Pedro explica el acontecimiento como la realización de la profecía de Joel: «Yo
derramaré mi Espíritu» (112). Pedro, lleno del Espíritu Santo habla al pueblo
acerca de Jesús Hijo de Dios (113). Pablo mismo está lleno del Espíritu Santo
(114) ante de entregarse a su ministerio apostólico, como lo está también
Esteban cuando es elegido diácono y más adelante, cuando da testimonio con su
sangre (115). El Espíritu que hace hablar a Pedro, a Pablo y a los Doce,
inspirando las palabras que ellos deben pronunciar, desciende también «sobre
los que escuchan la Palabra» (116).
«Gracias al apoyo del Espíritu Santo, la
Iglesia crece» (117). El es el alma de esta Iglesia. El es quien explica a los
fieles el sentido profundo de las enseñanzas de Jesús y su misterio. El es
quien, hoy igual que en los comienzos de la Iglesia, actúa en cada evangelizador
que se deja poseer y conducir por El, y pone en los labios las palabras que por
sí solo no podría hallar, predisponiendo también el alma del que escucha para
hacerla abierta y acogedora de la Buena Nueva y del reino anunciado.
Las técnicas de evangelización son
buenas, pero ni las más perfeccionadas podrían reemplazar la acción discreta
del Espíritu. La preparación más
refinada del evangelizador no consigue absolutamente nada sin El. Sin El, la
dialéctica más convincente es impotente sobre el espíritu de los hombres. Sin
El, los esquemas más elaborados sobre bases sociológicas o psicológicas se
revelan pronto desprovistos de todo valor.
Nosotros vivimos en la Iglesia un momento
privilegiado del Espíritu. Por todas
partes se trata de conocerlo mejor, tal como lo revela la Escritura. Uno se
siente feliz de estar bajo su moción. Se hace asamblea en torno a El. Quiere
dejarse conducir por El.
Ahora bien, si el Espíritu de Dios ocupa
un puesto eminente en la vida de la Iglesia, actúa todavía mucho más en su
misión evangelizadora. No es una casualidad que el gran comienzo de la
evangelización tuviera lugar la mañana de Pentecostés, bajo el soplo del
Espíritu.
Puede decirse que el Espíritu Santo es el
agente principal de la evangelización: El es quien impulsa a cada uno a
anunciar el Evangelio y quien en lo hondo de las conciencias hace aceptar y
comprender la Palabra de salvación (118). Pero se puede decir igualmente que El
es el término de la evangelización: solamente El suscita la nueva creación, la
humanidad nueva a la que la evangelizació debe conducir, mediante la unidad en
la variedad que la misma evangelización querría provocar en la comunidad
cristiana. A través de El, la
evangelización penetra en los corazones, ya que El es quien hace discernir los
signos de los tiempos -signos de Dios- que la evangelización descubre y
valoriza en el interior de la historia.
El Sínodo de los Obispos de 1974,
insistiendo mucho sobre el puesto que ocupa el Espíritu Santo en la
evangelización, expresó asimismo el deseo de que Pastores y teólogos -y
añadiríamos también los fieles marcados con el sello del Espíritu en el
bautismo- estudien profundamente la naturaleza y la forma de la acción del
Espíritu Santo en la evangelización de hoy día. Este es también nuestro deseo,
al mismo tiempo que exhortamos a todos y cada uno de los evangelizadores a
invocar constantemente con fe y fervor al Espíritu Santo y a dejarse guiar
prudentemente por El como inspirador decisivo de sus programas, de sus
iniciativas, de su actividad evangelizadora.
76. Consideramos ahora la persona misma
de los evangelizadores. Se ha repetido frecuentemente en nuestros días que este
siglo siente sed de autenticidad. Sobre todo con relación a los jóvenes, se
afirma que éstos sufren horrores ante lo ficticio, ante la falsedad, y que
además son decididamente partidarios de la verdad y la transparencia.
A estos «signos de los tiempos» debería
corresponder en nosotros una actitud vigilante. Tácitamente o a grandes gritos,
pero siempre con fuerza, se nos pregunta: ¿Creéis verdaderamente en lo que
anunciáis? ¿Vivís lo que creéis?
¿Predicáis verdaderamente lo que vivís? Hoy más que nunca el testimonio de vida
se ha convertido en una condición esencial con vistas a una eficacia real de la
predicación. Sin andar con rodeos,
podemos decir que en cierta medida nos hacemos responsables del Evangelio que
proclamamos.
