Nueva Evangelización y Espiritualidad Misionera en el inicio del Tercer Milenio
Juan Esquerda Bifet
La «Nueva Evangelización», en su aspecto más importante, se concreta en el «nuevo fervor de los apóstoles», que equivale al espíritu o «espiritualidad misionera». Sólo a partir de esta espiritualidad será posible encontrar los «nuevos métodos» y «nuevas expresiones», que reclama la «Nueva Evangelización».
El inicio del tercer milenio pone de relieve las nuevas situaciones geográficas, sociológicas y culturales (cf. RM 37-38), así como los nuevos «signos de esperanza» (TMA 46) y las nuevas gracias, que indican el «amanecer» de «una nueva época misionera» (RM 92). Todo ello reclama unas actitudes nuevas por parte de los evangelizadores, que se concretan en la espiritualidad misionera (cf AG 29; 23-25; EM 75-82; RM 87-92).
El problema que queda por estudiar es el de las líneas actuales de la espiritualidad misionera, en relación con la nueva evangelización y en vistas a la evangelización en el tercer milenio del cristianismo. Las nuevas situaciones y las nuevas gracias abren nuevas posibilidades de evangelización, mientras, al mismo tiempo, indican unas nuevas exigencias, que se traducen en espiritualidad misionera. No se trata sólo de una reflexión teológica sobre el tema, sino de discernir esas exigencias y señalar las actitudes que debe asumir el evangelizador.
Los documentos magisteriales postconciliares del Vaticano II indican una dinámica nueva, más existencial o experiencial, que intentamos resumir en el apartado n. 3. En realidad, la misión, bajo la fuerza del Espíritu Santo, se concreta en «transmitir a los demás la propia experiencia de Jesús» (RM 24). Según parece, el desafío mayor de toda la historia de la evangelización, hasta el presente, es el encuentro entre experiencias de Dios: por parte del cristianismo y de las otras religiones. La respuesta a ese desafío deberá ser por parte de «testigos de la experiencia de Dios» (RM 91; cf. EN 76).
Si, por una parte, «al encontrar a Cristo, todo hombre descubre el misterio de su propia vida» (Bula «Incarriationis Mysterium», n. l), por otra parte, «nuestra poca fe ha hecho caer en la indiferencia y alejado a muchos de un encuentro auténtico con Cristo» (ibídem, n. 1 l).3 De ahí deriva una urgencia mayor de renovación eclesial (Iglesia misterio, comunión y misión), en la línea de la espiritualidad misionera.
La espiritualidad misionera se abre camino en la misionología
Los temas de «espiritualidad» y de «misión» han encontrado su lugar respectivo en la teología (Teología de la espiritualidad y Misionología). La «espiritualidad» indica una «vida» o «camino» según el «Espíritu» (cf. Gal 5,25; Rom 8,4.9). «Se llama espiritual quien obra según el Espíritu». La «misión» puede estudiarse en su naturaleza (teología dogmática), en su metodología (teología pastoral) y en su vivencia (teología espiritual o espiritualidad).
La espiritualidad misionera indica, pues, el «espíritu» con que se vive la misión, o también una vida según el Espíritu Santo que es la fuerza de la misión. «La actividad misionera exige, ante todo, espiritualidad específica», que se delinea como «plena docilidad al Espíritu» (RM 87) y «comunión íntima con Cristo» (RM 88).
Hoy la «espiritualidad misionera» ya tiene carta de ciudadanía, respecto a la terminología (cf. AG 29; RM 87) y a los contenidos. Éstos han quedado resumidos especialmente en AG 23-25, EN 75-82 y RM 87-92: fidelidad al Espíritu Santo, intimidad con Cristo (o experiencia de Cristo), vocación misionera, virtudes del misionero, oración y contemplación, fidelidad y amor de Iglesia, la figura materna de María. El punto de referencia es la figura del Buen Pastor y su imitación por parte de las diversas figuras misioneras de la historia, según las diversas líneas de la «vida apostólica» (seguimiento radical de Cristo, vida comunitaria y disponibilidad misionera).
Esta espiritualidad es una función de la misma teología, en cuanto que toda reflexión teológica debe tender simultáneamente a la fundamentación dogmática, a la aplicación pastoral y a la vivencia espiritual. Cada uno de los temas o contenidos, que hemos anotado en el párrafo anterior, puede desarrollarse según diversas dimensiones: trinitaria, cristológica, pneumatológica, eclesiológica, histórica, antropológica, etc.
