Durante la presentación del Mensaje para la Jornada Misionera Mundial del año 2004, a finales de abril, el cardenal Crescenzio Sepe, prefecto de la Congregación para la Evangelización de los pueblos, hizo un balance de la situación actual del compromiso misionero en el mundo.
Según el cardenal, de los 6 mil 200 millones de personas en el mundo, mil 70 son católicos, esto es, el 17.20 por ciento. Al servicio del llamado misionero se hallan activos 85 mil sacerdotes diocesanos y religiosos, 450 mil religiosas y 1 millón 650 mil catequistas.
Las obras que actualmente sostiene Propaganda Fide son: 280 seminarios mayores interdiocesanos para 65 mil seminaristas mayores, 110 seminarios menores para 85 mil seminaristas menores, 42 mil escuelas, mil 600 hospitales, 6 mil dispensarios médicos, 780 leproserías y 12 mil obras caritativas y sociales.
Además, la Iglesia cuenta con instituciones para formar misioneros como la Universidad Pontificia Urbaniana, exclusivamente misionera; los dos Colegios Pontificios de San Pedro y San Pablo, en los que sacerdotes de países de misión completan sus estudios superiores; el Colegio Pontificio Urbaniano; el Centro Cultural Asiático «Juan Pablo II»; el Colegio Mater Ecclesiae para la formación de catequistas; y el Centro Internacional de Animación Misionera (CIAM), todas ellas con sede en Roma.
A pesar del optimismo de estas cifras, la realidad es que los recursos humanos y materiales de la Iglesia para realizar la misión encomendada por Cristo están lejos de ser suficientes. Así lo expresó el cardenal Sepe: «Aunque estas fuerzas puedan parecer notables, y si bien constatamos un continuo aumento de las vocaciones a la vida religiosa y sacerdotal, éstas son aún insuficientes para las necesidades que surgen en los países de misión».
«Situaciones como la de Asia, continúa el cardenal Sepe, donde vive más del 60 por ciento de la población mundial y los católicos sólo representan el 2.9 por ciento, explican que Juan Pablo II invite a promover con valentía la misión ad gentes».
Ante tal panorama, el papa ha querido responder con un llamado a retomar el espíritu eucarístico como fundamento de la conciencia misionera. Será, pues, a partir de la eucaristía como la Iglesia fomentará las fuerzas misioneras para afrontar los retos actuales.
Es de notar que en el último año, la eucaristía ha estado presente en documentos vaticanos de primer orden: la encíclica Ecclesia de Eucharistia, del Jueves Santo de 2003; la instrucción sobre algunas cosas que se deben observar en la eucaristía, Redemptionis Sacramentum, del 24 de marzo de 2004; y el mensaje del papa para la jornada Misionera Mundial 2004, Eucaristía y Misión. Con estos tres documentos, y el Congreso Eucarístico Internacional de octubre de este año a la puerta, parece que el tema de la eucaristía quiere vertebrar la acción evangelizadora de la Iglesia, al menos durante el inicio de este siglo.
La afirmación de las normas pretende reforzar su sentido para los fieles, quienes han de comprender que las normas son expresión concreta de la naturaleza auténticamente eclesial de la Eucaristía (EE, 52). Sin reglas, según la encíclica, la misa perdería su carácter eclesial para convertirse en mera convivencia fraterna sin sentido cristiano.
Pero lo que es realmente significativo para la misión es que la eucaristía es la fuente y la cumbre de toda la evangelización (EE 22). Porque «la Iglesia recibe la fuerza espiritual necesaria para cumplir su misión perpetuando en la Eucaristía el sacrificio de la cruz y comulgando el cuerpo y la sangre de Cristo» (22). La eucaristía alimenta a la misión y ésta es llamada a culminar todos sus esfuerzos en la eucaristía.
Lo que la instrucción exige es que sean aplicadas ciertas normas litúrgicas para que «la humana fragilidad obstaculice menos la acción del santísimo sacramento de la eucaristía. Y que eliminada toda irregularidad, resplandezca en los hombres la presencia salvífica de Cristo en el sacramento de su cuerpo y su sangre» (185). Es decir, que si se ejecutan las normas en los lugares de misión, la disminución o eliminación de abusos permitirá una mejor presencia de la acción eucarística y la acción salvífica de Cristo se hará más palpable.
Pero, como observa la Instrucción, la mera observancia es contraria a la esencia de la liturgia. De ahí que la acción externa de la liturgia deba estar iluminada por la fe y la caridad hacia los más pobres y necesitados. Pues el fin de la liturgia, y especialmente de la eucaristía, es propiciar que la Iglesia tenga los mismos sentimientos que Jesucristo (RS 5).
En resumen, la dimensión misionera de la EE y de la RS radica en el llamado a propiciar que los frutos de la eucaristía penetren en la acción evangelizadora a través de una celebración más clara y auténtica.
III. Fundamentos del trabajo misionero en el Mensaje
El Mensaje para la Jornada Misionera Mundial 2004 hace eco especialmente de la Encíclica y trata cuatro puntos, algunos con más desarrollo que otros, para sustentar el binomio «eucaristía y misión», propuesto sabiamente por Juan Pablo II.
