La
construcción de la
comunión eclesial
es la
clave de la misión
Queridos hermanos y
hermanas:
El mes de octubre, con
la celebración de la
Jornada Misionera
mundial, ofrece a las
Comunidades diocesanas y
parroquiales, a las
Institutos de Vida
Consagrada, a los
Movimientos Eclesiales y
a todo el Pueblo de
Dios, la ocasión de
renovar el compromiso de
anunciar el Evangelio y
de dar a las actividades
pastorales un aliento
misionero más amplio.
Esta cita anual nos
invita a vivir
intensamente los
itinerarios litúrgicos y
catequéticos,
caritativos y
culturales, con los que
Jesucristo nos convoca a
la mesa de su Palabra y
de la Eucaristía, para
gustar el don de su
Presencia, formarnos en
su escuela y vivir cada
vez más conscientemente
unidos a Él, Maestro y
Señor. Él mismo nos
dice: «El que me ame,
será amado de mi Padre;
y yo le amaré y me
manifestaré a él» (Jn
14, 21). Sólo a partir
de este encuentro con el
Amor de dios, que cambia
la existencia, podemos
vivir en comunión con Él
y entre nosotros, y
ofrecer a los hermanos
un testimonio creíble,
dando razón de la
esperanza que está en
nosotros (cfr. 1Pe
3, 15). Una fe adulta,
capaz de abandonarse
totalmente a Dios con
actitud filial,
alimentada por la
oración, la meditación
de la Palabra de Dios y
por el estudio de las
verdades de la fe, es la
condición para poder
promover un nuevo
humanismo, fundado en el
Evangelio de Jesús.
En octubre, además, en
muchos países se
reanudan las diferentes
actividades eclesiales
después de la pausa
estiva, y la Iglesia nos
invita a aprender de
María, mediante la
oración del Santo
Rosario, a contemplar el
proyecto de amor del
Padre sobre la
humanidad, para amarla
como Él la ama. ¿No es
quizás también esto el
sentido de la misión?
Efectivamente, el Padre
nos llama a ser hijos
amados en su Hijo, el
amado, y a reconocernos
todos hermanos en Él,
Don de Salvación para la
humanidad dividida por
la discordia y el
pecado, y Revelador del
verdadero rostro de
aquél Dios que «tanto
amó al mundo que dio a
su Hijo único, para que
todo el que crea en él
no perezca, sino que
tenga vida eterna» (Jn
3, 16).
«Queremos ver a Jesús» (Jn
12, 21), es la petición
que, en el Evangelio de
Juan, algunos Griegos,
llegados a Jerusalén
para la peregrinación
pascual, presentan al
apóstol Felipe. La misma
petición resuena también
en nuestro corazón en
este mes de octubre, que
nos recuerda cómo el
empeño y la tarea del
anuncio evangélico le
corresponda a la Iglesia
entera, «misionera por
su naturaleza» (Ad
gentes, 2), y nos
invita a hacernos
promotores de la novedad
de vida, hecha de
relaciones auténticas,
en comunidades fundadas
en el Evangelio. En una
sociedad multiétnica que
cada vez experimenta más
formas de soledad y de
indiferencia alarmantes,
los cristianos deben
aprender a ofrecer
signos de esperanza y a
convertirse en hermanos
universales, cultivando
los grandes ideales que
transforman la historia
y, sin falsas ilusiones
o inútiles miedos,
comprometerse a hacer
que el planeta sea la
casa de todos los
pueblos.
Como los peregrinos
griegos de hace dos mil
años, también los
hombres de nuestro
tiempo, quizás no
siempre conscientemente,
piden a los creyentes no
sólo que “hablen” de
Jesús, sino que “hagan
ver” a Jesús, hagan
resplandecer el Rostro
del Redentor en cada
ángulo de la tierra ante
las generaciones del
nuevo milenio, y
especialmente ante los
jóvenes de cada
continente,
destinatarios
privilegiados y
protagonistas del
anuncio evangélico.
Éstos deben percibir que
los cristianos llevan la
palabra de Cristo porque
Él es la Verdad, porque
han encontrado en Él el
sentido, la verdad para
sus vidas.
Estas consideraciones
remiten al mandato
misionero que han
recibido todos los
bautizados y la Iglesia
entera, pero que no
puede realizarse de
manera creíble sin una
profunda conversión
personal, comunitaria y
pastoral. De hecho, la
conciencia de la llamada
a anunciar el Evangelio
apremia no sólo a cada
fiel, sino a todas las
Comunidades diocesanas y
parroquiales a una
renovación integral, y a
abrirse cada vez más a
la cooperación misionera
entre las Iglesias, para
promover el anuncio del
Evangelio en el corazón
de cada persona, de cada
pueblo, cultura, raza,
nacionalidad, y en todas
las latitudes. Esta
conciencia se alimenta
por medio de la obra de
Sacerdotes Fidei
Donum, de
Consagrados, de
Catequistas, de Laicos
misioneros, en una
búsqueda constante por
promover la comunión
eclesial, de manera que
también el fenómeno de
la “interculturalidad”
pueda integrarse en un
modelo de unidad, en el
que el Evangelio sea
fermento de libertad y
de progreso, fuente de
fraternidad, de humildad
y de paz (cfr. Ad
gentes, 8). En
efecto, la Iglesia «es
en Cristo como un
sacramento o señal e
instrumento de la íntima
unión con Dios y de la
unidad de todo el género
humano» (Lumen
gentium, 1).