Pero, más allá de los conceptos (por válidos que sean), la espiritualidad misionera debe dejar traslucir el misterio de Dios Amor manifestado en Cristo, que llama a la contemplación de la Palabra, al seguimiento evangélico, a la vida de comunión eclesial y a la disponibilidad misionera. Todavía cabe distinguir, en la profundización de los conceptos, si se trata de la espiritualidad misionera de todo cristiano, del apóstol en general o del misionero en particular (vocación misionera específica, carisma misionero peculiar, etc.).
He querido sintetizar brevemente el significado y los contenidos de la espiritualidad misionera, tal como hoy van entrando pacíficamente en los estudios misionológicos, para intentar dar un salto de calidad, que nos sitúa ante la urgencia de esa misma espiritualidad misionera, en vistas a la nueva evangelización (como nuevo fervor de los apóstoles) y en el inicio de un tercer milenio del cristianismo.
En efecto, el problema más urgente de la evangelización actual es el encuentro entre las diversas experiencias religiosas, como auténtica experiencia del mismo Dios que ha ido sembrando las «semillas del Verbo» en todas las culturas y religiones. Se podría decir, pues, que la espiritualidad misionera se concreta hoy especialmente en el testimonio de la experiencia de Dios (traducida en anuncio, servicios de caridad, etc.), por parte del apóstol (cf. EN 76, RM 91), como fidelidad a la acción actual del Espíritu Santo en la Iglesia y en el mundo, para que las semillas del Verbo lleguen a «su madurez en Cristo» (RM 28). Es lo que intento analizar en los apartados siguientes.
Situaciones nuevas que piden la experiencia contemplativa del apóstol (contenidos de la encíclica «Fides et Ratio»)
Probablemente la inmediatez del problema impide ver su perspectiva a importancia. La sociedad actual (postmoderna?), cansada de ideologías a inclinada hacia lo útil y constatable, no deja de buscar la trascendencia: «Paradójicamente, el mundo, que, a pesar de los innumerables signos de rechazo de Dios, lo busca, sin embargo, por caminos insospechados y siente dolorosamente su necesidad, el mundo exige a los evangelizadores que le hablen de un Dios a quien ellos mismo conocen y tratan familiarmente, como si estuvieran viendo al Invisible» (EN 76).
A pesar de la ambigüedad del fenómeno religioso actual, hay que constatar que «se busca la dimensión espiritual de la vida como antídoto a la deshumanización» (RM 38). Mientras tanto, las religiones buscan el contacto con el cristianismo para preguntar sobre su peculiar experiencia de Dios. De ahí que pueda afirmarse que «el futuro de la misión depende en gran parte de la contemplación» (RM 91).
El tema de las «semillas del Verbo» (y «preparación evangélica»), que ya ha sido objeto de diversos estudios actuales, se presenta hoy como momento de llegada a su «madurez en Cristo». Si hay que admitir «la presencia y la actividad del Espíritu... en las culturas y las religiones», no es menos cierto que «es también el Espíritu quien esparce las semillas de la Palabra presentes en los ritos y culturas, y los prepara para su madurez en Cristo» (RM 28).
Habrá que profundizar en la experiencia de Cristo, por parte del apóstol, en el sentido de adoptar «actitudes interiores» (EN 75), es decir, convicciones, motivaciones, decisiones, que se traduzcan en encuentro o relación personal con Cristo, seguimiento, comunión eclesial y misión. Más allá de un análisis teológico, filosófico o psicológico del tema de la experiencia, habrá que partir de la realidad revelada expresada por San Juan: «Hemos visto su gloria» (Jn 1,14); «lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y tocaron nuestras manos acerca de la Palabra de vida... Lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos» (1Jn 1,1.3).
Por esto, se puede afirmar que «el misionero, si no es contemplativo, no puede anunciar a Cristo de modo creíble» (RM 91). En este sentido, el desafío actual del encuentro entre las diversas experiencias de Dios en las religiones, se convierte en el mayor desafío que ha tenido la historia de la evangelización. Pero ello es un signo de esperanza.
El deseo y la búsqueda de Dios, hoy, por parte de la sociedad en general y, de modo especial, por parte de las religiones, pone en evidencia que «en lo más profundo del corazón del hombre está el deseo y la nostalgia de Dios» (enc. Fides et Ratio, FR n. 24). «El hombre busca un absoluto que sea capaz de dar respuesta y sentido a toda su búsqueda» (ibídem 27). Es «búsqueda de verdad y búsqueda de una persona de quien fiarse» (ibídem, 33). Por esto, el apóstol debe saber anunciar con franqueza que «en Jesucristo, que es la Verdad, la e reconoce la llamada última dirigida a la humanidad, para que pueda llevar a cabo lo que experimenta como deseo y nostalgia» (ibídem).