La Iglesia como comunidad eucarística
Las comunidades cristianas se construyen a partir de la eucarística (n. 2). La misión tendrá la misma raíz que la eucaristía y las comunidades: si del misterio pascual nace la Iglesia, es nuestra misión vivir el misterio pascual en el tiempo histórico donde nos encontremos. Por eso, la misión es universal, como universal es la eucaristía (n. 4), y la misión es inclusiva, como inclusiva es la eucaristía.
En sí, el objetivo de la eucaristía —unificar a todos los seres humanos en Cristo— es el mismo objetivo de la misión. Por tanto, la misión, a través de la eucaristía, unifica a los seres humanos y les ayuda a alcanzar a Cristo, plenitud de vida. Porque entramos en comunión sacramental con Jesús, con su proyecto del reino, cuando comemos su cuerpo y su sangre, y nos hacemos sacramento de su proyecto en la historia.
En concreto, toda misa envía a la comunidad. La eucaristía, de acuerdo con el mensaje, sería la acción misionera por excelencia.
La misión, valga el pleonasmo, está llamada a vivir con espíritu eucarístico (n. 2), que significa estar siempre dispuesta a partirse y compartirse por los hambrientos del mundo (de comida, de palabra, de justicia y de Dios).
La eucaristía afianza ese ardor misionero. Es tal cual como si la gente dijera: «Es tan bueno lo que hemos encontrado en esta celebración, a Dios mismo entregado por nosotros, que no podemos quedarnos callados, pasivos, indiferentes. Tenemos que comunicar a este Dios-Pan y Dios-Vino a cuanta persona podamos».
La fe eucarística que impulsa a la misión surge porque en la eucaristía nos encontramos a nosotros mismos y hallamos vida para nuestra existencia amenazada de muerte (cf. n. 5).
La eucaristía puede fomentar el ardor misionero que se ve reflejado como insuficiente por los datos estadísticos. La eucaristía puede fomentar las vocaciones misioneras precisamente allí donde es celebrada con auténtica fe eucarística. La eucaristía puede despertar la inquietud misionera si es celebrada correctamente, según la Redemptionis Sacramentum.
Alrededor de la misa, la misión crece debido a que la eucaristía aumenta la conciencia misionera en torno a la mesa del Señor (n. 1). Pero habría que preguntarse: ¿qué ofrece la eucaristía a todos los pueblos en la misión ad gentes? Se puede responder que, por la eucaristía, todos los seres humanos se alimentan (n. 1). Además, mientras más eucarística sea la misión, más cristiana y eficaz será (cf. n. 2).
Incluso en la eucaristía se muestran los signos visibles, el pan y el vino transformados, de lo que se anuncia en la misión: la transformación de la humanidad, la superación de los males, la liberación del ser humano (n. 4). La misión, a su vez, puede despertar y mantener en la comunidad una auténtica «hambre de la eucaristía» (EE, 33 y Mensaje, n. 5).
Finalmente, la misión conmemora cuando celebra la eucaristía: hace memoria del Dios-hombre que vino a predicar el reino de Dios y hacerlo presente con sus signos salvíficos. Pero es una memoria activa, actualizante, que no sólo recuerda sino que vuelve a hacer presente aquello que conmemora (cf. n. 4).
Todos los participantes de la eucaristía son misioneros de la eucaristía (n. 2). Para evangelizar al mundo, dice el papa, se requieren apóstoles expertos en eucaristía (n. 3). ¿Cómo son estos apóstoles?
Son gente de esperanza, porque la eucaristía es fuente de esperanza misionera y porque los esfuerzos misioneros ven una prueba de la victoria definitiva de Dios en la eucaristía (n. 4). Son gente que, por medio de la eucaristía, se convierte en consuelo, alimento, fortaleza, pan partido para los otros, incluso pan que llega al martirio (n. 4). Son sujetos, mujeres y hombres, que extienden los efectos de la eucaristía a su propia espiritualidad misionera.
Por tanto, ser eucaristía —oblación agradable, pan partido y compartido— es también parte del mandato misionero dado por Jesús no al final del evangelio, sino justo en la última Cena: «Hagan esto en memoria mía».
Con los documentos pontificios sobre la eucaristía, pero especialmente con el Mensaje para la Jornada Misionera Mundial 2004, pareciera que el papa Juan Pablo II quisiera simbolizar el cierre de su pontificado. Es su larga vida como papa la que se ha entregado a la comunidad para que ésta tenga vida. Como si él expresara: «Miren, esto ha sido mi vida para ustedes: un romperme, un partirme para ustedes y su salvación, porque es mi misión y el sentido de mi vida».
Por otro lado, la insistencia en la eucaristía parece querer responder a la situación actual en la que la muerte amenaza a tanta gente, y el desconsuelo por no sentir a Dios cercano se impusiera. Pero podemos hacer caso a las palabras del cardenal Ratzinger, quien, junto con el papa, afirma: «la eucaristía es en sí una respuesta de Dios a los anhelos del hombre».
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