Al comienzo de esta reflexión, nos hemos preguntado: ¿Qué es de la
Iglesia, diez años después del Concilio? ¿Está anclada en el corazón del mundo
y es suficientemente libre e independiente para interpelar al mundo? ¿Da
testimonio de la propia solidaridad hacia los hombres y al mismo tiempo del
Dios Absoluto? ¿Ha ganado en ardor contemplativo y de adoración, y pone más
celo en la actividad misionera, caritativa, liberadora? ¿Es suficiente su
empeño en el esfuerzo de buscar el restablecimiento de la plena unidad entre
los cristianos, lo cual hace más eficaz el testimonio común, con el fin de que
el mundo crea? (119). Todos nosotros somos responsables de las respuestas que
pueden darse a estos interrogantes.
Exhortamos, pues, a nuestros hermanos en
el Episcopado, puestos por el Espíritu Santo para gobernar la Iglesia de Dios
(120). Exhortamos a los sacerdotes y a los diáconos, colaboradores de los
obispos para congregar el pueblo de Dios y animar espiritualmente las
comunidades locales. Exhortamos también a los religiosos y religiosas, testigos
de una Iglesia llamada a la santidad y, por tanto, invitados de manera especial
a una vida que dé testimonio de las bienaventuranzas evangélicas. Exhortamos
asimismo a los seglares: familias cristianas, jóvenes y adultos, a todos los
que tienen un cargo, a los dirigentes, sin olvidar a los pobres tantas veces
ricos de fe y de esperanza, a todos los seglares conscientes de su papel
evangelizador al servicio de la Iglesia o en el corazón de la sociedad y del
mundo. Nos les decimos a todos: es necesario que nuestro celo evangelizador
brote de una verdadera santidad de vida y que, como nos lo sugiere el Concilio
Vaticano II, la predicación alimentada con la oración y sobre todo con el amor
a la Eucaristía, redunde en mayor santidad del predicador (121).
Paradójicamente, el mundo, que a pesar de
los innumerables signos de rechazo de Dios lo busca sin embargo por caminos
insospechados y siente dolorosamente su necesidad, el mundo exige a los
evangelizadores que le hablen de un Dios a quien ellos mismos conocen y tratan
familiarmente, como si estuvieran viendo al Invisible (122). El mundo exige y
espera de nosotros sencillez de vida, espíritu de oración, caridad para con
todos, especialmente para los pequeños y los pobres, obediencia y humildad,
desapego de sí mismos y renuncia. Sin esta marca de santidad, nuestra palabra
difícilmente abrirá brecha en el corazón de los hombres de este tiempo. Corre
el riesgo de hacerse vana e infecunda.
77. La fuerza de la evangelización
quedará muy debilitada si los que anuncian el Evangelio están divididos entre
sí por tantas clases de rupturas. ¿No estará quizás ahí uno de los grandes
males de la evangelización? En efecto, si el Evangelio que proclamamos aparece
desgarrado por querellas doctrinales, por polarizaciones ideológicas o por
condenas recíprocas entre cristianos, al antojo de sus diferentes teorías sobre
Cristo y sobre la Iglesia, e incluso a causa de sus distintas concepciones de
la sociedad y de las instituciones humanas, ¿cómo pretender que aquellos a los
que se dirige nuestra predicación no se muestren perturbados, desorientados, si
no escandalizados?
El testamento espiritual del Señor nos
dice que la unidad entre sus seguidores no es solamente la prueba de que somos
suyos, sino también la prueba de que El es enviado del Padre, prueba de
credulidad de los cristianos y del mismo Cristo. Evangelizadores: nosotros
debemos ofrecer a los fieles de Cristo, no la imagen de hombres divididos y
separados por las luchas que no sirven para construir nada, sino la de hombres
adultos en la fe, capaces de encontrarse más allá de las tensiones reales gracias
a la búsqueda común, sincera y desinteresada de la verdad. Sí, la suerte de la
evangelización está ciertamente vinculada al testimonio de unidad dado por la
Iglesia. He aquí una fuente de responsabilidad, pero también de consuelo.
Dicho esto, queremos subrayar el signo de
la unidad entre todos los cristianos, como camino e instrumento de
evangelización. La división de los cristianos constituye una situación de hecho
grave, que viene a cercenar la obra misma de Cristo. El Concilio Vaticano II
dice clara y firmemente que esta división «perjudica la causa santísima de la
predicación del Evangelio a toda criatura y cierra a muchos las puertas de la
fe» (123).