Se necesita mucha audacia y coherencia (nacidas de un encuentro personal con Cristo), para poder anunciar al mundo de hoy esta experiencia de fe, que es siempre fruto del Espíritu Santo (cf. RM 24). Cualquier destello de verdad, que Dios ya ha sembrado en el corazón humano, se dirige necesariamente hacia la verdad completa, que Dios nos ha manifestado por su revelación en Cristo. Sin la experiencia verdadera de encuentro con Cristo, el apóstol caería en uno de esos dos extremos igualmente erróneos: pensar que todas las religiones ya son la verdad plena (sin Jesucristo) o querer imponer la propia fe sin respetar la hora de Dios (la acción de la gracia).
La búsqueda de Dios, que anida en todo corazón humano y que conduce al encuentro definitivo con Cristo, es un cuestionamiento para la persona del apóstol. La verdad completa se encuentra sólo en Cristo. A la luz de esta convicción y en la línea de la paciencia milenaria de Dios, «es posible superar las divisiones y recorrer juntos el camino hacia la verdad completa, siguiendo los senderos que sólo conoce el Espíritu del Señor resucitado» (FR 92).
El camino de la reflexión humana, inherente a toda cultura y religión, no se opone a la revelación sobrenatural. Por esto, el anuncio de la fe cristiana (aunque sea con términos filosóficos y teológicos de otra cultura) «ha estimulado ciertamente la razón a permanecer abierta a la novedad radical que comporta la revelación de Dios» (FR 101). Por este mismo anuncio, «el hombre contemporáneo llegará así a reconocer que será tanto más hombre cuanto, entregándose al Evangelio, más se abra a Cristo» (FR 102).
Pero este anuncio misionero comporta, por parte del apóstol, una convicción y una vida coherente, de suerte que se vea en él la experiencia de haber encontrado a Cristo. Entonces aparecerá que «la revelación cristiana es la verdadera estrella que orienta al hombre... es la última posibilidad que Dios ofrece para encontrar en plenitud el proyecto originario de amor iniciado en la creación» (FR 15). Un testimonio de las bienaventuranzas, por una caridad heroica, se hace transparencia del misterio de la muerte y resurrección de Cristo y, consecuentemente, «rompe los esquemas habituales de reflexión» para abrirse a la fe (cf. FR 23). Toda cultura «tiene en sí misma la posibilidad de acoger la revelación divina» (FR 71), pero necesita la gracia y el testimonio cristiano, «que sabe acoger cada cultura, favoreciendo el progreso de lo que en ella hay de implícito, hacia su plena explicitación en la verdad» (ibídem).
La actitud de espiritualidad misionera equivale a detectar con respeto, tanto las «semillas del Verbo», presentes en toda cultura y religión, como la plenitud que sólo se encuentra en Cristo, el Verbo encarnado. «La Iglesia sabe que los tesoros de la sabiduría y de la ciencia» están ocultos en Cristo (Col 2,3)» (FR 51). Y también cree que «la promesa de Dios en Cristo llega a ser, ahora, una oferta universal... como patrimonio del que cada uno puede libremente participar» (FR 70). Aunque hay semillas de verdad y de bien en todas las culturas y religiones, como dones de Dios concedidos a todos los pueblos, «el anuncio o kerigma llama a la conversión, proponiendo la verdad de Cristo que culmina en su Misterio pascual. En efecto, sólo en Cristo es posible conocer la plenitud de la verdad que nos salva (cf. Hech 4,12; 1Tim 2,4-6)» (FR 99). Cristo es la «única respuesta a los problemas del hombre» (FR 104).
Los caminos o vías que conducen a la verdad son muchos y variados. La única meta final y el «Camino» verdaderamente salvífico es solo Jesucristo. Por esto, «cualquiera de estas vías puede seguirse, con tal de que conduzca a la meta final, es decir, a la revelación de Jesucristo» (FR 38). Cualquier reflexión humana, filosófica y teológica, debe estar abierta al infinito del misterio de Dios Amor en Cristo. Por esto, «la Verdad, que es Cristo, se impone como autoridad universal que dirige, estimula y hace crecer (cf. Ef 4,15) tanto la teología como la filosofía» (FR 92).
