Mensaje del Santo Padre para la Jornada Mundial de las Misiones 1995 |
La misión pasa a través
de la cruz y de la entrega personal
Amadísimos hermanos y hermanas:
1. "La Iglesia ha recibido el Evangelio como anuncio y fuente de gozo y
salvación. Lo ha recibido como don de Jesús, enviado del Padre "para anunciar a
los pobres la buena nueva" (Lc 4, 18). Lo ha recibido a través de los Apóstoles,
enviados por él a todo el mundo (cf. Mc 16, 15; Mt 28, 1920). La Iglesia, nacida
de esta acción evangelizadora, siente resonar en sí misma cada día la
exclamación del Apóstol: "¡Ay de mí si no predicara el Evangelio!" (1 Co 9, 16)"
(Evangelium vitae, 78).
La Iglesia, don del Padre a la humanidad y prolongación de la misión del Hijo,
sabe que existe para llevar, hasta los confines de la tierra, la gozosa nueva
del Evangelio, mientras no pase la escena de este mundo (cf. Mt 28, 19-20).
El mandato misionero es, por tanto, siempre válido y actual, y compromete a los
cristianos a dar gozoso testimonio de la buena nueva a los que están cerca y a
los que están lejos, poniendo a su disposición energías, medios e incluso la
vida.
La misión pasa a través de la cruz y de la entrega personal: el que ha recibido
esa misión está llamado a mostrar, como el Resucitado, a los hermanos los signos
del amor para vencer su incredulidad y sus temores.
"Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis
mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría, y hasta los últimos confines
de la tierra" (Hch 1, 8). Al acoger con alegría la llamada a cooperar en la
misión de salvación, todo cristiano sabe que puede contar con la presencia de
Jesús y con la fuerza del Espíritu Santo. Esta certeza da vigor a su servicio
evangélico y lo impulsa a ser audaz y a tener esperanza, a pesar de las
dificultades, los peligros, la indiferencia y los fracasos.
La Jornada mundial de las misiones es ocasión para implorar del Señor un celo
cada vez mayor por la evangelización: es éste el primero y mayor servicio que
los cristianos pueden prestar a las mujeres y a los hombres de nuestro tiempo,
marcado por odios, violencias, injusticias y, sobre todo, por la pérdida del
verdadero sentido de la vida. En efecto, para afrontar el conflicto entre la
muerte y la vida, en el que estamos inmersos, nada ayuda tanto como la fe en el
Hijo de Dios que se hizo hombre y vino a habitar entre los hombres para que
"tengan vida y la tengan en abundancia" (Jn 10, 10): es la fe en el Resucitado,
que ha vencido la muerte; es la fe en la sangre de Cristo, que clama con más
fuerza que la de Abel, da esperanza y devuelve a la humanidad su auténtico
rostro.
2. ¡Animo, no temáis, anunciad que Jesús es el Señor: "En ningún otro nombre hay
salvación" (Hch 4, 12).
Ojalá que la Jornada anual de las misiones encuentre a toda la Iglesia dispuesta
a anunciar la verdad y el amor de Dios, especialmente a los hombres y a las
mujeres a quienes no ha llegado aún la buena nueva de Jesucristo.
Con gran afecto y gratitud me dirijo, ante todo, a vosotros, queridos misioneros
y misioneras, y especialmente a los que están sufriendo por el nombre de Jesús.
Decid a todos que "abrirse al amor de Cristo es la verdadera liberación. En él,
sólo en él, somos liberados de toda forma de alienación y extravío, de la
esclavitud al poder del pecado y de la muerte" (Redemptoris missio, 11). Él es
camino y verdad, resurrección y vida (cf. Jn 14, 6; 11, 25); él es el "Verbo de
la vida" (Jn 1, 1).
Anunciad a Cristo con la palabra, anunciadlo con manifestaciones concretas de
solidaridad, haced visible su amor al hombre, colocándoos, con la Iglesia y en
la Iglesia, siempre "en la primera línea de la caridad", donde "muchos de sus
hijos e hijas, especialmente religiosos y religiosas, con formas antiguas y
siempre nuevas, han consagrado y continúan consagrando su vida a Dios,
ofreciéndola por amor al prójimo más débil y necesitado" (Evangelium vitae, 27).