Por eso, al anunciar el Año Santo creímos
necesario recordar a todos los fieles del mundo católico que «la reconciliación
de todos los hombres con Dios, nuestro Padre, depende del restablecimiento de
la comunión de aquello que ya han reconocido y aceptado en la fe a Jesucristo
como Señor de la misericordia, que libera a los hombres y los une en el espíritu
de amor y de verdad» (124).
Con una gran sensación de esperanza vemos
los esfuerzos que se realizan en el mundo cristiano en orden al
restablecimiento de la plena unidad, deseada por Cristo. San Pablo nos lo
asegura: «la esperanza no quedará confundida» (125). Mientras seguimos
trabajando para obtener del Señor la plena unidad, queremos que se intensifique
la oración; además, hacemos nuestros los deseos de los padres del III Sínodo de
los Obispos, que se colabore con mayor empeño con los hermanos cristianos a
quienes todavía no estamos unidos por una comunión perfecta, basándonos en el
fundamento del bautismo y de la fe que nos es común, para ofrecer desde ahora
mediante la misma obra de evangelización un testimonio común más amplio de
Cristo ante el mundo. Nos impulsa a ello el mandato de Cristo. Lo exige el
deber de predicar y dar testimonio del Evangelio.
78. El Evangelio que nos ha sido
encomendado es también palabra de verdad. Una verdad que hace libres (126) y que
es la única que procura la paz del corazón; esto es lo que la gente va buscando
cuando le anunciamos la Buena Nueva. La verdad acerca de Dios, la verdad acerca
del hombre y de su misterioso destino, la verdad acerca del mundo. Verdad
difícil que buscamos en la Palabra de Dios y de la cual nosotros no somos, lo
repetimos una vez más, ni los dueños, ni los árbitros, sino los depositarios,
los herederos, los servidores.
De todo evangelizador se espera que posea
el culto a la verdad, puesto que la verdad que él profundiza y comunica no es
otra que la verdad revelada y, por tanto, más que ninguna otra, forma parte de
la verdad primera que es el mismo Dios. El predicador del Evangelio será aquel
que, aun a costa de renuncias y sacrificios, busca siempre la verdad que debe
transmitir a los demás. No vende ni disimula jamás la verdad por el deseo de
agradar a los hombres, de causar asombro, ni por originalidad o deseo de
aparentar. No rechaza nunca la verdad. No obscurece la verdad revelada por
pereza de buscarla, por comodidad, por miedo. No deja de estudiarla. La sirve
generosamente sin avasallarla.
Pastores del pueblo de Dios: nuestro
servicio pastoral nos pide que guardemos, defendamos y comuniquemos la verdad
sin reparar en sacrificio. Muchos eminentes y santos Pastores nos han legado el
ejemplo de este amor, en muchos casos heroicos, a la verdad. El Dios de verdad
espera de nosotros que seamos los defensores vigilantes y los predicadores
devotos de la misma.
Doctores, ya seáis teólogos o exégetas, o
historiadores: la obra de la evangelización tiene necesidad de vuestra
infatigable labor de investigación y también de vuestra atención y delicadeza
en la transmisión de la verdad, a la que vuestros estudios os acercan, pero que
siempre desborda el corazón del hombre porque es la verdad misma de Dios.
Padres y maestros: vuestra tarea, que los
múltiples conflictos actuales hacen difícil, es la de ayudar a vuestros hijos y
alumnos a descubrir la verdad, comprendida la verdad religiosa y espiritual.
79. La obra de la evangelización supone,
en el evangelizador, un amor fraternal siempre creciente hacia aquellos a los
que evangeliza. Un modelo de evangelizador como el Apóstol San Pablo escribía a
los tesalonicenses estas palabras que son todo un programa para nosotros: «Así,
llevados de nuestro amor por vosotros, queremos no sólo daros el Evangelio de
Dios, sino aun nuestras propias vidas: tan amados vinisteis a sernos»
(127).
¿De qué amor se trata? Mucho más que el
de un pedagogo; es el amor de un padre; más aún, el de una madre (128). Tal es
el amor que el Señor espera de cada predicador del Evangelio, de cada
constructor de la Iglesia.
