“Las naciones caminarán
en su luz”
(Ap
21, 24)
En este
domingo, dedicado a las
misiones, me dirijo ante
todo a vosotros,
Hermanos en el
ministerio episcopal y
sacerdotal, y también a
vosotros, hermanos y
hermanas de todo el
Pueblo de Dios, para
exhortar a cada uno a
reavivar en sí mismo la
conciencia del mandato
misionero de Cristo de
hacer “discípulos a
todos los pueblos” (Mt
28,19), siguiendo los
pasos de san Pablo, el
Apóstol de las Gentes.
“Las naciones caminarán
en su luz” (Ap
21,24). Objetivo de
la misión de la Iglesia
es en efecto iluminar
con la luz del Evangelio
a todos los pueblos en
su camino histórico
hacia Dios, para que en
Él tengan su realización
plena y su cumplimiento.
Debemos sentir el ansia
y la pasión por iluminar
a todos los pueblos, con
la luz de Cristo, que
brilla en el rostro de
la Iglesia, para que
todos se reúnan en la
única familia humana,
bajo la paternidad
amorosa de Dios.
Es en esta
perspectiva que los
discípulos de Cristo
dispersos por todo el
mundo trabajan, se
esfuerzan, gimen bajo el
peso de los sufrimientos
y donan la vida.
Reafirmo con fuerza lo
que ha sido varias veces
dicho por mis venerados
Predecesores: la Iglesia
no actúa para extender
su poder o afirmar su
dominio, sino para
llevar a todos a Cristo,
salvación del mundo.
Nosotros no pedimos sino
el ponernos al servicio
de la humanidad,
especialmente de aquella
más sufriente y
marginada, porque
creemos que “el esfuerzo
orientado al anuncio del
Evangelio a los hombres
de nuestro tiempo... es
sin duda alguna un
servicio que se presenta
a la comunidad cristiana
e incluso a toda la
humanidad” (Evangelii
nuntiandi, 1), la
cual “está conociendo
grandes conquistas, pero
parece haber perdido el
sentido de las
realidades últimas y de
la misma existencia” (Redemptoris
missio, 2).
1.
Todos los Pueblos
llamados a la salvación
La humanidad
entera, tiene la
vocación radical de
regresar a su fuente,
que es Dios, el único en
Quien encontrará su
realización final
mediante la restauración
de todas las cosas en
Cristo. La dispersión,
la multiplicidad, el
conflicto, la enemistad
serán repacificadas y
reconciliadas mediante
la sangre de la Cruz, y
reconducidas a la
unidad.
El nuevo
inicio ya comenzó con la
resurrección y
exaltación de Cristo,
que atrae a sí a todas
las cosas, las renueva,
las hace partícipes del
eterno gozo de Dios. El
futuro de la nueva
creación brilla ya en
nuestro mundo y
enciende, aunque en
medio de contradicciones
y sufrimientos, la
esperanza de una vida
nueva. La misión de la
Iglesia es la de
“contagiar” de esperanza
a todos los pueblos.
Para esto Cristo llama,
justifica, santifica y
envía a sus discípulos a
anunciar el Reino de
Dios, para que todas las
naciones lleguen a ser
Pueblo de Dios. Es sólo
al interno de dicha
misión que se comprende
y autentifica el
verdadero camino
histórico de la
humanidad. La misión
universal debe
convertirse en una
constante fundamental de
la vida de la Iglesia.
Anunciar el Evangelio
debe ser para nosotros,
como lo fue para el
apóstol Pablo, un
compromiso impostergable
y primario.
2.
Iglesia peregrina
La Iglesia
universal, sin confines
y sin fronteras, se
siente responsable del
anuncio del Evangelio
frente a pueblos enteros
(cf.
Evangelii nuntiandi,
53). Ella, germen de
esperanza por vocación,
debe continuar el
servicio de Cristo al
mundo. Su misión y su
servicio no son a la
medida de las
necesidades materiales o
incluso espirituales que
se agotan en el cuadro
de la existencia
temporal, sino de una
salvación trascendente,
que se actúa en el Reino
de Dios (cf.
Evangelii nuntiandi,
27). Este Reino, aun
siendo en su plenitud
escatológico y no de
este mundo (cf.
Jn 18,36), es
también
en este mundo y en
su historia fuerza de
justicia, de paz, de
verdadera libertad y de
respeto de la dignidad
de cada hombre. La
Iglesia busca
transformar el mundo con
la proclamación del
Evangelio del amor, “que
ilumina constantemente a
un mundo oscuro y nos da
la fuerza para vivir y
actuar... y así llevar
la luz de Dios al mundo”
(Deus
caritas est, 39). Es
a esta misión y servicio
que, con este Mensaje,
llamo a participar a
todos los miembros e
instituciones de la
Iglesia.
3.
Missio ad gentes
De este
modo, la misión de la
Iglesia es la de llamar
a todos los pueblos a la
salvación operada por
Dios a través de su Hijo
encarnado. Es necesario
por lo tanto renovar el
compromiso de anunciar
el Evangelio, que es
fermento de libertad y
de progreso, de
fraternidad, de unidad y
de paz (cf.