La espiritualidad misionera ayudará a adoptar una actitud equilibrada, para descubrir los valores auténticos de toda cultura (como valores universales y preparación evangélica), purificarlos cuando sea necesario, abrirlos a la plenitud en Cristo y compartir con todos los pueblos y culturas esos dones y gracias recibidas del mismo Dios (cf. FR 71-72). Este proceso de inculturación será auténtico si se convierte en misión universal. La misión de insertar el evangelio en una cultura hace posible que el mismo proceso de inculturación se convierta en proceso de misión a todos los pueblos.
El problema misionero más urgente de la evangelización actual es el de la espiritualidad misionera del apóstol: ¿Qué actitud debe asumir el apóstol ante la realidad de gracia existente en culturas y religiones, a partir del hecho de que «el Verbo Encarnado es el cumplimiento del anhelo presente en todas las religiones de la humanidad» (TMA 6)?. Se trata de saber reconocer gozosamente esta realidad, discernirla a la luz del Espíritu Santo y encontrar los caminos evangélicos para que se realice el encuentro explícito con Cristo.
Este desafío forma parte de los «signos de esperanza» de nuestra época (TMA 46). Las nuevas situaciones geográficas, sociológicas y culturales (cf. RM 37-38) urgen a reconocer que «la Iglesia tiene un inmenso patrimonio espiritual para ofrecer a la humanidad: en Cristo, que se proclama "el Camino, la Verdad y la Vida" (Jn 14,6). Es la vida cristiana para el encuentro con Dios, para la oración, la ascesis, el descubrimiento del sentido de la vida. También éste es un areópago que hay que evangelizar» (RM 38).
La dinámica experiencial de los documentos magisteriales postconciliares
El paso que intento dar, en el presente estudio sobre la espiritualidad misionera, consiste en presentar la urgencia de esta espiritualidad como «experiencia» de Dios, para responder a los desafíos de la nueva etapa de evangelización (que he resumido en el apartado anterior). Pero este paso (que describiré en el apartado n. 4) necesita una aportación previa y que ofrezca garantía, es decir, la dimensión experiencial y vivencial de los documentos magisteriales en relación con la misión (que resumo en el presente apartado).
No resulta fácil, en la reflexión teológica, aceptar términos psicológicos, como es el caso de la «experiencia». Pero es un hecho de la revelación cristiana constatado por Juan: «Hemos visto su gloria» (Jn 1,14), «lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos» (1Jn 1,1.3). La realidad existe (es decir, la «experiencia» de haber encontrado a Cristo); la naturaleza de la misma queda siempre para el estudio teológico, que deberá tener en cuenta los dos factores básicos: la gracia y la naturaleza humana. Para nuestro caso, nos basta, por el momento, con constatar esta realidad en los documentos magisteriales actuales, referentes a la evangelización.
En la exhortación apostólica Evangelii Nuntiandi, Pablo VI indicó esta línea experiencial para poder responder a los desafíos de la sociedad actual: «El mundo exige a los evangelizadores que le hablen de un Dios a quien ellos mismo conocen y tratan familiarmente, como si estuvieran viendo al Invisible» (EN 76). En esta misma perspectiva experiencial, Juan Pablo 11, en la encíclica Redemptoris Missio, presenta la misión como comunicación de una «experiencia»: «La venida del Espíritu Santo los convierte (a los Apóstoles) en testigos o profetas (Hech 1,8; 2, 17-18), infundiéndoles una serena audacia que les impulsa a transmitir a los demás su experiencia de Jesús y la esperanza que los anima» (RM 24).
La misma «espiritualidad misionera», cuyos contenidos quedan descritos en RMi cap. VIII, tiene esta línea experiencial por parte del apóstol: «Precisamente porque es enviado, el misionero experimenta la presencia consoladora de Cristo, que lo acompaña en todo momento de su vida. "No tengas miedo... porque yo estoy contigo" (Hech 18, 9-10). Cristo lo espera en el corazón de cada hombre» (RM 88).
El resultado de esta perspectiva existencial de la espiritualidad misionera se concreta en esta afirmación: «El misionero es un testigo de la experiencia de Dios y debe poder decir, como los Apóstoles: "Lo que contemplamos... acerca de la Palabra de vida..., os lo anunciamos" (1Jn 1,1-3)» (RM 91). Por esto, «nota esencial de la espiritualidad misionera es la comunión íntima con Cristo» (RM 88).