Un signo de amor será el deseo de ofrecer
la verdad y conducir a la unidad. Un signo de amor será igualmente dedicarse
sin reservas y sin mirar atrás al anuncio de Jesucristo. Añadamos ahora otros
signos de este amor.
El primero es el respeto a la situación
religiosa y espiritual de la persona que se evangeliza. Respeto a su ritmo que
no se puede forzar demasiado. Respecto a su conciencia y a sus convicciones,
que no hay que atropellar.
Otra señal de este amor es el cuidado de
no herir a los demás, sobre todo si son débiles en su fe (129), con
afirmaciones que pueden ser claras para los iniciados, pero que pueden ser causa
de perturbación o escándalo en los fieles, provocando una herida en sus
almas. Será también una señal de amor
el esfuerzo desplegado para transmitir a los cristianos certezas sólidas
basadas en la palabra de Dios, y no dudas o incertidumbres nacidas de una
erudición mal asimilada. Los fieles tienen necesidad de esas certezas en su
vida cristiana; tienen derecho a ellas en cuanto hijos de Dios que, poniéndose
en sus brazos, se abandonan totalmente a las exigencias del amor.
80. Nuestra llamada se inspira ahora en
el fervor de los más grandes predicadores y evangelizadores, cuya vida fue
consagrada al apostolado. De entre ellos nos complacemos en recordar aquellos
que Nos mismos hemos propuesto a la veneración de los fieles durante el Año
Santo. Ellos han sabido superar todos los obstáculos que se oponían a la
evangelización.
De tales obstáculos, que perduran en
nuestro tiempo, nos limitaremos a citar la falta de fervor, tanto más grave
cuanto que viene de dentro. Dicha falta de fervor se manifiesta en la fatiga y
desilusión, en la acomodación al ambiente y en el desinterés, y sobre todo en
la falta de alegría y de esperanza. Por ello, a todos aquellos que por
cualquier título o en cualquier grado tienen la obligación de evangelizar, Nos
los exhortamos a alimentar siempre el fervor del espíritu (130).
Este fervor exige, ante todo, que
evitemos recurrir a pretextos que parecen oponerse a la evangelización. Los más
insidiosos son ciertamente aquellos para cuya justificación se quieren emplear
ciertas enseñanzas del Concilio.
Con demasiada frecuencia y bajo formas
diversas se oye decir que imponer una verdad, por ejemplo la del Evangelio; que
imponer una vía, aunque sea la de la salvación, no es sino una violencia
cometida contra la libertad religiosa. Además, se añade, ¿para qué anunciar el
Evangelio, ya que todo hombre se salva por la rectitud del corazón? Por otra
parte, es bien sabido que el mundo y la historia están llenos de «semillas del
Verbo». ¿No es, pues, una ilusión pretender llevar el Evangelio donde ya está
presente a través de esas semillas que el mismo Señor ha esparcido?
Cualquiera que haga un esfuerzo por
examinar a fondo, a la luz de los documentos conciliares, las cuestiones de
tales y tan superficiales razonamientos plantean, encontrará una bien distinta
visión de la realidad.
Sería ciertamente un error imponer
cualquier cosa a la conciencia de nuestros hermanos. Pero proponer a esa
conciencia la verdad evangélica y la salvación ofrecida por Jesucristo, con
plena claridad y con absoluto respeto hacia las opciones libres que luego pueda
hacer -sin coacciones, solicitaciones menos rectas o estímulos indebidos-
(131), lejos de ser un atentado contra la libertad religiosa, es un homenaje a
esta libertad, a la cual se ofrece la elección de un camino que incluso los no
creyentes juzgan noble y exaltante. O, ¿puede ser un crimen contra la libertad
ajena proclamar con alegría la Buena Nueva conocida gracias a la misericordia
del Señor? (132). O, ¿por qué únicamente la mentira y el error, la degradación
y la pornografía han de tener derecho a ser propuestas y, por desgracia,
incluso impuestas con frecuencia por una propaganda destructiva difundida
mediante los medios de comunicación social, por la tolerancia legal, por el miedo
de los buenos y la audacia de los malos? Este modo respetuoso de proponer la
verdad de Cristo y de su reino, más que un derecho es un deber del
evangelizador. Y es a la vez un derecho de sus hermanos recibir a través de él,
el anuncio de la Buena Nueva de la salvación. Esta salvación viene realizada
por Dios en quien El lo desea, y por caminos extraordinarios que sólo El conoce
(133). En realidad, si su Hijo ha venido al mundo ha sido precisamente para
revelarnos, mediante su palabra y su vida, los caminos ordinarios de la
salvación. Y El nos ha ordenado transmitir a los demás, con su misma autoridad,
esta revelación. No sería inútil que cada cristiano y cada evangelizador
examinasen en profundidad, a través de la oración, este pensamiento: los
hombres podrán salvarse por otros caminos, gracias a la misericordia de Dios,
si nosotros no les anunciamos el Evangelio; pero ¿podremos nosotros salvarnos
si por negligencia, por miedo, por vergüenza -lo que San Pablo llamaba
avergonzarse del Evangelio- (134), o por ideas falsas omitimos anunciarlo?