La comunión eclesial
nace del encuentro con
el Hijo de Dios,
Jesucristo, que, en el
anuncio de la Iglesia,
alcanza a los hombres y
crea comunión con Él
mismo y,
consiguientemente, con
el Padre y el Espíritu
Santo (cfr. 1Jn
1, 3). Cristo establece
la nueva relación entre
el hombre y Dios. «Él es
quien nos revela “que
Dios es amor” (1Jn
4, 8), a la vez que nos
enseña que la ley
fundamental de la
perfección humana, es el
mandamiento nuevo del
amor. Así, pues, a los
que creen en la caridad
divina les da la certeza
de que abrir a todos los
hombres los caminos del
amor y esforzarse por
instaurar la fraternidad
universal no son cosas
inútiles» (Gaudium et
spes, 38).
La Iglesia se convierte
en “comunión” a partir
de la Eucaristía, en la
que Cristo, presente en
el pan y en el vino, con
su sacrificio de amor
edifica a la Iglesia
como su cuerpo,
uniéndonos al Dios uno y
trino y entre nosotros (cfr.
1Cor 10, 16ss).
En la Exhortación
apostólica
Sacramentum caritatis
he escrito: «No
podemos guardar para
nosotros el amor que
celebramos en el
Sacramento. Éste exige
por su naturaleza que
sea comunicado a todos.
Lo que el mundo necesita
es el amor de Dios,
encontrar a Cristo y
creer en Él» (n. 84).
Por esta razón, la
Eucaristía no es sólo
fuente y cumbre de la
vida de la Iglesia, sino
también de su misión:
«Una Iglesia
auténticamente
eucarística es una
Iglesia misionera» (Ibid.),
capaz de llevar a todos
a la comunión con Dios,
anunciándolo con
convicción: «
lo que hemos visto y
oído, os lo anunciamos,
para que también
vosotros estéis en
comunión con nosotros» (1Jn
1, 3).
Queridos hermanos, en
esta Jornada Misionera
Mundial en la que la
mirada del corazón se
dilata sobre los
inmensos espacios de la
misión, sintámonos todos
protagonistas del empeño
de la Iglesia por
anunciar el Evangelio.
El impulso misionero ha
sido siempre un signo de
vitalidad para nuestras
Iglesias (cfr. Carta
encíclica Redemptoris
missio, 2) y su
cooperación es
testimonio singular de
unidad, de fraternidad y
de solidaridad, que nos
hace anunciadores
creíbles del Amor que
nos salva.
Por ello, renuevo a
todos la invitación a la
oración y, a pesar de
las dificultades
económicas, al empeño de
la ayuda fraterna y
concreta para sostener a
las jóvenes Iglesias.
Tal gesto de amor y de
condivisión, que el
servicio precioso de las
Obras Misionales
Pontificias, a las que
va mi gratitud, proveerá
a distribuir, apoyará la
formación de los
sacerdotes, seminaristas
y catequistas en las
tierras de misión más
lejanas, y animará a las
jóvenes comunidades
eclesiales.
Como conclusión del
mensaje anual para la
Jornada Misionera
Mundial, deseo expresar,
con particular afecto,
mi reconocimiento a los
misioneros y a las
misioneras, que son
testigos en los lugares
más lejanos y difíciles,
a menudo con la vida, de
la venida del Reino de
Dios. A ellos, que
representan la
vanguardia del anuncio
del Evangelio, va la
amistad, la cercanía y
el apoyo de cada
creyente. «Dios (que)
ama al que da con
alegría» (2Cor 9,
7) les colme de fervor
espiritual y de profunda
alegría.
Como el “sí” de María,
toda respuesta generosa
de la Comunidad eclesial
a la invitación divina
al amor a los hermanos
suscitará una nueva
maternidad apostólica y
eclesial (cfr. Gal
4, 4. 19. 26), que
dejándose sorprender por
el misterio de Dios
amor, el cual «al llegar
la plenitud de los
tiempos, envió… a su
Hijo, nacido de mujer» (Gal
4, 4) dará confianza y
valentía a nuevos
apóstoles. Tal respuesta
hará que todos los
creyentes sean capaces
de vivir «la alegría de
la esperanza» (Rm
12, 12) en la
realización del proyecto
de Dios, que quiere «que
todo el género humano
forme un único Pueblo de
Dios, se una en un único
cuerpo de Cristo, se
coedifique en un único
templo del Espíritu
Santo» (Ad gentes,
7).
Vaticano, 6 de febrero
de 2010
Benedictus PP. XVI