Ad gentes, 8). Deseo
“confirmar una vez más
que la tarea de la
evangelización de todos
los hombres constituye
la misión esencial de la
Iglesia” (Evangelii
nuntiandi, 14),
tarea y misión que los
amplios y profundos
cambios de la sociedad
actual hacen cada vez
más urgentes. Está en
cuestión la salvación
eterna de las personas,
el fin y la realización
misma de la historia
humana y del universo.
Animados e inspirados
por el Apóstol de las
gentes, debemos ser
conscientes de que Dios
tiene un pueblo numeroso
en todas las ciudades
recorridas también por
los apóstoles de hoy
(cf.
Hch 18,10). En
efecto “la promesa es
para todos aquellos que
son lejanos, para
cuantos llamará el Señor
nuestro Dios” (Hch
2,39).
La Iglesia
entera debe
comprometerse en la
missio ad gentes,
hasta que la soberanía
salvadora de Cristo no
se realice plenamente:
“Al presente no vemos
que todas las cosas
estén sometidas a Él” (Hb
2,8).
4.
Llamados a evangelizar
también mediante el
martirio
En esta
Jornada dedicada a las
misiones, recuerdo en la
oración a quienes han
hecho de su vida una
exclusiva consagración
al trabajo de
evangelización. Una
mención particular es
para aquellas Iglesias
locales, y para aquellos
misioneros y misioneras
que se encuentran
testimoniando y
difundiendo el Reino de
Dios en situaciones de
persecución, con formas
de opresión que van
desde la discriminación
social hasta la cárcel,
la tortura y la muerte.
No son pocos quienes
actualmente son llevados
a la muerte por causa de
su “Nombre”. Es aún de
una actualidad tremenda
lo que escribía mi
venerado Predecesor, el
Papa Juan Pablo II: “La
memoria jubilar nos ha
abierto un panorama
sorprendente,
mostrándonos nuestro
tiempo particularmente
rico en testigos que, de
una manera u otra, han
sabido vivir el
Evangelio en situaciones
de hostilidad y
persecución, a menudo
hasta dar su propia
sangre como prueba
suprema” (Novo
millennio ineunte,
41).
La
participación a la
misión de Cristo, en
efecto, marca también la
vida de los anunciadores
del Evangelio, para
quienes está reservado
el mismo destino de su
Maestro. “Acordaos de la
palabra que os he dicho:
El siervo no es más que
su señor. Si a mí me han
perseguido, también os
perseguirán a vosotros”
(Jn
15,20). La Iglesia sigue
el mismo camino y sufre
la misma suerte de
Cristo, porque no actúa
según una lógica humana
o contando con las
razones de la fuerza,
sino siguiendo la vía de
la Cruz y haciéndose, en
obediencia filial al
Padre, testigo y
compañera de viaje de
esta humanidad.
A las
Iglesias antiguas como a
las de reciente
fundación les recuerdo
que han sido colocadas
por el Señor como sal de
la tierra y luz del
mundo, llamadas a
difundir a Cristo, Luz
de las gentes, hasta los
extremos confines de la
tierra. La
missio ad gentes
debe constituir la
prioridad de sus planes
pastorales.
A las Obras
Misionales Pontificias
dirijo mi agradecimiento
y mi aliento por el
indispensable trabajo de
animación, formación
misionera y ayuda
económica que aseguran a
las jóvenes Iglesias. A
través de estas
Instituciones
pontificias se realiza
en modo admirable la
comunión entre las
Iglesias, con el
intercambio de dones, en
la solicitud mutua y en
la común proyección
misionera.
5.
Conclusión
El empuje
misionero ha sido
siempre signo de
vitalidad de nuestras
Iglesias (cf.
Redemptionis missio,
2). Es necesario, sin
embargo, reafirmar que
la evangelización es
obra del Espíritu y que
incluso antes de ser
acción es testimonio e
irradiación de la luz de
Cristo (cf.
Redemptionis missio,
26) por parte de la
Iglesia local, que envía
sus misioneros y
misioneras para ir más
allá de sus fronteras.
Pido por lo tanto a
todos los católicos que
recen al Espíritu Santo
para que aumente en la
Iglesia la pasión por la
misión de difundir el
Reino de Dios, y que
sostengan a los
misioneros, las
misioneras y las
comunidades cristianas
comprometidas en primera
línea en esta misión, a
veces en ambientes
hostiles de persecución.
Al mismo
tiempo invito a todos a
dar un signo creíble de
comunión entre las
Iglesias, con una ayuda
económica, especialmente
en la fase de crisis que
está atravesando la
humanidad, para colocar
a las Iglesias locales
en condición de iluminar
a las gentes con el
Evangelio de la caridad.
Nos guíe en
nuestra acción misionera
la Virgen María,
estrella de la Nueva
Evangelización, que ha
dado al mundo al Cristo,
puesto como luz de las
gentes, para que lleve
la salvación “hasta los
extremos de la tierra” (Hch
13,47).
A todos mi
Bendición.
Vaticano, 29 de junio
de 2009
Benedictus PP. XVI