Porque eso significaría ser infieles a la llamada de Dios que, a través de los
ministros del Evangelio, quiere hacer germinar la semilla; y de nosotros
depende el que esa semilla se convierta en árbol y produzca fruto.
Conservemos, pues, el fervor espiritual.
Conservemos la dulce y confortadora alegría de evangelizar, incluso cuando hay
que sembrar entre lágrimas. Hagámoslo -como Juan el Bautista, como Pedro y
Pablo, como los otros Apóstoles, como esa multitud de admirables
evangelizadores que se han sucedido a lo largo de la historia de la Iglesia-
con un ímpetu interior que nadie ni nada sea capaz de extinguir. Sea ésta la
mayor alegría de nuestras vidas entregadas. Y ojalá que el mundo actual -que
busca a veces con angustia, a veces con esperanza- pueda así recibir la Buena
Nueva, no a través de evangelizadores tristes y desalentados, impacientes o
ansiosos, sino a través de ministros del Evangelio, cuya vida irradia el fervor
de quienes han recibido, ante todo en sí mismos, la alegría de Cristo, y
aceptan consagrar su vida a la tarea de anunciar el reino de Dios y de
implantar la Iglesia en el mundo.
81. Este es, hermanos e hijos, el grito
que brota de nuestra alma, como un eco de la voz de nuestros hermanos reunidos
en la III Asamblea General del Sínodo de los Obispos. Esta es la consigna que
Nos queremos dar al final del Año Santo, que nos ha permitido percibir mejor
que nunca las necesidades y expectativas de una multitud de hermanos,
cristianos o no, que esperan de la Iglesia la Palabra de salvación.
Que la luz del Año Santo, que ha brillado
en las Iglesias particulares y en Roma para millones de conciencias
reconciliadas con Dios, pueda difundirse igualmente después del Jubileo mediante
un programa de acción pastoral, del que la evangelización es el aspecto
fundamental, y se prolongue a lo largo de estos años que preanuncian la vigilia
de un nuevo siglo, y la vigilia del tercer milenio del cristianismo.
82. Estos son los deseos que nos
complacemos en depositar en las manos y en el corazón de la Santísima Virgen,
la Inmaculada, en este día especialmente dedicado a Ella y en el X aniversario
de la clausura del Concilio Vaticano II. En la mañana de Pentecostés, Ella
presidió con su oración el comienzo de la evangelización bajo el influjo del
Espíritu Santo. Sea Ella la estrella de la evangelización siempre renovada que
la Iglesia, dócil al mandato del Señor, debe promover y realizar, sobre todo en
estos tiempos difíciles y llenos de esperanza.
En el nombre de Cristo os bendecimos a
vosotros, a vuestras comunidades, vuestras familias y vuestros seres queridos,
haciendo nuestras las palabras de San Pablo a los filipenses: «Siempre que me
acuerdo de vosotros doy gracias a mi Dios; siempre, en todas mis oraciones,
pidiendo con gozo por vosotros, a causa de vuestra comunión en el Evangelio
desde el primer día hasta ahora. (...) os llevo en el corazón; y (...) en mi
defensa y en la confirmación del Evangelio, sois todos vosotros participantes
de mi gracia. Testigo me es Dios de cuánto os amo a todos en las entrañas de
Cristo Jesús» (135).
Dado en Roma, junto a San Pedro, en la
solemnidad de la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen María, el día 8
de diciembre del año 1975, XIII de nuestro pontificado.
Paulus PP. VI
1.Cf. Lc. 22, 32.
2. Cf. 2 Cor. 11,
28.
3. Cf. Conc.
Ecum. Vat. II, Decr. Ad gentes, 1: AAS 58 (1966), p.
