Mensaje del Santo Padre para la Jornada Mundial de las Misiones 1994 |
La misión de la Iglesia
y la familia
"Todo el que cumpla la voluntad de mi Padre
celestial, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre" (Mt 12, 50).
Queridos hermanos y hermanas:
1. La Iglesia, enviada a todo el mundo para anunciar el Evangelio de Cristo, ha
dedicado el año 1994 a la familia, orando con ella y por ella, y reflexionando
sobre los problemas que le conciernen. También en este mensaje anual para la
Jornada mundial de las misiones deseo referirme a dicho tema, porque soy
consciente de la íntima relación que existe entre la misión de la Iglesia y la
familia.
Cristo mismo eligió a la familia humana como ámbito
de su encarnación y de su preparación para la misión que el Padre celestial le
había confiado. Además, fundó una nueva familia, la Iglesia, como prolongación
de su acción universal de salvación. Por tanto, la Iglesia y la familia, en la
perspectiva de la misión de Cristo, manifiestan vínculos recíprocos y
finalidades convergentes. Si todos los cristianos son corresponsables de la
actividad misionera, constitutiva de la familia eclesial a la que todos
pertenecemos por la gracia de Dios (cf. Redemptoris missio, 77), con mayor razón
la familia cristiana, que se basa en un sacramento específico, ha de sentirse
impulsada por el celo misionero.
2. El amor de Cristo, que consagra la alianza
conyugal, es también el fuego siempre encendido que impulsa a la evangelización.
Todos los miembros de la familia, en sintonía con el corazón del Redentor, están
invitados a comprometerse en favor de todos los hombres y mujeres del mundo,
manifestando "solicitud por quienes están lejos y por quienes están cerca" (Redemptoris
missio, 77).
Este amor impulsa a los misioneros a anunciar, con
celo y perseverancia, la buena nueva a las gentes, y a testimoniarla con la
entrega de sí mismos, llegando a veces hasta el supremo gesto del martirio. El
único objetivo del misionero es el anuncio del Evangelio, para edificar una
comunidad que sea extensión de la familia de Jesucristo y levadura para el
crecimiento del reino de Dios y la promoción de los valores más elevados del
hombre (cf. ib., n. 34). Al trabajar por Cristo y con Cristo, trabaja en favor
de una justicia, de una paz y de un desarrollo que no son ideológicos, sino
reales, contribuyendo así a construir la civilización del amor.
3. El concilio Vaticano II quiso reafirmar con
fuerza el concepto -frecuente en la tradición de los Padres de la Iglesia-,
según el cual la familia cristiana, constituida con la gracia sacramental,
refleja el misterio de la Iglesia en la dimensión doméstica (cf. Lumen gentium,
11). La santísima Trinidad mora en la familia fiel, que, por el Espíritu,
participa de la solicitud de toda la Iglesia por la misión, contribuyendo a la
animación y a la cooperación misionera.
Es oportuno subrayar cómo los dos santos patronos
de las misiones, al igual que tantos obreros del Evangelio, gozaron durante su
infancia de un ambiente familiar verdaderamente cristiano. San Francisco Javier
reflejó en su vida misionera la generosidad, la lealtad y el profundo espíritu
religioso que había experimentado en su familia y, especialmente, junto a su
madre. Por su parte, santa Teresita del Niño Jesús escribe con su característica
sencillez: "Durante toda mi vida el buen Dios ha querido rodearme de amor: mis
primeros recuerdos están llenos de las caricias y las sonrisas más tiernas"
(Historia de un alma, manuscrito A, f. 4 v).
La familia participa en la vida y en la misión
eclesial según una triple acción evangelizadora: dentro de sí, en la comunidad
de pertenencia y en la Iglesia universal. En efecto, el sacramento del
matrimonio "constituye a los cónyuges y padres cristianos en testigos de Cristo
'hasta los últimos confines de la tierra', como verdaderos 'misioneros' del amor
y de la vida" (Familiaris consortio, 54).
4. La familia es misionera, ante todo mediante la
oración y el sacrificio. Como toda oración cristiana, la oración familiar ha de
incluir también la dimensión misionera, a fin de que resulte eficaz para la
evangelización. Por esta razón, los misioneros, según la lógica evangélica,
sienten la necesidad de pedir constantemente oraciones y sacrificios como ayuda
eficacísima para su obra evangelizadora.
