Mensaje del Santo Padre para la Jornada Mundial de las Misiones 1999 |
Padre nuestro que estás
en el cielo
1. La Jornada Misionera
Mundial constituye cada año para la Iglesia una preciosa ocasión para
reflexionar sobre su naturaleza misionera. Recordando siempre el mandato de
Cristo: "Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes, bautizándolas en el
nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo" (Mt 28,19), la Iglesia es
consciente de ser llamada a anunciar a los hombres de todo tiempo y lugar el
amor del único Padre que, en Jesucristo, quiere reúnir a sus hijos dispersos (cfr
Jn 11,52).
En este último año del siglo que nos prepara al Gran Jubileo del 2000, es fuerte
la invitación a alzar la mirada y el corazón hacia el Padre, para conocerlo "tal
como El es, y tal como el Hijo nos lo ha revelado" (Catecismo de la Iglesia
Católica -CIC- 2779). Leyendo bajo esta óptica el "Padre nuestro", oración que
el mismo Maestro Divino nos enseñó, podemos comprender más fácilmente cuál es la
fuente del empeño apostólico de la Iglesia y cuáles las motivaciones
fundamentales que la hacen misionera "hasta los extremos confines de la tierra".
Padre nuestro que estás en el cielo
2. La Iglesia es misionera porque anuncia incansablemente que Dios es Padre,
lleno de amor a todos los hombres. Todo ser humano y todo pueblo busca, a veces
incluso inconscientemente, el rostro misterioso de Dios que, sin embargo, sólo
el Hijo unigénito, que está en el seno del Padre, nos ha revelado plenamente (cfr
Jn 1,18). Dios es "Padre de nuestro Señor Jesucristo", y "quiere que todos los
hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad" (1 Tim 2,4).
Todos los que acogen su gracia descubren con estupor que son hijos del único
Padre y se sienten deudores hacia todos del anuncio de la salvación.
En el mundo contemporáneo, sin embargo, muchos no reconocen aún al Dios de
Jesucristo como Creador y Padre. Algunos, a veces también por culpa de los
creyentes, han optado por la indiferencia y el ateísmo; otros, cultivando una
vaga religiosidad, se han construído un Dios a su propia imagen y semejanza;
otros lo consideran un ser totalmente inalcanzable.
Cometido de los creyentes es proclamar y testimoniar que, aunque "habita en una
luz inaccesible" (1 Tim 6,16), el Padre celeste en su Hijo, encarnado en el seno
de María Virgen, muerto y resucitado, se ha acercado a cada hombre y le hace
capaz "de responderle, de conocerlo y de amarlo" (cfr CIC 52).
Santificado sea tu
nombre
3. La conciencia de que el encuentro con Dios promueve y exalta la dignidad
del hombre lleva a éste a orar así: "Santificado sea tu nombre", es decir: "Se
haga luminoso en nosotros tu conocimiento, para que podamos conocer la amplitud
de tus beneficios, la extensión de tus promesas, la sublimidad de tu majestad y
la profundidad de tus juicios" (San Francisco, Fuentes Franciscanas, 268).
El cristiano pide a Dios que sea santificado en sus hijos de adopción, así como
también en todos los que no han sido alcanzados por su revelación, consciente de
que es mediante la santidad que Él salva a la creación entera.
Para que el nombre de Dios sea santificado en las Naciones, la Iglesia trabaja
para insertar a la humanidad y a la creación en el designio que el Creador, "en
su benevolencia, se propuso de antemano", "para ser santos e inmaculados en su
presencia en la caridad" (cfr Ef 1,9.4).
Venga a nosotros tu
reino, hágase tu voluntad
4. Los creyentes invocan con tales palabras el adviento del Reino divino y
el retorno glorioso de Cristo. Este deseo, sin embargo, no los aparta de la
misión cotidiana en el mundo; más aún, los empeña mayormente. La venida del
Reino ahora es obra del Espíritu Santo, que el Señor envió "a perfeccionar su
obra en el mundo y cumplir toda santificación" (Misal Romano, Oración
Eucarística IV).
En la cultura moderna es difuso un sentido de espera de una era nueva de paz,
bienestar, solidaridad, respeto de los derechos, amor universal. Iluminada por
el Espíritu, la Iglesia anuncia que este reino de justicia, de paz y de amor, ya
proclamado en el Evangelio, se realiza misteriosamente en el curso de los siglos
gracias a personas, familias y comunidades que optan por vivir de modo radical
las enseñanzas de Cristo, según el espíritu de las Bienavanturanzas. Mediante su
empeño, la misma sociedad temporal es estimulada a dirigirse hacia metas de
mayor justicia y solidaridad.