947.
4. Cf. Ef. 4, 24;
2, 15; Col. 3, 10; Gál. 3, 27; Rom. 13, 14; 2 Cor.
5, 17.
5. 2 Cor. 5, 20.
6. Cf. Pablo VI, Discurso en la clausura
de la III Asamblea General del Sínodo de los Obispos (26 octubre, 1974): AAS 66
(1974), pp. 634-635.
7. Pablo VI, Discurso al Sacro Colegio
Cardenalicio (22 junio, 1973): AAS 65 (1973), p. 383.
8. Cor. 11, 28.
9. 1 Tim. 5, 17.
10. 2 Tim. 2, 15.
11. Cf. 1 Cor. 2,
5.
12. Lc. 4, 43.
13. Ibidem.
14. Lc. 4, 18;
cf. Is. 61, 1.
15. Cf. Mc. 1, 1;
Rom. 1-3.
16. Cf. Mt. 6,
33.
17. Cf. Mt. 5,
3-12.
18. Cf. Mt. 5-7.
19. Cf. Mt. 10.
20. Cf. Mt. 13.
21. Cf. Mt. 18.
22. Cf. Mt.
24-25.
23. Cf. Mt. 24,
36; Act. 1, 7; 1 Tes. 5, 1-2.
24. Cf. Mt. 11,
12; Lc. 16, 16.
25. Cf. Mt. 4,
17.
26. Mc. 1, 27.
27. Lc. 4, 22.
28. Jn. 7, 46.
29. Lc. 4, 43.
30. Jn. 11, 52.
31. Cf. Conc.
Ecum. Vat. II, Const. dog. Dei Verbum, 4: AAS 58
(1966), pp. 818-819.
32. Cf. 1 Pe. 2,
9.
33. Cf. Act. 2,
11.
34. Lc. 4, 43.
35. 1 Cor. 9, 16.
36. Cf. Declaración de los padres
sinodales, en N.U.: Oservatore Romano, Edición en Lengua Española, 3 de
noviembre de 1974, pág. 8. 37. Mt.28, 19.
38. Act.2, 41-47.
39. Cf. Conc.
Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 8: AAS 57 (1965), p. 11; Decr. Ad
gentes, 5: AAS 28 (1966), pp. 951-952.
40. Cf. Act. 2, 42-46; 4, 32-35; 5, 12-16.
41. Cf. Act. 2, 11; 1 Pe 2, 9.
42. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Ad gentes,
5, 11, 12. AAS
58 (1966), pp. 951-952, 959-961.
43.
Cf. 2 Cor. 4, 5; S. Agustín, Sermo XLVI De Pastoribus: CCL 41, pp. 529-530.
44. Lc. 10, 16. Cf. S. Cipriano, De
unitate Eclessiae, 14: PL 4, 527; S. Agustín, Enarrat. 88, Sermo, 2, 14. PL 37,
1140; S. Juan Crisóstomo, Hom. de capto Eutropio, 6 PG 52, 402. 45. Ef. 5, 25.
46. Ap. 21, 5;
cf. 2 Cor. 5, 17; Gál. 6, 15.
47. Cf. Rom. 6,
4.
48. Cf. Ef. 4,
23-24; Col. 3, 9-10.
49. Cf. Rom. 1,
16; 1 Cor. 1, 18; 2, 4.
50. Cf. 53: AAS
58 (1966), p. 1075.
51. Cf.
Tertuliano, Apologeticum, 39: CCL, I, pp. 150-153; Minucio Félix, Octavius 9 y
31: CSLP, Augustae Taurinorum 1963, pp. 11-13, 47-48.
52. 1 Pe. 3, 15.
53. Cf. Conc.
Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 1, 9, 48:
AAS 57 (1965),
pp. 5, 12-14, 53-54; Const. past. Gaudium et Spes, 42, 45; AAS 58 (1966), pp.
1060-1061, 1065-1066; Decr. Ad gentes, 1, 5; AAS 58 (1966), pp. 947, 951-952.
54. Cf. Rom. 1,
16; 1 Cor. 1, 18.
55. Cf. Act. 17,
22-23.
56. 1 Jn. 3, 1;
cf. Rom. 8, 14-17.
57. Cf. Ef. 2, 8;
Rom. 1, 16. Cf. Sagrada Congregación para la Doctrina
de la Fe, Declaratio ad fidem tuendam in mysteria Incarnationis et SS.
