Mensaje del Santo Padre para la Jornada Mundial de las Misiones 2008 |
Queridos hermanos y
hermanas:
Con ocasión de la Jornada Misionera Mundial quisiera invitaros a reflexionar
sobre la urgencia persistente del anuncio del Evangelio también en nuestro
tiempo. El mandato misionero continúa siendo una prioridad absoluta para todos
los bautizados, llamados a ser "siervos y apóstoles de Cristo Jesús", en este
inicio de milenio. Mi venerado Predecesor, el Siervo de Dios Pablo VI, ya
afirmaba en la Exhortación apostólica Evangelii Nuntiandi que "evangelizar
constituye, en efecto, la dicha y vocación propia de la Iglesia, su identidad
más profunda" (n. 14). Como modelo de este empeño apostólico, deseo indicar de
manera particular a san Pablo, el Apóstol de las gentes, pues este año
celebramos un especial Jubileo a él dedicado. Es el Año Paulino, que nos ofrece
la oportunidad de familiarizarnos con este insigne Apóstol, que recibió la
vocación de proclamar el Evangelio a los Gentiles, según cuanto el Señor le
había preanunciado: "Ve, porque yo te enviaré lejos, a los gentiles" (Hch 22,
21). ¿Cómo no aprovechar la oportunidad que este especial jubileo ofrece a las
iglesias locales, a las comunidades cristianas y a cada fiel, para propagar
hasta los extremos confines del mundo el anuncio del Evangelio, fuerza de Dios
para la salvación de todo el que cree? (Rm 1, 16).
1. La humanidad tiene necesidad de liberación
La humanidad tiene necesidad de ser liberada y redimida. La creación misma –dice
san Pablo- sufre y nutre la esperanza de entrar en la libertad de los hijos de
Dios (cfr. Rm 8, 19-22). Estas palabras son verdaderas también en el mundo de
hoy. La creación sufre. La humanidad sufre y espera la verdadera libertad,
espera un mundo diferente, mejor, espera la "redención". Y, en el fondo, sabe
que este mundo nuevo esperado supone un hombre nuevo, supone "hijos de Dios".
Veamos más de cerca la situación del mundo de hoy. El panorama internacional, si
por una parte presenta perspectivas de desarrollo económico y social
prometedoras, por otra presenta a nuestra atención algunas fuertes
preocupaciones en lo que se refiere al futuro mismo del hombre. En no pocos
casos, la violencia marca las relaciones entre los individuos y los pueblos; la
pobreza oprime a millones de habitantes; las discriminaciones e incluso las
persecuciones por motivos raciales, culturales y religiosos empujan a muchas
personas a huir de sus Países para buscar refugio y protección en otros lugares;
cuando la finalidad del progreso tecnológico no es la dignidad ni el bien del
hombre, ni está ordenado a un desarrollo solidario, pierde su fuerza de factor
de esperanza, y tiene el peligro de agudizar desequilibrios e injusticias ya
existentes. Existe, además, una amenaza constante en lo que se refiere a la
relación hombre-ambiente, debido al uso indiscriminado de los recursos, con
repercusiones sobre la misma salud física y mental del ser humano. El futuro del
hombre corre también peligro debido a los atentados contra su vida, atentados
que asumen varias formas y modos.
Ante este escenario, sentimos el peso de la inquietud atormentados entre
angustias y esperanzas (cfr. Const. Gaudium et Spes, 4), y nos preguntamos
preocupados: ¿qué será de la humanidad y de la creación? ¿Hay esperanza para el
futuro, o mejor, hay un futuro para la humanidad? ¿Y cómo será este futuro? La
respuesta a estos interrogantes nos viene, a nosotros, los creyentes, del
Evangelio. Cristo es nuestro futuro y, como he escrito en la Carta encíclica Spe
Salvi, su Evangelio es comunicación que "cambia la vida", da la esperanza, abre
de par en par la puerta oscura del tiempo e ilumina el futuro de la humanidad y
del universo (cfr. n. 2).