La Iglesia proclama
también que la voluntad del Padre es "que todos los hombres se salven y lleguen
al conocimiento pleno de la verdad" (1 Tim 2,4) mediante la adhesión a Cristo,
cuyo mandamiento, "que resume todos los demás y que nos manifiesta toda su
voluntad, es que nos amemos los unos a los otros como él nos ha amado" (CIC
2822).
Jesús nos invita a orar por ésto y nos enseña que se entra en el Reino de los
cielos no diciendo "Señor, Señor", sino haciendo "la voluntad de su Padre que
está en el cielo" (Mt 7,21).
Dános hoy nuestro pan
de cada día
5. En nuestro tiempo es muy fuerte la conciencia de que todos tienen derecho
al "pan cotidiano", es decir, a lo necesario para vivir. Se siente igualmente la
exigencia de una debida equidad y de una solidaridad compartida que una entre sí
a los seres humanos. No obstante, muchísimos de ellos viven aún de modo no
conforme su dignidad de personas. Baste pensar en los ambientes de miseria y de
analfabetismo existentes en algunos Continentes, en la carencia de alojamientos
y en la falta de asistencia sanitaria y de trabajo, en las opresiones políticas
y en las guerras que destruyen pueblos de enteras regiones de la tierra.
¿Cuál es el cometido de
los cristianos frente a tales escenarios dramáticos? ¿Qué relación tiene la fe
en el Dios vivo y verdadero con la solución de los problemas que atormentan a la
humanidad? Como escribí en la Redemptoris missio, "el desarrollo de un pueblo no
deriva primariamente ni del dinero, ni de las ayudas materiales, ni de las
estructuras técnicas, sino más bien de la formación de las conciencias, de la
madurez de la mentalidad y de las costumbres. Es el hombre el protagonista del
desarrollo, no el dinero ni la técnica. La Iglesia educa las conciencias
revelando a los pueblos el Dios que buscan, pero que no conocen; la grandeza del
hombre creado a imagen de Dios y amado por él; la igualdad de todos los hombres
como hijos de Dios…" (n. 58). Anunciando que los hombres son hijos del mismo
Padre, y por consiguiente hermanos, la Iglesia ofrece su contribución a la
construcción de un mundo caracterizado por la fraternidad auténtica.
La comunidad cristiana
está llamada a cooperar en el desarrollo y la paz con obras de promoción humana,
con instituciones de educación y de formación al servicio de los jóvenes, con la
constante denuncia de las opresiones e injusticias de todo tipo. La aportación
específica de la Iglesia es, sin embargo, el anuncio del Evangelio, la formación
cristiana de cada persona, de las familias, de las comunidades, siendo ella muy
consciente de que su misión "no es actuar directamente en el plano económico,
técnico, político o contribuir materialmente al desarrollo, sino que consiste
esencialmente en ofrecer a los pueblos no un "tener más", sino un "ser más",
despertando las conciencias con el Evangelio. El desarrollo humano auténtico
debe echar sus raíces en una evangelización cada vez más profunda" (ibid,, n.
58).
Perdona nuestras
ofensas
6. El pecado está presente en la historia de la humanidad, desde los
inicios. Resquebraja la vinculación originaria de la creatura con Dios, con
graves consecuencias para su vida y para la de los demás. Y hoy, además, ¿cómo
no subrayar que las múltiples expresiones del mal y del pecado encuentran con
frecuencia un aliado en los medios de comunicación social? ¿Y cómo no observar
que "para muchos son el principal instrumento informativo y formativo, de
orientación e inspiración para los comportamientos individuales, familiares y
sociales" (Redemptoris Missio, n. 37/c), está constituído precisamente por los
diversos mass media?
La actividad misionera no
puede no llevar a individuos y pueblos el gozoso anuncio de la bondad
misericordiosa del Señor. El Padre que está en el cielo, como demuestra
claramente la parábola del hijo pródigo, es bueno y perdona al pecador
arrepentido, olvida la culpa y restituye serenidad y paz. He aquí el auténtico
rostro de Dios, Padre lleno de amor, que da fuerza para vencer el mal con el
bien y hace capaz a quien recambia su amor de contribuir a la redención del
mundo.
Como nosotros
perdonamos a los que nos ofenden
7. La Iglesia es llamada, con su misión, a hacer presente la confortante
realidad de la paternidad divina no sólo con palabras, sino sobre todo con la
santidad de los misioneros y del pueblo de Dios. "El renovado impulso hacia la
misión ad gentes -escribí en la Redemptoris Missio- exige misioneros santos. No
basta renovar los métodos pastorales, ni organizar y coordinar mejor las fuerzas
eclesiales, ni explorar con mayor agudeza los fundamentos bíblicos y teológicos
de la fe: es necesario suscitar un nuevo 'anhelo de santidad' entre los
misioneros y en toda la comunidad cristiana" (n. 90).
