María, Reina de las Misiones

María y la Nueva Evangelización

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Mons. James Patrick Keleher, Arzobispo de Kansas. Fuente: Biblioteca Electrónica Cristiana

El año pasado, cuando tuve el agrado de visitar este hermoso país por primera vez, hablé acerca de «La misión de evangelización al interior de la Iglesia» (1). En esa ocasión, propuse que existen tres dimensiones en la misión evangelizadora de la Iglesia:

1. La misión ad intra, que corresponde a las dos fases de preparación que el Santo Padre destacó en la Tertio millennio adveniente (2) para renovar entre los católicos el entusiasmo por su fe viva en Jesucristo, el único que es «el Camino, la Verdad y la Vida» (3).

2. La misión ad extra, para invitar a todos los hombres, sin importar su condición económica, política, social o religiosa, a escuchar el mensaje de salvación de Jesucristo, de modo que ellos nos acompañen en la plenitud de la fe católica.

3. La misión dirigida a la transformación de todas las culturas humanas, como notó el Papa Juan Pablo II en su encíclica acerca de la validez permanente del mandato misionero de la Iglesia, «mediante su integración en el cristianismo y la radicación del cristianismo en las diversas culturas» (4).

Este año, Su Eminencia el Cardenal Vargas Alzamora me ha pedido que hable nuevamente acerca de la misión de la Nueva Evangelización, pero esta vez relacionándola con Nuestra Santísima Madre María, quien ha sido llamada «el modelo en el camino evangelizador» (5) por los Lineamenta de la Asamblea especial para América del Sínodo de los Obispos.

A primera vista, el tema de María y la evangelización podría parecer un tanto particular. Claro que, como todos sabemos, la palabra "evangelizar" viene del griego evangelion, que significa las buenas noticias proclamadas. Por tanto, "evangelización", literalmente, es la proclamación de las buenas noticias. Profundizando en la etimología, la connotación original "evangelista", en griego clásico jónico, era una denominación para la sacerdotisa pagana de Hera, cuya función consistía en hablar públicamente en nombre de la diosa. ¿Qué tiene, pues, que ver Nuestra Señora Santa María, que en el Nuevo Testamento habló (y muy brevemente) tan sólo cuatro veces -con el ángel Gabriel (6), en alabanza al Todopoderoso en su canto del Magníficat (7), a su Hijo perdido y después hallado en el Templo (8), y finalmente, pidiendo a ese mismo Hijo su intervención en favor de los anfitriones en las bodas de Caná (9)- con la proclamación pública de la Buena Nueva? Ella nunca habló mucho, aunque cada palabra que dijo estaba llena de sentido. Nunca se dirigió a un auditorio; cada una de sus palabras estuvo dirigida -como si fuese en privado- a una persona específica, ya sea el Todopoderoso, quien «ha puesto los ojos en la humildad de su sierva» (10), o el sirviente de la casa, a quien le dijo que hiciera todo lo que Jesús le pidiera con respecto al vino en las bodas de Caná. Y aún así, en el umbral del Tercer Milenio, ella es presentada como paradigma de la proclamación de la Buena Nueva acerca de la intervención salvadora de Dios en la historia humana. ¿Cómo puede ser esto posible?

Quizá la clave hermenéutica nos la da el Santo Padre en la Tertio millennio adveniente, cuando señala: «El año Mariano fue como una anticipación del Jubileo, y contuvo mucho de lo que veremos plenamente en el año 2000» (11). La encíclica Redemptoris Mater, publicada en aquella ocasión, atrajo la atención sobre la enseñanza del Concilio Vaticano II acerca de la presencia de la Madre de Dios en el misterio de Cristo y de su Iglesia, y quizá nos puede ayudar a guiar nuestras reflexiones sobre María y la Nueva Evangelización.

Una mirada a la encíclica revela una lógica estricta que ordena la construcción y la elaboración de su contenido, organizándolo en tres temas principales, a los cuales se aproximan sus tres capítulos:

1. María como la mujer de fe (12);

2. María como signo profético (13); y

3. María como nuestra mediadora (14).

Puede decirse, a mi parecer, que la Santísima Virgen María es nuestro «modelo en el camino evangelizador» precisamente en la misma medida en que es mujer de fe, signo profético y mediadora nuestra.