San Pablo había comprendido muy bien que sólo en Cristo la humanidad puede
encontrar redención y esperanza. Por ello sentía, impelente y urgente, la misión
de "anunciar la promesa de la vida en Cristo Jesús" (2 Tm 1, 1), "nuestra
esperanza" (1 Tm, 1, 1), para que todas las gentes pudieran participar en la
misma heredad y ser partícipes de la promesa por medio del Evangelio (cfr. Ef,
3, 6). Era consciente que privada de Cristo, la humanidad está "sin esperanza y
sin Dios en el mundo" (Ef 2, 12) – sin esperanza porque estaban sin Dios" (Spe
salvi, 3). Efectivamente, "quien no conoce a Dios, aunque tenga múltiples
esperanzas, en el fondo está sin esperanza, sin la gran esperanza que sostiene
toda la vida (cf. Ef 2, 12)" (ivi, 27).
2. La Misión es cuestión de amor
Es, pues, un deber urgente para todos anunciar a Cristo y su mensaje salvífico.
"¡Ay de mí –afirmaba san Pablo- si no predicara el Evangelio! (1 Cor 9, 16). En
el camino de Damasco había experimentado y comprendido que la redención y la
misión son obra de Dios y de su amor. El amor de Cristo lo condujo a recorrer
los caminos del Imperio Romano como heraldo, apóstol, pregonero y maestro del
Evangelio, del que se proclamaba "embajador entre cadenas" (Ef 6, 20). La
caridad divina le llevó a hacerse "todo a todos para salvar a toda costa a
algunos" (1 Cor 9, 22). Contemplando la experiencia de san Pablo, comprendemos
que la actividad misionera es respuesta al amor con el que Dios nos ama. Su amor
nos redime y nos impulsa a la missio ad gentes; es la energía espiritual capaz
de hacer crecer en la familia humana la armonía, la justicia, la comunión entre
las personas, las razas y los pueblos, a la que todos aspiran (cfr. Deus caritas
est, 12). Es Dios, que es Amor, quien conduce la Iglesia hacia las fronteras de
la humanidad, quien llama a los evangelizadores a beber "de la primera y
originaria fuente que es Jesucristo, de cuyo corazón traspasado brota el amor de
Dios" (Deus caritas est, 7). Solamente de esta fuente se pueden conseguir la
atención, la ternura, la compasión, la acogida, la disponibilidad, el interés
por los problemas de la gente, y aquellas otras virtudes necesarias a los
mensajeros del Evangelio para dejarlo todo y dedicarse completa e
incondicionalmente a esparcir por el mundo el perfume de la caridad de Cristo.
3. Evangelizar siempre
Mientras continúa siendo necesaria y urgente la primera evangelización en no
pocas regiones del mundo, la escasez de clero y la falta de vocaciones afectan
hoy a muchas Diócesis e Institutos de vida consagrada. Es importante insistir en
que, aún en medio de dificultades crecientes, el mandato de Cristo de
evangelizar a todas las gentes continúa siendo una prioridad. Ninguna razón
puede justificar una ralentización o un estancamiento, porque "la tarea de la
evangelización de todos los hombres constituye la misión esencial de la Iglesia"
(Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii nuntiandi, 14). Misión que "se halla todavía en
los comienzos y que debemos comprometernos con todas nuestras energías en su
servicio" (Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, 1). ¿Cómo no pensar aquí en
el macedonio que, apareciéndose en sueños a Pablo, gritaba: "Pasa a Macedonia y
ayúdanos"? Hoy son innumerables los que esperan el anuncio del Evangelio, que se
encuentran sedientos de esperanza y de amor. ¡Cuántos se dejan interpelar hasta
lo más profundo por esta petición de ayuda que se eleva de la humanidad, dejan
todo por Cristo y transmiten a los hombres la fe y el amor por Él!