La realidad de fe, a la que hace referencia esta experiencia misionera, es la presencia de Cristo resucitado en la vida del apóstol (cf. Mt 28,20) y la unión del mismo Cristo con cada ser humano redimido: «El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre» (GS 22; cf. Jn 1,14).
En realidad, todo ser humano experimenta la voz de Dios en el fondo de su corazón: «Porque el hombre time una ley escrita por Dios en su corazón, en cuya obediencia consiste la dignidad humana y por la cual será juzgado personalmente. La conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que éste se siente a solas con Dios, cuya voz resuena en el recinto más íntimo de aquélla» (GS 16). El misterio del hombre se descifra, a la luz del misterio de Cristo, escuchando la voz de Dios en el propio corazón: «Por su interioridad (el hombre) es, en efecto, superior al universo entero; a esta profunda interioridad retorna cuando entra dentro de su corazón, donde Dios le aguarda, escrutador de los corazones, y donde él personalmente, bajo la mirada de Dios, decide su propio destino» (GS 14).
Todo ello reclama, por parte del creyente y, de modo especial, por parte del evangelizador, una fe más vivencial, que no se reduzca a la afirmación de unos conceptos (cuya validez no se pone en duda): «Urge recuperar y presentar una vez más el verdadero rostro de la fe cristiana, que no es simplemente un conjunto de proposiciones que se han de acoger y ratificar con la mente, sino un conocimiento de Cristo vivido personalmente, una memoria viva de sus mandamientos, una verdad que se ha de hacer vida... La fe es una decisión que afecta a toda la existencia; es encuentro, diálogo, comunión de amor y de vida del creyente con Jesucristo, Camino, Verdad y Vida (cf. Jn 14,6). Implica un acto de confianza y abandono en Cristo, y nos ayuda a vivir como él vivió (cf. Gal 2,20), o sea, en el mayor amor a Dios y a los hermanos» (VS 88).
La «mirada contemplativa» del apóstol (cf. EV 83) le ayudará a «ver» a Cristo donde, humanamente hablando, parece que no está (cf. Jn 20,8). Esa mirada de fe vivencial sabrá respetar los valores culturales y religiosos (como «semillas del Verbo»), mientras, al mismo tiempo, sabrá purificarlos y llevarlos a «su madurez en Cristo» (cf. RM 28). Una señal de autenticidad será la capacidad de no absolutizar ninguna cultura (ni reflexión filosófico-teológica, por válida que sea). De este modo, la inculturación del evangelio, en unas determinadas coordenadas, se convertirá en una nueva plataforma para evangelizar a todas las culturas y a todos los pueblos.
La terminología existencial o experiencial tiene, pues, carta de ciudadanía en el campo misionológico, gracias también a los documentos magisteriales. Será difícil, es verdad, precisar los términos y evitar excesos de más o de menos. Pero la evangelización será siempre, si es auténtica, un «amor apasionado por Jesucristo» (VC 109), que lleva necesariamente al «anuncio apasionado de Jesucristo» (VC 75). Se pasa necesariamente de la contemplación a la misión: «Alimentando en la oración una profunda comunión de sentimientos con El (cf. Fil 2,5-11), de modo que toda su vida esté impregnada de espíritu apostólico y toda su acción apostólica esté sostenida por la contemplación» (VC 9).
La «pasión» del «anuncio» no es fundamentalismo, sino «conocimiento amoroso», convicción profunda, motivación clara y entrega generosa, dentro de los planes salvíficos de Dios en la historia humana, que dejan entrever su paciencia milenaria... Esta «pasión» se puede concretar en esta afirmación clave referente al tercer milenio: «En el 2000 deberá resonar con fuerza renovada la proclamación de la verdad: "Ecce natus est nobis Salvator mundi"» (TMA 38). En efecto, «del conocimiento amoroso de Cristo es de donde brota el deseo de anunciarlo, de evangelizar, y de llevar a otros al sí de la fe en Jesucristo. Y al mismo tiempo se hace sentir la necesidad de conocer siempre mejor esta fe» (CEC 429).
La espiritualidad misionera se concreta en actitud relacional con Cristo, puesto que él es el punto de referencia para «comprender y vivir la misión» (RM 88). En realidad, no es más que la puesta en práctica de las directrices paulinas sobre la sintonía con «los sentimientos de Cristo» (Fi7 2,5): «El estudio y la actividad pastoral se apoyan en una fuente interior, que la formación deberá custodiar y valorizar: se trata de la comunión cada vez más profunda con la caridad pastoral de Jesús... un modo de estar en comunión con los mismos sentimientos y actitudes de Cristo, buen Pastor» (PDV 57).