1. Mujer de fe

En la Redemptoris Mater, la actitud fundamental por la que la Virgen María es definida es su fe. La naturaleza de María y su vida son esencialmente definidas por su fe: «Feliz la que ha creído» (15). Este elogio dirigido a María por su prima Isabel es un concepto clave en mariología. Por su fe María acompaña a esos grandes hombres de fe de la Antigua Alianza, cuyas alabanzas son cantadas en la Epístola a los Hebreos (16). Como el Santo Padre acentúa de una manera muy particular, la actitud de fe de María está especialmente unida a la de Abraham, a quien San Pablo llama nuestro padre en la fe (17): «En la economía salvífica de la revelación divina la fe de Abraham constituye el comienzo de la Antigua Alianza; la fe de María en la anunciación da comienzo a la Nueva Alianza» (18). Tanto la fe de María como la de Abraham significan confianza en Dios, una confianza que implica negarse a sí mismo y entregarse, en obediencia amorosa, a la verdad de Dios. Por lo tanto la fe, en la oscuridad de los misteriosos caminos de Dios, se convierte en conformidad con Él. En el al nacimiento del Hijo de Dios de su propio seno, por gracia del Espíritu Santo, María permite que su cuerpo, así como su ser más profundo, sean convertidos en la morada de la Presencia Divina. En ese Sí, el deseo de María y el de su Hijo -que en sí mismo es el de la libre respuesta a la voluntad del Padre- coinciden, y así la Encarnación se hace posible. Por ende María, como señala San Agustín, «concibió en su espíritu antes de concebir en su cuerpo» (19).

La fe incluye sufrimiento, como efectivamente lo experimentó María en su encuentro con Simeón y luego nuevamente en la pérdida y el hallazgo de Jesús. Y la culminación de esto la encuentra María al pie de la cruz. Como mujer de fe, ella «meditaba en su corazón» (20) todas las palabras que había recibido mediante la fe. Pero bajo la sombra de la cruz, la gran promesa que se le había hecho -«el Señor Dios le dará el trono de David, su padre; reinará sobre la casa de Jacob por los siglos y su reino no tendrá fin» (21)- parece falsa. Aquí la fe ha llegado a su máxima humillación (kénosis) y, en la oscuridad absoluta, llega a estar plenamente unida a la humillación completa (kénosis) del Hijo de Dios. Esencialmente la fe significa comunión con la cruz, ya que es en la cruz donde la fe encuentra su más alta realización.

El Papa Juan Pablo II nos recuerda en su carta apostólica sobre la preparación para el Jubileo del año 2000 que María «se propone a todos los cristianos como modelo de fe vivida» (22). Esto significa que, al entregarse a la Nueva Evangelización, la Iglesia deberá adoptar una postura esencialmente mariana, tanto en la misión ad intra como en la ad extra.

Tomar una postura mariana en la misión ad intra significa, en palabras del Concilio Vaticano II, que «la Iglesia, meditando piadosamente sobre ella y contemplándola a la luz del Verbo hecho hombre, llena de reverencia, entra más a fondo en el soberano misterio de la Encarnación y se asemeja cada día más a su Esposo» (23). Como el Santo Padre ha reconocido, «la misión ad intra es signo creíble y estímulo para la misión ad extra» (24). Por lo tanto, «es necesario... despertar en el creyente su plena vinculación con Cristo, el único redentor de los hombres. Sólo sobre la base de una relación personal con Jesús puede desarrollarse una evangelización eficaz» (25). Para poder ser un testigo confiable del Evangelio de Jesucristo, el cristiano individual así como la comunidad eclesial toda deben entrar incondicional y sinceramente en la segunda fase de preparación para el Jubileo del año 2000, aquel período de tres años de contemplación cristológica y trinitaria de los misterios de la redención. La Iglesia toda, desde el Sucesor de San Pedro hasta el más reciente neófito, está llamada a profundizar en su conocimiento de las verdades de su fe. En todo esto la Virgen María juega un papel fundamental. Ella, «que por su íntima participación en la historia de la salvación reúne en sí y refleja en cierto modo las supremas verdades de la fe, cuando es anunciada y venerada, atrae a los creyentes a su Hijo, a su sacrificio y al amor del Padre» (26).

Esta renovación de fe ad intra nos conduce necesariamente a la misión ad gentes, ya que la «fe se fortalece dándola» (27). La fe de María, su fiat a la voluntad del Todopoderoso, permitió el milagro de la Encarnación -«Et verbum caro factum est!», como rezamos en la oración diaria del Ángelus- en el que el Hijo coeterno asume la verdadera naturaleza del hombre, mientras permanece siendo verdadero Dios trascendente, en el interior de su seno virginal. Pero la Virgen no se guarda este maravilloso misterio para sí sola, ad intra, sino que va presurosa a la región montañosa de Judea, a la casa de su prima Isabel, para que, como nos dicen los Padres de la Iglesia, la Palabra pueda «santificar a Juan, quien todavía estaba en el seno de su madre» (28). En cierto sentido, la primera misión de la evangelización es ad extra. Estando aún en el seno, el predecesor es consagrado para su misión mediante la Palabra que le había sido llevada por la primera evangelizadora, María Santísima. Por tanto, la Iglesia, en su propia misión de llevar la Palabra de Dios a todo el mundo, también imita a María, la mujer de fe que dio a luz a Cristo, la Palabra Eterna hecha hombre por el poder del Espíritu Santo: «Por la predicación y el bautismo engendra a una vida nueva e inmortal a los hijos concebidos por obra del Espíritu Santo y nacidos de Dios» (29).