Vuestra vocación especial ad gentes y ad vitam conserva toda su validez:
representa el paradigma del compromiso misionero de toda la Iglesia, que
necesita siempre entregas radicales y totales, impulsos nuevos y audaces. Habéis
consagrado vuestra vida a Dios para dar testimonio del Resucitado entre las
gentes: no os dejéis atemorizar por dudas, dificultades, rechazos y
persecuciones: reviviendo la gracia de vuestro carisma específico, continuad sin
vacilaciones el camino que habéis emprendido con tanta fe y generosidad (cf.
Redemptoris missio, 66).
3. Dirijo esta misma exhortación a las Iglesias de antigua y de reciente
fundación, a sus pastores, "consagrados no sólo para una diócesis, sino para la
salvación de todo el mundo" (Ad gentes, 38), que con frecuencia sufren por la
falta de vocaciones y de medios. Me dirijo singularmente a las comunidades
cristianas en situación de minoría.
Escuchando, una vez más, las palabras del Maestro: "No temas, pequeño rebaño,
porque a vuestro Padre le ha parecido bien daros a vosotros el Reino" (Lc 12,
32), haced irradiar la alegría de la fe en el único Redentor, dad razón de la
esperanza que os anima y dad testimonio del amor que, en Jesucristo, os ha
renovado íntimamente.
Para ser artífice de la nueva evangelización, toda comunidad cristiana debe
hacer propia la lógica del don y de la gratuidad que encuentra en la misión ad
gentes no sólo la ocasión para sostener a quien se encuentra en necesidad
espiritual y material, sino, sobre todo, una extraordinaria oportunidad de
crecimiento hacia la madurez de la fe.
4. El intrépido anuncio del Evangelio os está confiado de modo especial a
vosotros, los jóvenes. En Manila os recordaba que "son muchas las exigencias del
Señor. Os pedirá la plena entrega de todo vuestro ser para difundir el Evangelio
y servir a su pueblo. Pero ¡no tengáis miedo! Sus exigencias son también la
medida del amor personal que os tiene a cada uno" (Homilía en la misa para los
delegados del Foro internacional de la juventud, 13 de enero de 1995, n. 4:
L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 20 de enero de 1995, p. 4). No
os dejéis entristecer y empobrecer replegándoos sobre vosotros mismos; abrid la
mente y el corazón a los horizontes infinitos de la misión. ¡No tengáis miedo!
Si el Señor os llama a salir de vuestra patria para ir hacia otros pueblos,
otras culturas y otras comunidades eclesiales, responded generosamente a su
invitación. Y os quiero repetir una vez más: "Venid conmigo al tercer milenio
para salvar al mundo" (cf. ib.).
A las familias, a los sacerdotes, a las religiosas, a los religiosos, y a todos
los creyentes en Cristo, repito: tened siempre la audacia de anunciar al Señor
Jesús. Todo creyente está llamado a cooperar en la difusión del Evangelio y a
vivir el espíritu y los gestos de la misión entregándose con generosidad a los
hermanos. Como recordaba en la encíclica Evangelium vitae, somos un pueblo de
enviados y sabemos que "en nuestro camino nos guía y sostiene la ley del amor:
el amor del que es fuente y modelo el Hijo de Dios hecho hombre, que con su
muerte ha dado la vida al mundo" (n. 79).
5. Queridísimos hermanos y hermanas, la Jornada mundial de las misiones ha de
ser para todos los cristianos una gran ocasión para comprobar el propio amor a
Cristo y al prójimo. Y ha de ser, además, una circunstancia oportuna para tomar
conciencia de que todos debemos colaborar con la oración, el sacrificio y la
ayuda concreta a las misiones, avanzadas de la civilización del amor. El
Espíritu del Señor anima y lleva a su realización todo proyecto misionero.
Aliento y bendigo a cuantos trabajan activamente en la obra misionera,
especialmente a los responsables de la Obra pontificia de la propagación de la
fe, a la que se ha confiado la animación de esta Jornada, y a quienes están
comprometidos en las otras Obras misionales pontificias, estructuras
indispensables de formación para la cooperación y valiosos instrumentos para
ayudar con equidad y atención a todos los misioneros.
María, Reina de la evangelización, sostenga y guíe el valioso trabajo de los
obreros del Evangelio y conceda a los cristianos alegría y entusiasmo siempre
nuevos para anunciar a Jesucristo con la palabra y con la vida.
A todos envío una especial bendición apostólica que les conforte en sus
respectivos cometidos al servicio del Evangelio.
Vaticano, 11 de junio, solemnidad de la Santísima
Trinidad, del año 1995, decimoséptimo de mi pontificado.
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