Esta «relación» con Cristo se traduce en «una comunión de vida y de amor cada vez más rica, y una participación cada vez más amplia y radical de los sentimientos y actitudes de Jesucristo» (PDV 72). Toda la formación del apóstol consiste en «un itinerario de progresiva asimilación de los sentimientos de Cristo hacia el Padre» (VC 65).
La espiritualidad misionera es, pues, «fe vivida», de la que María es modelo perfecto (cf. TMA 43). Por esto, «la misión, además de provenir del mandato formal del Señor, deriva de la exigencia profunda de la vida de Dios en nosotros» (RM 11). Sin esta perspectiva «espiritual» (que es fidelidad al Espíritu Santo), las teorías sobre la misión surgen sin control, según las preferencias intelectuales de quien las elabora. Una actitud de fe sabrá encontrar teorías válidas y estimulantes, basadas en que la misión «dimana del amor fontal o caridad del Padre» (AG 2) y tiene un objetivo final: «Así, por fin, se cumple verdaderamente el designio del Creador, al hacer al hombre a su imagen y semejanza, cuando todos los que participan de la naturaleza humana, regenerados en Cristo por el Espíritu Santo, contemplando unánimes la gloria de Dios, puedan decir: "Padre nuestro"» (AG 7).
Si la misión tiende al encuentro con Cristo, ello reclama, por parte del evangelizador, la propia experiencia de encuentro con el Señor (cf. RM 88, citado más arriba). Entonces, «al encontrar a Cristo, todo hombre descubre el misterio de su propia vida» (Bula Incarnationis Mysterium, n. 1).
La reflexión filosófica y teológica, así como los esquemas metodológicos de pastoral, son necesarios; pero deben dejar traslucir el «más a11á» que es el misterio de Cristo y que «supera toda ciencia» (Ef 3,19). Toda búsqueda humana, si es auténtica, tiende a llegar, guiada por la gracia, al encuentro y «a la revelación de Jesucristo» (FR 38). «La Verdad, que es Cristo, se impone como autoridad universal que dirige, estimula y hace crecer (cf. Ef 4,15) tanto la teología como la filosofía» (FR 92).
Inicio del tercer milenio: Hacia una nueva etapa de la evangelización por medio de la espiritualidad misionera
A primera vista, puede parecer pretensión exagerada el querer acaparar la atención sobre la espiritualidad misionera; pero, como hemos indicado en el apartado n. 1, se trata de la vivencia de la misión, sin olvidar sus contenidos y desafíos teológicos y pastorales. La espiritualidad no es espiritualismo, sino vivencia (bajo la acción del Espíritu) del ser y del obrar.
La llamada a la misión, en estos momentos de inicio de un tercer milenio, tiene esta perspectiva de llamada a la santidad, que es elemento esencial de la espiritualidad misionera: «Nunca como hoy la Iglesia ha tenido la oportunidad de hacer llegar el Evangelio, con el testimonio y la palabra, a todos los hombres y a todos los pueblos. Veo amanecer una nueva época misionera, que llegará a ser un día radiante y rica en frutos, si todos los cristianos y, en particular, los misioneros y las jóvenes Iglesias responden con generosidad y santidad a las solicitudes y deseos de nuestro tiempo» (RM 92).
En realidad, ésa fue también la llamada del concilio en el decreto Ad Gentes: «Puesto que toda la Iglesia es misionera y la obra de la evangelización es deber fundamental del Pueblo de Dios, el Santo Concilio invita a todos a una profunda renovación interior a fin de que, teniendo viva conciencia de la propia responsabilidad en la difusión del Evangelio, acepten su cometido en la obra misional entre los gentiles» (AG 35).
El inicio de un tercer milenio se encuadra en la perspectiva de la revelación sobre el Verbo encarnado. Es el gran evento: «Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer» (Gal 4,4). Es, pues, normal que se urja a anunciar esta revelación divina a todas las gentes, sin ambigüedades: «En el 2000 deberá resonar con fuerza renovada la proclamación de la verdad: Ecce natus est nobis Salvator mundi» (TMA 38).
