Carlos
Augusto Forbin Janson |
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Carlos Augusto María José de Forbin Janson nació en París en 1785. Su padre era el célebre marqués de Janson, teniente general del ejército, y su madre descendía de los príncipes de Galean. El pequeño tenía apenas cuatro años de edad cuando se desató en su país la "Revolución Francesa" y dado que su familia era muy acaudalada, se vio obligada a exiliarse en Alemania por la persecución de que eran víctimas las clases más altas de la sociedad. Al término de la revolución, en 1799, los Janson regresaron a Francia y Carlos Augusto recibió entonces su Primera Comunión.
A los 21 años, Napoleón lo nombró auditor en el Consejo de Estado. Forbin Janson era un hombre joven, heredero de una gran fortuna y con mucha preparación para los cargos administrativos. Pero Dios quiso otra cosa para él. Pese a la férrea oposición que puso en principio su familia, el joven Forbin sacrificó rango, riqueza y ambiciones y en pleno invierno de 1809 ingresó al seminario de San Sulpicio. Se cuenta que él dejaba las ventanas abiertas durante la noche con el fin de dormir lo mínimo posible, sólo lo suficiente para que el cuerpo recuperara sus fuerzas.
A los 33 años fue ordenado sacerdote en Chambery, a manos del obispo de esa ciudad que lo nombró su vicario general. Tuvo a su cargo el seminario de Gap, pero no se sentía contento con las funciones administrativas. Volvió a París para dedicarse a instruir a los niños en la parroquia de San Sulpicio. Forbin descubrió en el apostolado su gran pasión y se abocó a organizar misiones para combatir las doctrinas que tanto daño causaban a gente inocente. Recorrió Francia completa convirtiendo con sus palabras a muchos corazones que se habían alejado de Dios. Fue también un hombre muy generoso. |
LA SITUACION QUE VIVEN LOS NIÑOS CHINOS
INTERPELA A FORBIN JANSON
Después de una década de trabajo apostólico, en 1824 fue nombrado Obispo de
Nancy y de Toul, aunque cabe recordar que anteriormente había rechazado el
ofrecimiento de la alta dignidad episcopal que le había hecho el cardenal
Perigord. A los 45 años de edad, la revolución lo separó de su grey y tuvo
nuevamente que partir al destierro que además de arbitrario resultó ser
providencial. Monseñor Forbin pidió al Santo Padre una misión en el Asia y
aunque no fue negada esta petición, finalmente no se concreta.
Su fortuna socorría a cientos de pobres, e incluso se desprendió de unos
ornamentos pontificales para obsequiarlos a un obispo pobre de Oceanía. Fundó
casas de retiro para los sacerdotes ancianos y enfermos, entre otras múltiples
obras caritativas que emprendió con entusiasmo.
En 1839 partió a América acompañado de algunos misioneros. Su destino durante 18
meses fue Canadá donde se dedicó a predicar al aire libre ante auditorios de
diez mil y hasta 20 mil personas.
En medio de tantas actividades, monseñor Forbin Janson se preocupaba en especial
de las noticias que recibía respecto a la situación que vivían cientos de miles
de niños en China. Los bebés no deseados por sus padres eran inmolados en piras
enormes, ofrecidos como alimento para animales, expuestos a morir en las calles
o ahogados en los ríos.
La idea de fundar la Santa Infancia nació en concreto en una conversación
sostenida entre Paulina Jaricot (fundadora de la Obra Propagación de la Fe) y el
sacerdote Filipino de Riviere. A ellos se les ocurrió que los niños cristianos
salvaran a los niños de otras partes del mundo, ofreciendo cinco céntimos al mes
y rezando una breve oración. Esta idea brilló en la mente de monseñor Forbin
Janson, quien había conversado con Paulina Jaricot. Ella fue una de las primeras
inscritas en la Infancia Misionera. Las ideas se convirtieron en hechos: el
prelado se propuso destinar su vida y parte de su fortuna a la noble causa. Los
niños cristianos, con ORACION, SACRIFICIO Y AYUDA, se encargarían de salvar a
los niños infieles de todo el mundo. Vendría a ser esta Obra, la Propagación de
la Fe para los niños.
Lo primero que hizo fue contagiar a todos los
obispos de Francia de su entusiasmo y vitalidad, después viajó a distintos
países para conseguir más adeptos: en Bélgica lo recibió el rey Leopoldo I quien
de inmediato nombró a sus hijos como protectores de la Infancia Misionera en su
reino.
Monseñor Forbin Janson les contaba a todos que la Obra sustentaba el bautismo,
educación y rescate de los niños chinos. Su plan era viajar a China misma, pero
su salud comenzó a deteriorarse. Pocos días antes de morir, la Infancia
Misionera ya se hallaba asentada en 65 diócesis y los nuncios apostólicos de
Bélgica, Holanda y Suiza ya la habían recomendado a sus obispos. El último
aliento del prelado fue para encomendar su Obra en manos de la Providencia y el
11 de julio de 1844 falleció entre los brazos de su hermano el marqués de Forbin.
PEQUEÑOS MISIONEROS
Nunca imaginó Forbin Janson que la Infancia Misionera llegaría a crecer tanto al
punto que hoy está convertida en un enorme árbol que cobija a niños del mundo
entero, no sólo de China sino de todos los continentes. Si bien la Obra nació en
Europa, durante el siglo XIX llega hasta América Latina y en la actualidad está
presente en 115 países, la mayoría en iglesias jóvenes que han descubierto el
quehacer esencial de evangelizar a los niños para que siendo evangelizados se
conviertan después en evangelizadores. Agrupados en equipos de doce, los niños
se comprometen a colaborar económicamente y hacer todos los días una pequeña
oración por los misioneros y los niños del mundo. También son invitados al
encuentro con Dios en la liturgia y los sacramentos. La educación misionera y la
cooperación misionera son los dos principales pilares de este trabajo. De esta
forma, los niños participan en la obra evangelizadora de la Iglesia, siendo
incorporados a Jesús a través del misterio de su Santa Infancia.
Los niños de la Infancia Misionera quieren ser testigos del amor de Jesús e
intentan con originalidad y creatividad, dar una respuesta a los sufrimientos de
millones de niños en el mundo que se encuentran desamparados. Dios no los
abandona a su suerte. Por algo la Obra ha llegado a cumplir 160 años de
existencia. El Papa Juan Pablo II envió a los niños misioneros que participan en
esta gran tarea un mensaje en que les señala que: "En los niños pobres y
necesitados podéis reconocer el rostro de Jesús. Os esforzáis de muchos modos de
compartir la suerte de los niños obligados al trabajo y de socorrer la
indigencia de aquellos pobres; os solidarizáis con las ansiedades y con los
dramas de los niños implicados en la guerra de los adultos; rogad cada día
porque el don de la fe, que vosotros habéis recibido, sea participado por
millones de vuestros pequeños amigos que todavía no conocen a Jesús".