Son tres las escenas que presenta
Lucas. Primero, Jesús habla a sus discípulos, y luego se vuelve hacia el
Padre, y de nuevo comienza a hablar con ellos. Jesús quiere hacer
partícipes a los discípulos de su alegría, que es diferente y superior a
la que ellos habían experimentado.
2. Los
discípulos estaban llenos de alegría, entusiasmados con el poder de
liberar a las personas de los demonios. Sin embargo, Jesús les advierte
que no se alegren tanto por el poder recibido, cuanto por el amor
recibido: «porque vuestros nombres están escritos en el cielo» (Lc 10,
20). A ellos se les ha concedido la experiencia del amor de Dios, e
incluso la posibilidad de compartirlo. Y esta experiencia de los
discípulos es motivo de gozosa gratitud del corazón de Jesús. Lucas ha
captado este júbilo en una perspectiva de comunión trinitaria: «Jesús se
llenó de alegría en el Espíritu Santo» dirigiéndose al Padre y
alabándolo. Este momento de íntima alegría brota de lo más profundo de
Jesús como Hijo hacia su Padre, Señor del cielo y de la tierra, el cual
ha ocultado estas cosas a sabios y entendidos, y se las ha revelado a
los pequeños (Lc 10, 21). Dios ha escondido y revelado y, en esta
oración de alabanza, se pone de relieve, sobre todo, lo revelado. ¿Qué
es lo que Dios ha revelado y ocultado? Los misterios de su Reino, el
afirmarse del señorío divino en Jesús y la victoria sobre Satanás.
Dios ha escondido todo esto a
aquellos que están demasiado llenos de sí y pretenden saberlo ya todo.
Están como cegados por su propia presunción y no dejan espacio a Dios.
Uno puede pensar fácilmente en algunos de los contemporáneos de Jesús a
los que Él mismo advirtió en varias ocasiones, pero se trata de un
peligro que siempre ha existido, y que nos afecta también a nosotros. En
cambio, los “pequeños” son los humildes, los sencillos, los pobres, los
marginados, los sin voz, los que están cansados y oprimidos, a los que
Jesús ha llamado “benditos”. Se puede pensar fácilmente en María, en
José, en los pescadores de Galilea, y en los discípulos llamados a lo
largo del camino, en el curso de su predicación.
3. «Sí, Padre, porque así te ha
parecido bien » (Lc 10, 21). La expresión de Jesús debe entenderse con
referencia a su júbilo interior, donde la benevolencia indica un plan
salvífico y benevolente del Padre hacia los hombres. En el contexto de
esta bondad divina Jesús se regocija, porque el Padre ha decidido amar a
los hombres con el mismo amor que Él tiene por el Hijo. Además, Lucas
nos recuerda el júbilo similar de María, «Proclama mi alma la grandeza
del Señor; se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador» (Lc 1, 46-47). Se
trata de la buena Noticia que conduce a la salvación. María, llevando en
su vientre a Jesús, el Evangelizador por excelencia, al encontrarse con
Isabel, exulta de gozo en el Espíritu Santo, cantando el Magnificat.
Jesús, al ver el éxito de la misión de sus discípulos y, por tanto, su
alegría, se regocija en el Espíritu Santo y se dirige a su Padre en
oración. En ambos casos, se trata de una alegría
por la salvación que tiene lugar, porque el amor con el que el Padre
ama al Hijo llega hasta nosotros y, por obra del Espíritu Santo, nos
envuelve, nos hace entrar en la vida de la Trinidad.
El Padre es la fuente de la alegría.
El Hijo, su manifestación, y el Espíritu Santo, su animador.
Inmediatamente después de alabar al Padre, como dice el evangelista
Mateo, Jesús nos invita: «Venid a mí todos los que estáis cansados y
agobiados, y yo os aliviaré. Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de
mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para
vuestras almas. Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera» (Mt
11,28-30). «La alegría del Evangelio
llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús.
Quienes se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza,
del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y
renace la alegría» (Exhort. Ap. Evangelii gaudium, 1).