4. Ay de mí si no predicara el Evangelio (1 Cor 9, 16)
Queridos hermanos y hermanas, "duc in altum!" Entremos mar adentro en el vasto
mar del mundo y, siguiendo la invitación de Jesús, echemos sin miedo las redes,
confiando en su constante ayuda. Nos recuerda san Pablo que no es motivo de
gloria predicar el Evangelio (cfr. 1 Cor 9, 16), sino deber y gozo. Queridos
hermanos Obispos, siguiendo el ejemplo de Pablo, que cada uno se sienta
"prisionero de Cristo para los gentiles" (Ef 3, 1), sabiendo que podrá contar,
en las dificultades y en las pruebas, con la fuerza que procede de Él. El Obispo
es consagrado no sólo para su diócesis, sino para la salvación de todo el mundo
(cfr. Enc. Redemptoris Missio, 63). Como el apóstol Pablo, está llamado a tender
hacia los lejanos que todavía no conocen a Cristo, o que todavía no han
experimentado su amor que libera; su empeño es hacer que toda la comunidad
diocesana sea misionera, contribuyendo con gozo, según las posibilidades, en el
envío de presbíteros y laicos a otras iglesias para el servicio de
evangelización. La missio ad gentes se convierte así en el principio unificador
y convergente de toda su actividad pastoral y caritativa.
¡Vosotros, queridos presbíteros, primeros colaboradores de los Obispos, sed
pastores generosos y evangelizadores entusiastas! No pocos de vosotros, en estas
décadas, os habéis desplazado a territorios de misión como consecuencia de la
Encíclica Fidei Donum, de la que hace poco hemos conmemorado el 50º aniversario,
y con la cual mi venerado Predecesor, el Siervo de Dios Pío XII, impulsó la
cooperación entre las Iglesias. Confío en que no disminuya esta tensión
misionera en las Iglesias locales, no obstante la escasez de clero que aflige a
no pocas de ellas.
Y vosotros, queridos religiosos y religiosas, que por vocación os caracterizáis
por una fuerte connotación misionera, llevad el anuncio del Evangelio a todos,
especialmente a los lejanos, por medio de un testimonio coherente de Cristo y un
radical seguimiento de su Evangelio.
Todos vosotros, queridos fieles laicos, que trabajáis en los diferentes
ambientes de la sociedad, estáis llamados a tomar parte, de manera cada vez más
relevante, en la difusión del Evangelio. Así, se abre ante vosotros un areópago
complejo y multiforme que hay que evangelizar: el mundo. Sed testigos con
vuestra vida de que los cristianos "pertenecen a una sociedad nueva, hacia la
cual están en camino y que es anticipada en su peregrinación" (Spe Salvi, 4).
5. Conclusión.
Queridos hermanos y hermanas, que la celebración de la Jornada Misionera Mundial
nos anime a todos a tomar una conciencia renovada de la urgente necesidad de
anunciar el Evangelio. No puedo no subrayar con vivo aprecio, la aportación de
las Obras Misionales Pontificias en la acción evangelizadora de la Iglesia. Les
doy las gracias por el apoyo que ofrecen a todas las Comunidades, especialmente
a las jóvenes. Las Obras son un instrumento válido para animar y formar en el
espíritu misionero al Pueblo de Dios, y alimentan la comunión de bienes y de
personas entre las diferentes partes del Cuerpo de Cristo. Que la colecta, que
durante la Jornada Misionera Mundial se hace en todas las parroquias, sea signo
de comunión y de solicitud recíproca entre las Iglesias. En fin, intensifíquese
cada vez más en el pueblo cristiano la oración, medio espiritual indispensable
para difundir entre todos los pueblos la luz de Cristo "luz por antonomasia",
que ilumina "las tinieblas de la historia" (Spe Salvi, 49). Mientras confío al
Señor el trabajo apostólico de los misioneros, de las Iglesias esparcidas por el
mundo y de los fieles comprometidos en diferentes actividades misioneras,
invocando la intercesión del apóstol Pablo y de María Santísima, "el Arca
viviente de la Alianza", Estrella de la Evangelización y de la esperanza,
imparto a todos la Bendición Apostólica.
Vaticano, 11 de mayo de 2007, solemnidad de Pentecostés
BENEDICTUS PP. XVI
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