De frente a las terribles
y múltiples consecuencias del pecado, los creyentes tienen el cometido de
ofrecer signos de perdón y de amor. Sólo si en su vida han experimentado ya el
amor de Dios pueden ser capaces de amar a los demás de manera generosa y
transparente. El perdón es alta expresión de la caridad divina, dada en don a
quien la pide con insistencia.
No nos dejes caer en
tentación, mas líbranos del mal
8. Con estas últimas peticiones, en el "Padre nuestro" pedimos a Dios que no
permita que emprendamos el camino del pecado y que nos libre de un mal inspirado
con frecuencia por un ser personal, Satanás, que quiere obstaculizar el designio
de Dios y la obra de salvación por El realizada en Cristo.
Conscientes de ser
llamados a llevar el anuncio de la salvación a un mundo dominado por el pecado y
por el Maligno, los cristianos son invitados a encomendarse a Dios, pidiéndole
que la victoria sobre el Príncipe del mundo (cfr Jn 14,30), conquistada una vez
para siempre por Cristo, sea experiencia cotidiana de su vida.
En contextos sociales
fuertemente dominados por lógicas de poder y de violencia, la misión de la
Iglesia es testimoniar el amor de Dios y la fuerza del Evangelio, que rompen el
odio y la violencia, el egoísmo y la indiferencia. El Espíritu de Pentecostés
renueva al pueblo cristiano, rescatado por la sangre de Cristo. Esta pequeña
grey es enviada por doquier, pobre de medios humanos pero libre de
condicionamientos, cual fermento de una nueva humanidad.
Conclusiones finales
9. Queridísimos Hermanos y Hermanas: la Jornada Misionera ofrece a cada uno
la oportunidad de evidenciar mejor esta común vocación misionera, que impulsa a
los discípulos de Cristo a hacerse apóstoles de su Evangelio de reconciliación y
de paz. La misión de salvación es universal: para cada hombre y para todo el
hombre. Es cometido de todo el pueblo de Dios, de todos los fieles. La
misionariedad debe, por tanto, constituir la pasión de cada cristiano; pasión
por la salvación del mundo y ardiente empeño por instaurar el Reino del Padre.
Para que esto se
verifique es necesario una oración incesante que alimente el deseo de llevar a
Cristo a todos los hombres. Es necesario el ofrecimiento del propio sufrimiento,
en unión con el del Salvador. Se necesita asimismo empeño personal en sostener a
los organismos de cooperación misionera. Entre éstos, exhorto a tener en
particular consideración a las Obras Misionales Pontificias, que tienen el
cometido de solicitar oraciones por las misiones, promover su causa y procurar
los medios para su actividad de evangelización. Ellas trabajan en estrecha
colaboración con la Congregación para la Evangelización de los Pueblos, que
coordina el esfuerzo misionero en unidad de intentos con las Iglesias
particulares y con las varias Instituciones misioneras presentes en la entera
Comunidad eclesial.
El próximo 24 de octubre
celebramos la última Jornada Misionera Mundial de un milenio, en el que la obra
evangelizadora de la Iglesia ha producido frutos verdaderamente extraordinarios.
Damos gracias al Señor por el inmenso bien realizado por los misioneros y,
dirigiendo la mirada hacia el futuro, esperamos con confianza el alba de un
nuevo Día.
Todos los que trabajan en
las avanguardias de la Iglesia son como centinelas en las murallas de la Ciudad
de Dios, a los que preguntamos: "Centinela, ¿qué hay de la noche? (Is 21,11),
recibiendo la respuesta: "¡Una voz! Tus vigías alzan la voz, a una dan gritos de
júbilo, porque con sus propios ojos ven el retorno de Yahvéh a Sión" (Is 52,8).
Su testimonio generoso en cada ángulo de tierra anuncia que, "en la proximidad
del tercer milenio de la Redención, Dios está preparando una gran primavera
cristiana, de la que ya se vislumbra su comienzo" (Redemptoris Missio, n. 86).
María, la "Estrella
Matutina", nos ayude a repetir con ardor siempre nuevo el "Fiat" al designio de
salvación del Padre, para que todos los pueblos y todas las lenguas puedan ver
su gloria (cfr Is 66,18).
Con tales auspicios,
envío de corazón a los misioneros y a todos lo que promueven la causa misionera
una especial Bendición Apostólica.
En el Vaticano, 23 de
mayo de 1999, Solemnidad de Pentecostés.
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