Orar con espíritu misionero implica diversos
aspectos, entre los cuales destaca la contemplación de la acción de Dios, que
nos salva por medio de Jesucristo. De esta manera, la oración se convierte en
una viva acción de gracias por la evangelización que nos ha llegado y sigue
difundiéndose por todo el mundo; al mismo tiempo, se convierte en invocación al
Señor, para que nos haga instrumentos dóciles de su voluntad, concediéndonos los
medios morales y materiales indispensables para la construcción de su reino.
Complemento inseparable de la oración es el
sacrificio, y cuanto más generoso sea tanto más eficacia tendrá. El sufrimiento
de los inocentes, de los enfermos, de los que sufren y de cuantos padecen
opresión y violencia, es decir, de quienes, en el camino de la cruz, se unen de
modo especial a Jesús, redentor de cada hombre y de todo el hombre, adquiere un
valor incalculable.
5. Opiniones y acontecimientos, problemas y
conflictos, éxitos y fracasos del mundo entero, gracias a la acción persuasiva
propia de los instrumentos de comunicación social, ejercen notable influjo en
las familias. Por consiguiente, los padres desempeñan su papel específico
cuando, comentando junto con sus hijos las noticias, las informaciones y las
opiniones, reflexionan de modo maduro sobre todo lo que los medios de
comunicación hacen entrar en sus casas, y se comprometen también con gestos
concretos.
Así, la familia responde también a la función más
verdadera de la comunicación social, que consiste en la promoción de la comunión
y el desarrollo de la familia humana (cf. Communio et progressio, 1; Aetatis
novae, 6-11). Todos los apóstoles del Evangelio no pueden menos de compartir
este objetivo, que persiguen a la luz de la fe, con vistas a la civilización del
amor.
Sin embargo, en el ámbito delicado y complejo de
los medios de comunicación, la acción implica notables inversiones de capacidad
humana y de recursos económicos. Doy las gracias a cuantos contribuyen con
generosidad a fin de que, entre los innumerables mensajes que se difunden en
todo el mundo, no falte la voz, bondadosa pero firme, de quien anuncia a Cristo,
salvación y esperanza para todos los hombres.
6. La manifestación más elevada de generosidad es
la entrega total de sí. Con ocasión de la Jornada mundial de las misiones no
puedo dejar de dirigirme de modo especial a los jóvenes. Queridos jóvenes, el
Señor os ha dado un corazón abierto a grandes horizontes: no tengáis miedo de
comprometer enteramente vuestra vida al servicio de Cristo y de su Evangelio.
Escuchadlo mientras repite también hoy: "La mies es mucha, y los obreros pocos"
(Lc 10, 2).
Me dirijo, además, a vosotros, padres. Que en
vuestro corazón no falten nunca la fe y la disponibilidad, cuando el Señor os
bendiga llamando a uno de vuestros hijos o de vuestras hijas a un servicio
misionero. Sabed dar gracias. Más aún, preparad esa llamada con la oración
familiar, con una educación llena de estímulo y entusiasmo, con el ejemplo
diario de la atención a los demás, con la participación en las actividades
parroquiales y diocesanas, y con el trabajo en las asociaciones y en el
voluntariado.
La familia que cultiva el espíritu misionero con su
estilo de vida y su educación prepara el buen terreno para la semilla de la
llamada divina y, al mismo tiempo, refuerza los lazos afectivos y las virtudes
cristianas de sus miembros.
7. María santísima, Madre de la Iglesia, y san
José, su esposo, a quienes todas las familias invocan con confianza, obtengan
que en cada comunidad doméstica, durante todo este año, se desarrolle el
espíritu misionero, para que toda la humanidad llegue a ser "en Cristo Jesús la
familia de los hijos de Dios" (Gaudium et spes, 92).
Con este deseo, invoco sobre los misioneros
esparcidos por el mundo, y sobre cada familia cristiana, de modo especial sobre
las que están comprometidas en el anuncio del Evangelio, los dones del Espíritu
divino, en prenda de los cuales imparto a todos la bendición apostólica.
Vaticano, 22 de mayo, solemnidad de Pentecostés,
del año 1994, decimosexto de mi pontificado.
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