2. Una señal profética

En la encíclica Redemptoris Mater, el Santo Padre afirma que «la Iglesia, que desde el principio conforma su camino terreno con el de la Madre de Dios, siguiéndola repite constantemente las palabras del Magníficat» (30). En efecto, el himno inspirado de la Santa Virgen es para la Iglesia, junto con su autora, una señal profética que indica los caminos de la Nueva Evangelización. Y dentro de los caminos más importantes está el del amor y la preferencia de la Iglesia por los más necesitados, ya que Dios, siempre fiel a la Alianza, fue quien «derribó a los potentados de sus tronos y exaltó a los humildes; a los hambrientos colmó de bienes y despidió a los ricos sin nada» (31). Como los Lineamenta del Sínodo de América nos recuerdan, «el Espíritu Santo es el principal evangelizador e impulsa a la Iglesia que está en América a cantar con María el Magníficat, su "canto de alabanza", confirmando una vez más que no se puede separar la verdad sobre Dios que salva de la manifestación de su amor preferencial por los pobres y los humildes» (32). Nosotros haremos bien en recordar que María no era solamente una señal profética para la Iglesia por sus palabras, sino que su misma vida fue una señal profética de solidaridad con los pobres y los necesitados: ella fue una hija de Israel en un mundo dominado por el poder de Roma; una mujer en medio de un mundo dominado por los hombres; una refugiada en el Egipto de Faraones y Tolomeos; una madre que enfrentó los insultos de la multitud para acompañar de pie a su Hijo condenado.

En la medida en que concierne a la Nueva Evangelización, esto significa tomar en serio el tercer elemento de la misión evangelizadora de la Iglesia: la misión dirigida a las culturas humanas, que hace lo posible por ponerlas en armonía con el mensaje y los valores del Evangelio. Como destacó el Santo Padre hace una década en su encíclica sobre las preocupaciones sociales de la Iglesia, Sollicitudo rei socialis, «la enseñanza y difusión de esta doctrina social forma parte de la misión evangelizadora de la Iglesia... Al ejercicio de este ministerio de evangelización en el campo social, que es un aspecto de la función profética de la Iglesia, pertenece también la denuncia de los males y de las injusticias» (33). Y la tarea de la evangelización de la cultura estaría incompleta si se limitara a las categorías socio-económicas y no incluyese una especial atención a los «tantos obstáculos que, en varias partes del mundo, se interponen a que la mujer sea reconocida, respetada y valorada en su peculiar dignidad» (34). Sí, la Nueva Evangelización debe incluir una evangelización de la mujer y acerca de la mujer, porque «la Iglesia ve en María la máxima expresión del "genio femenino", y encuentra en ella una fuente de continua inspiración» (35).

3. Mediadora nuestra

En respuesta a todas las ya comunes críticas contemporáneas que cuestionan la atribución del papel y el título de mediadora a la Madre de Dios, el Papa Juan Pablo II asegura que «la mediación de María está íntimamente unida a su maternidad y posee un carácter específicamente materno que la distingue de las demás criaturas que, de un modo diverso y siempre subordinado, participan de la única mediación de Cristo» (36). La tesis del Santo Padre es clara: la mediación de María es única porque es maternal, relacionada con Cristo, quien siempre nace nuevamente en este mundo. Su mediación representa entonces la dimensión femenina en la historia de la salvación, una dimensión que está centrada para siempre en la Servidora de Nazaret. Claro que, como mencionó el Cardenal Ratzinger, «si la Iglesia es entendida sólo como una institución, sólo como producto de las decisiones de las mayorías y de proyectos administrados, no habría lugar para este tipo de reflexiones» (37). El Papa, en contraste con una definición sociológica de la Iglesia, destaca que «la Iglesia aprende también de María la propia maternidad; reconoce la dimensión materna de su vocación, unida esencialmente a su naturaleza sacramental» (38).

Por lo tanto, la misión de la Iglesia en la Nueva Evangelización no sólo se beneficia de la mediación maternal, intercesora de la Virgen María, sino que además puede tomarla como ejemplo: en medio de la tarea de proclamación a la humanidad de las magnalia Dei, las maravillas de Dios, no debe olvidar la importancia de celebrarlas, especialmente en la liturgia y en los sacramentos. Como nos recuerda el Catecismo de la Iglesia Católica, citando a los Padres del Concilio Vaticano II, «los sacramentos están ordenados a la santificación de los hombres, a la edificación del Cuerpo de Cristo y, en definitiva, a dar culto a Dios, pero, como signos, también tienen un fin instructivo. No sólo suponen la fe, también la fortalecen, la alimentan y la expresan con palabras y acciones» (39).