Trinitatis a quibusdam recentibus erroribus (21 febrero 1972): AAS 64 (1972),
pp. 237-241. 58. Cf. 1 Jn. 3, 2; Rom. 8, 29; Flp. 3, 20-21. Cf.
Conc. Ecum. Vat.
II, Const. dogm.
Lumen gentium, 48-51: AAS 57 (1965), pp. 55-58. 59. Cf. Sagrada Congregación para la
Doctrina de la Fe, Declaratio circa Catholicam Doctrinam de Ecclesia contra
nonnullos errores hodiernos tuendam (24 junio 1973): AAS 65 (1973), pp.
396-408. 60. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et
spes, 47-52:
AAS 58 (1966), pp. 1067-1074; Pablo VI, Encicl.
Humanae vitae: AAS 60 (1968), pp. 481-503.
61. Pablo VI, Discurso en la apertura de
la III Asamblea General del Sínodo de los Obispos (27 setiembre 1974): AAS 66
(1974), p. 562. 62. Pablo VI, Discurso
en la apertura de la III Asamblea General del Sínodo de los Obispos (27
setiembre 1974): AAS 66 (1974), p. 562.
63. Pablo VI, Discurso en los campesinos de Colombia (23 agosto 1968):
AAS 60 (1968), p. 623.
64. Pablo VI, Discurso en la «Jornada del
Desarrollo» en Bogotá (23 agosto 1968): AAS 60 (1968), p. 627; cf. S. Agustín,
Epístola 229, 2: PL 33, 1020.
65. Pablo VI, Discurso en la clausura de
la III Asamblea General del Sínodo de los Obispos (26 octubre 1974): AAS 66
(1974), p. 637. 66. Catequesis del 15
octubre 1975, L’Osservatore Romano, Edición en lengua española, 19 octubre,
pág. 3.
67. Pablo VI, Discurso a los miembros del
Consilium de Laicis (2 octubre 1974): AAS 66 (1974), p. 568.
68. Cf. 1 Pe. 3,
1.
69. Rom. 10, 14.
17.
70. Cf. 1 Cor. 2,
1-5.
71. Rom. 10, 17.
72. Cf. Mt. 10,
27; Lc. 12, 3.
73. Mc. 16, 15.
74. Cf. S. Justino, I Apología, 46, 1-4;
II Apología 7 (8) 1-4; 10, 1-3; 13, 3-4: Florilegium Patristicum II, Bonn 1911,
pp. 81, 125, 129, 133; Clemente Alejandrino, Stromata I, 19, 91, 94: S. Ch. 30,
pp. 117-118, 119-120; Conc. Ecum.
Vat. II, Decr. Ad gentes, 11: AAS 58 (1966), p. 960; Const. dogm. Lumen
gentium, 17: AAS 57 (1965), p. 21.
75. Cf. Eusebio de Cesarea, Praeparatio
Evangelica, I, 1: PG 21, 26-28; cf. Const. dogm. Lumen gentium, 16: AAS 57 (1965), p. 20. 76. Cf. Ef. 3,
8.
77. Henri de Lubac, Le drame de
l’humanisme athée, Ed. Spes,
París 1945.
78. Cf. Const.
past. Gaudium et spes, 59: AAS 58 (1966), p. 1080.
79. 1 Tim. 2, 4.
80. Mt. 9, 36;
15, 32.
81. Rom. 10, 15.
82. Decl. Dignitatis humanae, 13: AAS 58
(1966), p. 939; cf. Const. dogm. Lumen gentium, 5: AAS 57 (1965), pp. 7-8; Decr.
Ad gentes, I:
AAS 58 (1966), p.
947.
83. Cf. Decr. Ad
gentes, 35: AAS 58 (1966), p. 983.
84. S. Agustín,
Enarrat, in Ps 44, 23: CCL XXXVIII, p. 510; cf.
Conc. Ecum. Vat.
II, Decr. Ad gentes, 1: AAS 58 (1966), p. 947.
85. S. Gregorio Magno, Homil. in
Evangelia 19, 1: PL 76, 1154.
86. Act 1, 8; cf.
Didache, 9, 1: Funk, Patres Apostolici, 1, 22.
87. Mt. 28, 20.
88. Cf. Mt. 13,
32.
89. Cf. Mt. 13,
47.
90. Cf. Jn. 21,
11.
91. Cf. Jn. 10,
1-16.