Nos encontramos ante el significado salvífico del tiempo (que no necesita que sea exacto cronológicamente en cuanto a las fechas concretas que se quieren celebrar). Efectivamente, «en Jesucristo, el tiempo llega a ser una dimensión de Dios» (TMA 10). Es decir, si desde la Encarnación, «el Hijo de Dios... se ha unido, en cierto modo, con todo hombre» (GS 22), ello significa que la historia de cada pueblo (cultura y religión) tiene las huellas o «semillas» del Verbo, que esperan un encuentro de madurez o plenitud (cf. Jn 1,14; RM 28).
Con esta perspectiva de experiencia de encuentro con Cristo, el apóstol capta, por sintonía de fe, que «el Verbo Encarnado es, pues, el cumplimiento del anhelo presente en todas las religiones de la humanidad: este cumplimiento es obra de Dios y va más allá de toda expectativa humana» (TMA 6). Solamente una actitud contemplativa, a modo de «un conocimiento de Cristo vivido personalmente» (VS 88), será capaz de aceptar gozosamente y de descubrir las enormes potencialidades misioneras de estas afirmaciones: «En El (Cristo) el Padre ha dicho la palabra definitiva sobre el hombre y sobre la historia» (TMA 5).
El paso a un tercer milenio pone más en evidencia que «la encarnación del Hijo de Dios y la salvación que Él ha realizado con su muerte y resurrección son, pues, el verdadero criterio para juzgar la realidad temporal y todo proyecto encaminado a hacer la vida del hombre cada vez más humana» (Bula Incarnationis Mysterium, 1).
Para que «al encontrar a Cristo, todo hombre descubra el misterio de su propia vida» (Bula IM l), se necesita que el apóstol sea testigo experiencial de este mismo encuentro, según los contenidos que hemos explicado sobre la espiritualidad misionera (cf. nn. 1-3 del presente estudio). El objetivo de la evangelización, en línea paulina, es el de «formar a Cristo» en los demás (Gal 4,19). El objetivo que «deriva de la exigencia profunda de la vida de Dios en nosotros» (RM 11), también al estilo de San Pablo: «Cristo quien vive en mí... vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Gal 2,20).
El testimonio de las «bienaventuranzas», que ya hemos resumido más arriba (apartado n. 2), se concreta en la disponibilidad «martirial». El martirio, tan frecuente en nuestros días, es una nota constante de la misión. «Un signo perenne, pero hoy particularmente significativo, de la verdad del amor cristiano es la memoria de los mártires. Que no se olvide su testimonio. Ellos son los que han anunciado el Evangelio dando su vida por amor. El mártir, sobre todo en nuestros días, es signo de ese amor más grande que compendia cualquier otro valor... El creyente que haya tomado seriamente en consideración la vocación cristiana, en la cual el martirio es una posibilidad anunciada ya por la Revelación, no puede excluir esta perspectiva en su propio horizonte existencial. Los dos mil años transcurridos desde el nacimiento de Cristo se caracterizan por el constante testimonio de los mártires» (Bula IM 13).
La espiritualidad misionera del apóstol es una experiencia de la propia pobreza, en la que se han encontrado las huellas de Cristo (por el don de la fe). De esta experiencia humilde y agradecida nace la misión sin fundamentalismos ni reduccionismos. El encuentro con Cristo no es una conquista de la razón, sino una gracia que reclama la propia colaboración. « ¡La fe se fortalece dándola! » (RM 2)
Con esta actitud experiencial, se aprende a discernir y apreciar todas las «semillas del Verbo», escondidas bajo los signos pobres de cualquier cultura y situación humana, apreciando cualquier valor cultural (que es siempre de interés universal), sin hacerlo exclusivo y sin absolutizarlo por encima de la revelación. Cualquier valor humano es un don de Dios que lleva al encuentro con Cristo. Con esta audacia, Juan Pablo 1l formula un deseo para el tercer milenio: «Deseo expresar firmemente la convicción de que el hombre es capaz de llegar a una visión unitaria y orgánica del saber. Este es uno de los cometidos que el pensamiento cristiano deberá afrontar a to largo del próximo milenio de la era cristiana» (FR 85).
Conclusión: La renovación de la Iglesia por la espiritualidad misionera
Es un hecho fácilmente constatable el de la llamada a una renovación eclesial por la línea de la espiritualidad y santificación. El decreto «Ad Gentes» ha dejado constancia de esta llamada urgente en vistas a la misión: «El Santo Concilio invita a todos a una profunda renovación interior» (AG 35).