Al principio de esta presentación, pregunté: ¿Qué tiene que ver la Virgen María, tan silenciosa a lo largo de los Evangelios, con la misión de la evangelización, la proclamación pública de la Buena Nueva de la salvación en Jesucristo? Como sugerí, la respuesta recae no tanto en la fuerza de sus palabras, sino en la elocuencia de su ejemplo silencioso como modelo de nuestra fe, como señal profética en nuestros tiempos, y como mediadora nuestra, que intercede por nosotros y nos guía hacia los caminos sacramentales de la gracia. Al final, y tal vez en plena conformación con su sencillez, quizá la lección que la humilde Sierva tiene que enseñar a la Iglesia acerca de la misión de la Nueva Evangelización en el umbral del Tercer Milenio, esté incluida justamente en sus pocas palabras. En dos de las más modestas expresiones que se haya oído, vislumbramos la sencillez de su Corazón Inmaculado: «He aquí la sierva del Señor» (40) y «Hagan lo que Él les diga» (41). María verdaderamente no es sólo la "Estrella de la Primera Evangelización", sino que también como "Estrella de la Nueva Evangelización" nos ilumina el camino.

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Notas

1. Ver V Congreso Internacional de la Reconciliación, Nueva Evangelización rumbo al Tercer Milenio, Vida y Espiritualidad, Lima 1996, pp. 53-62. [Regresar]

2. Tertio millennio adveniente, 30-54. [Regresar]

3. Jn 14,6. [Regresar]

4. Redemptoris missio, 52; Sínodo extraordinario de 1985, Relación final, II,D,4. [Regresar]

5. Sínodo de los Obispos, Asamblea especial para América, Encuentro con Jesucristo vivo, camino para la conversión, la comunión y la solidaridad en América (Lineamenta), Ciudad del Vaticano 1996, n. 13. [Regresar]

6. «¿Cómo será esto, puesto que no conozco varón?... He aquí la sierva del Señor; hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,34.38). [Regresar]

7. Ver Lc 1,46-55. [Regresar]

8. «Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? Mira, tu padre y yo, angustiados, te andábamos buscando» (Lc 2,48). [Regresar]

9. «No tienen vino... Hagan lo que Él les diga» (Jn 2,3.5). [Regresar]

10. Lc 1,48. [Regresar]

11. Ver Tertio millennio adveniente, 26. [Regresar]

12. Ver Redemptoris Mater, 7-24. [Regresar]

13. Ver allí mismo, 25-37. [Regresar]

14. Ver allí mismo, 38-47. [Regresar]

15. Lc 1,45. [Regresar]

16. Ver Heb 11. [Regresar]

17. Ver Rom 4,11-12. [Regresar]

18. Redemptoris Mater, 14. [Regresar]

19. San Agustín, De sancta virginitate, III,3: PL 40, 398. [Regresar]

20. Lc 2,19.51. [Regresar]

21. Lc 1,32-33. [Regresar]

22. Tertio millennio adveniente, 43. [Regresar]

23. Lumen gentium, 65. [Regresar]

24. Redemptoris missio, 34. [Regresar]

25. Juan Pablo II, Discurso a los obispos alemanes de la región de Baviera en visita "ad Limina Apostolorum", 4/12/1992, 5. [Regresar]

26. Lumen gentium, 65. [Regresar]

27. Redemptoris missio, 2. [Regresar]

28. Ver Orígenes, Homilia VIII in Lucam, en M. Rauer (ed.), Die griechischen christlichen Schriftsteller der ersten drei Jahrhunderte, vol. 9, Berlín 21959, p. 41. [Regresar]

29. Lumen gentium, 64. [Regresar]

 

30. Redemptoris Mater, 37. [Regresar]

31. Lc 1,52-53. [Regresar]

32. Lineamenta, 14. [Regresar]

33. Sollicitudo rei socialis, 41. [Regresar]

34. Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada mundial de la paz, 8/12/1994, 4. [Regresar]

35. Juan Pablo II, Carta a las mujeres, 29/6/1995, 10. [Regresar]

36. Redemptoris Mater, 38. [Regresar]

37. Card. Joseph Ratzinger, Maria: Gottes Ja zum Menschen, Herder, Friburgo de Brisgovia 1987, p. 33. [Regresar]

38. Redemptoris Mater, 43. [Regresar]

39. Catecismo de la Iglesia Católica, 1123; ver Sacrosanctum Concilium, 59. [Regresar]

40. Lc 1,38. [Regresar]

41. Jn 2,5. [Regresar]