92. Cf. Conc.
Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum
Concilium, 37-38:
AAS 56 (1964), p. 110. Cf. también los
libros litúrgicos y los demás documentos emanados posteriormente de la Santa
Sede para llevar a cabo la reforma litúrgica preconizada por el mismo
Concilio. 93. Pablo VI, Discurso en la
clausura de la III Asamblea General del Sínodo de los Obispos (23 octubre
1974): AAS 66 (1974), p. 636. 94. Cf. Jn. 15, 16; Mc. 3, 13-19; Lc. 6, 13-16.
95. Cf. Act.
21-22.
96. Cf. Mc. 3,
14.
97. Cf. Mc. 3,
15; Lc. 9, 2.
98. Act. 4, 8: cf. 2, 14; 2, 12.
99. Cf. S. León Magno, Sermo 69, 3; Sermo
70, 1-3; Sermo 94, 3;
Sermo 95, 2: S. Ch. 200, pp. 50-52;
58-66; 258-260; 268.
100. Cf. Conc. Ecum. Lugdunense I. Const.
Ad apostolicae dignitatis:
Conciliorum Oecumenicorum Decreta, Ed.
Instituto per le Scienze Religiose, Bolonia 1973, p. 278; Conc. Ecum. Viennense, Const. Ad providam Christi, ed. cit.,
p. 343; Conc. Ecum. Lateranente V. Bula In apostolici culminis, ed. cit., p.
606; Bula Post-quam ad universalis, ed. cit., p. 609; Const. Supernae
dispositionis, ed. cit., p. 614; Const.
Divina disponente clementia, ed. cit., p.
638. 101. Decr. Ad gentes, 38: AAS 58 (1966), p. 985. 102. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm.
Lumen gentium 22: AAS 57 (1965), p. 26.
103. Cf. Conc.
Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 10, 37:
AAS 57 (1965),
pp. 14, 43; Decr. Ad gentes, 39: AAS 58 (1966), p. 986; Decr. Presbyterorum ordinis, 2. 12, 13; AAS 58 (1966), pp.
992, 1010, 1011.
104. Cf. 1 Tes.
2, 9.
105. Cf. 1 Pe. 5,
4.
106. Const. dogm.
Lumen gentium, 11: AAS 57 91965), p. 16; Decr.
Apostolicam actuositatem, 11: AAS 58 (1966), p. 848; S. Juan Crisóstomo,
in Genesim Serm. VI, 2; VI, 1: PG 54, 607-608.
107. Mt. 3, 17.
108. Mt. 4, 1.
109. Lc. 4, 14.
110. Lc. 4, 18,
21 cf. Is 61, 1.
111. Jn. 20, 22.
112. Act. 2, 17.
113. Cf. Act. 4,
8.
114. Cf. Act. 9,
17.
115. Cf. Act. 6,
5. 10; 7, 55.
116. Cf. Act. 10,
44.
117. Cf. Act. 9,
31.
118. Cf. Conc. Ecum.
Vat. II, Decr. Ad gentes, 4: AAS 58 (1966), pp.
950-951.
119. Cf. Jn. 17,
21.
120. Cf. Act. 20,
28.
121. Cf. Decr.
Presbyterorum ordinis, 13: AAS 58 (1966), p. 1011.
122. Cf. Heb. 11,
27.
123. Decr. Ad
gentes, 6: AAS 58 (1966), pp. 954-955; cf. Decr.
Unitatis redintegratio, 1: AAS 57 (1965),
pp. 90-91.
124. Bula Apostolorum limina, VII: AAS 66
(1974), p. 305.
125. Rom. 5, 5.
126. Cf. Jn. 8,
32.
127. 1 Tes. 2, 8:
cf. Flp. 1, 8.
128. Cf. 1 Tes.
2, 7. 11; 1 Cor. 4, 15; Gál. 4, 19.
129. Cf. 1 Cor.
8, 9-13; Rom. 14, 15.
130. Cf. Rom. 12,
11.
131. Cf. Conc.
Ecum. Vat. II, Decl. Dignitatis humanae, 4:
AAS 58 (1966), p. 933.
132. Cf. ib.,
9-14: AAS, pp. 935-940.
133. Cf. Conc.
Ecum. Vat. II, Decr. Ad gentes, 7: AAS 58 (1966), p.
955.
134. Cf. Rom. 1,
16.
135. Flp. 1, 3-4.
7-8.