La espiritualidad misionera (sin ser exclusiva ni excluyente) será la nota dominante de la nueva evangelización en el inicio del tercer milenio. Efectivamente, «la santidad de vida permite a cada cristiano ser fecundo en la misión de la Iglesia» (RM 77). Por esto, «la llamada a la misión deriva, de por sí, de la llamada a la santidad. Cada misionero to es auténticamente si se esfuerza en el camino de la santidad. La santidad es un presupuesto fundamental y una condición insustituible para realizar la misión salvífica de la Iglesia. La vocación universal a la santidad está estrechamente unida a la vocación universal a la misión... La espiritualidad misionera de la Iglesia es un camino hacia la santidad. El renovado impulso hacia la misión ad gentes exige misioneros santos... Es necesario suscitar un nuevo anhelo de santidad entre los misioneros y en toda la comunidad cristiana» (RM 90).
Estas afirmaciones pueden sonar a tópico, por el hecho de repetirse con frecuencia; pero, en el presente estudio, hemos centrado la atención sobre la experiencia de Dios Amor (revelado en Cristo) por parte del apóstol, en vistas a poder presentar el mensaje cristiano a quienes ya tienen una verdadera experiencia del mismo Dios, pero todavía no han llegado al encuentro explícito con Cristo. No estaría bien confundir la «espiritualidad misionera» con cualquier tipo de enfoque o de estilo de la misión. La «espiritualidad» es una «vida según el Espíritu», que pide a la Iglesia una fidelidad mayor para hacerse transparencia del mensaje evangélico. Se trata de un compromiso de « santificación y renovación para que la señal de Cristo resplandezca con mayores claridades sobre el rostro de la Iglesia» (LG 15).
Si la espiritualidad misionera es una fidelidad al Espíritu Santo en el campo de la misión, los campos actuales del diálogo interreligioso, de la inculturación y de la nueva evangelización, constituyen un nuevo modo de «escuchar la voz del Espíritu» (Apoc 2,7). « Hoy la Iglesia debe afrontar otros desafíos, proyectándose hacia nuevas fronteras, tanto en la primera misión ad gentes, como en la nueva evangelización de pueblos que han recibido ya el anuncio de Cristo. Hoy se pide a todos los cristianos, a las Iglesia particulares y a la Iglesia universal la misma valentía que movió a los misioneros del pasado y la misma disponibilidad para escuchar la voz del Espíritu» (RM 30).
Acertar en el camino de la nueva evangelización con ocasión de iniciar un tercer milenio, supone, también por parte del apóstol, un actitud de propia «conversión». Esta actitud cristiana de conversión equivale a la apertura generosa hacia los nuevos planes salvíficos de Dios en Cristo. «Es necesaria una radical conversión de la mentalidad para hacerse misioneros, y esto vale tanto para las personas, como para las comunidades... Sólo haciéndose misionera la comunidad cristiana podrá superar las divisiones y tensiones internas y recobrar su unidad y su vigor de fe» (RM 49).
El encuentro del cristianismo con los creyentes de otras religiones comporta, por parte del cristiano, una actitud de permanente conversión: «Cada convertido es un don hecho a la Iglesia y comporta una grave responsabilidad para ella... porque, especialmente si es adulto, lleva consigo como una energía nueva, el entusiasmo de la fe, el deseo de encontrar en la Iglesia el Evangelio vivido. Sería una desilusión para él, si después de ingresar en la comunidad eclesial encontrase en la misma una vida que carece de fervor y sin signos de renovación. No podemos predicar la conversión, si no nos convertimos nosotros mismos cada día» (RM 47).
La espiritualidad misionera para una nueva evangelización en el inicio del tercer milenio del cristianismo, es un campo de educación y formación de la comunidad eclesial para colaborar a que las «semillas del Verbo» realicen el encuentro con las huellas explícitas del Verbo. Se podrían señalar tres líneas de actuación: la) tomar conciencia de este momento de nuevas gracias para el campo de la evangelización («kairós»); 2a) responder con el testimonio de una vida más contemplativa y evangélica (bienaventuranzas y consejos evangélicos); 3a) disponerse para una preparación cultural y teológica que responda a los desafíos y a las necesidades del diálogo interreligioso y de la inculturación.
La Iglesia se inspira en la figura de María, «trono de la sabiduría», quien, «engendrando la Verdad y conservándola en su corazón, la ha compartido con toda la humanidad para siempre» (FR 108). Así se presenta como Iglesia misterio (signo de Cristo), que es fraternidad y comunión misionera
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