De este encuentro con Jesús, la
Virgen María ha tenido una experiencia completamente singular y se ha
convertido en “causa nostrae laetitiae”. Y los discípulos han recibido
la llamada a estar con Jesús y a ser enviados por Él a predicar el
Evangelio (Mc 3, 14), y así se ven colmados de alegría. ¿Por qué no
entramos también nosotros en este río de alegría?
4. «El gran riesgo del mundo actual,
con su múltiple y abrumadora oferta de consumo, es una tristeza
individualista que brota del corazón cómodo y avaro, de la búsqueda
enfermiza de placeres superficiales, de la conciencia aislada» (Exhort.
Ap. Evangelii gaudium, 2). Por lo tanto, la
humanidad tiene una gran necesidad de alcanzar la salvación que nos ha
traído Cristo. Los discípulos son aquellos que se dejan aferrar cada
vez más por el amor de Jesús y marcar por el fuego de la pasión por el
Reino de Dios, para ser portadores de la alegría del Evangelio. Todos los
discípulos del Señor están llamados a
cultivar la alegría de la evangelización. Los obispos, como
principales responsables del anuncio, tienen la tarea de promover la
unidad de la Iglesia local en el compromiso misionero, teniendo en
cuenta que la alegría de comunicar a Jesucristo se expresa tanto en la
preocupación de anunciarlo en los lugares más distantes, como en una
salida constante hacia las periferias del propio territorio, donde hay
más personas pobres en espera.
En muchas regiones escasean las
vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada. A menudo esto se debe a
la ausencia en las comunidades de un fervor apostólico contagioso, por
lo que les falta entusiasmo y no despiertan ningún atractivo. La
alegría del Evangelio nace del encuentro con Cristo y del compartir con
los pobres. Animo, por tanto, a las comunidades parroquiales,
asociaciones y grupos a vivir una vida fraterna intensa, fundada en el
amor a Jesús y atenta a las necesidades de los más desfavorecidos. Donde
hay alegría, fervor, deseo de llevar a Cristo a los demás, surgen las
verdaderas vocaciones. Entre éstas no deben olvidarse las vocaciones
laicales a la misión. Hace tiempo que ha crecido la conciencia de la
identidad y de la misión de los fieles laicos en la Iglesia, así como la
sensibilización de que ellos están llamados a desempeñar un papel cada
vez más importante en la difusión del Evangelio. Por eso es importante
una formación adecuada, en vista de una acción apostólica eficaz.
5. «Dios
ama al que da con alegría» (2 Cor 9, 7). La Jornada
Mundial de las Misiones es también un momento para reavivar
el deseo y el deber moral de la participación gozosa en la misión ad
gentes. La contribución económica personal es el signo de una
oblación de sí mismos, en primer lugar al Señor y luego a los hermanos,
para que la propia ofrenda material se convierta en un instrumento de
evangelización de una humanidad que se construye sobre el amor.
Queridos hermanos y hermanas, en
esta Jornada Mundial de las Misiones mi pensamiento se dirige a todas
las Iglesias locales. “¡No nos dejemos
robar la alegría evangelizadora!” (Exhort. Ap. Evangelii gaudium,
83). Os invito a sumergiros en la alegría del Evangelio y a alimentar un
amor capaz de iluminar vuestra vocación y vuestra misión. Os exhorto a
recordar, como en una peregrinación interior, el “primer amor” con el
que el Señor Jesucristo ha caldeado el corazón de cada uno, no por un
sentimiento de nostalgia, sino para perseverar en la alegría. El
discípulo del Señor persevera en la alegría cuando está con Él, cuando
hace su voluntad, cuando comparte la fe, la esperanza y la caridad
evangélica.
A María, modelo de evangelización humilde y alegre, dirigimos nuestra
oración, para que la Iglesia, casa de puertas abiertas, se convierta en
un hogar para muchos, una madre para todos los pueblos y haga posible el
nacimiento de un nuevo mundo.