Simposio
del CELAM de Diálogo entre Obispos y Expertos en la Teología India
Riobamba,
Ecuador, 21-25 de octubre de 2002
Presentación
del P. Juan Gorski, M.M., Miss.D.
LAS
“SEMILLAS DEL VERBO”
Y
LA PLENITUD DE LA SALVACIÓN EN CRISTO
Introducción
El término “semillas del Verbo” ha llegado a popularizarse en el vocabulario teológico y pastoral de la Iglesia católica en los casi cuarenta años desde la conclusión del Concilio Vaticano II. Es más usado en la misionología que en las otras especializaciones de la teología.[1] Pero el término “semillas del Verbo” ha llegado a popularizarse no sólo en las reflexiones de los misionólogos sino también en el campo de la pastoral popular latinoamericana, particularmente en el contexto de la religiosidad popular y la “pastoral indígena”. Es uno de los términos usados con tanta frecuencia que ha llegado a carecer de un significado específico, o cuyo significado original ha sido transformado.[2]
La acogida popular de este término es un signo de que dice algo que resuena en la conciencia popular. Es “una idea cuyo tiempo ha llegado”. Prefiero no dejarme guiar por el criterio posmoderno según el cual ningún término tenga un significado objetivo y preciso, sino que cada interlocutor tenga la libertad de definir los términos que usa según su propio parecer. El término “semillas del Verbo” tiene sus raíces históricas en la teología patrística, cayó en desuso durante casi dos milenios y, redescubierto en el siglo XX, entró en el vocabulario del Magisterio eclesiástico con un significado consistente con la intención original de los Padres pero con una aplicación más amplia y más abierta referente a la acción iluminadora y salvífica de Dios entre los pueblos no evangelizados. En esta ponencia partiré de lo más conocido, el uso del término “semillas del Verbo” en los textos recientes del Magisterio, antes de considerar sus raíces patrísticas. Después intentaré explicar por qué no sólo el término sino también el concepto subyacente “se olvidaron” en la teología durante tantos siglos y cómo este olvido afectó el modelo de actividad misionera que los pueblos originarios de América experimentaban al ser “cristianizados”. Creo que, por lo menos en parte, es de la reacción crítica a este modelo que han aparecido ciertas interpretaciones del término que piden la presente aclaración.
A. EL SENTIDO TEOLÓGICO DEL TÉRMINO “SEMILLAS DEL VERBO”
1.
El término “semillas del Verbo” en los documentos recientes del
Magisterio.
a.
Textos del Concilio Vaticano II
En la teología católica la popularidad del término “semillas del Verbo” se debe principalmente a su uso en el Concilio Vaticano II. El Decreto del sobre la actividad misionera, Ad Gentes, reintroduce a la teología católica el concepto de las “semillas del Verbo”, acuñado en el siglo II por San Justino Mártir, en varios números del texto:
Para
que los fieles puedan dar fructuosamente este testimonio de Cristo, únanse con
aquellos hombres con el aprecio y la caridad, reconózcanse como miembros del
grupo humano en que viven y tomen parte en la vida cultural y social por las
diversas relaciones y quehaceres de la vida humana; estén familiarizados con
sus tradiciones nacionales y religiosas; descubren con gozo y respeto las
semillas de la Palabra que en ellas se encierran; pero atiendan al mismo
tiempo a la profunda transformación que se realiza entre las gentes ….. (Nº
11).
El
Espíritu Santo… llama a todos los hombres por las semillas de la Palabra y la
predicación del Evangelio y
suscita en los corazones el homenaje de la fe… (Nº 15).
Los
Institutos religiosos… consideran atentamente la forma de integrar en la vida
religiosa las tradiciones ascéticas y contemplativas, cuya semilla había
Dios puesto algunas veces en las antiguas culturas antes de la predicación del
Evangelio. (Nº 18).
La
semilla que es la palabra de Dios crece desde el suelo bueno humedecido por el
rocío divino, absorbe la humendad y la hace parte de sí misma, de modo que
eventualmente produce mucho fruto. Así también, tal como aconteció en la
economía de la encarnation, las iglesias jóvenes, radicadas en Cristo y
edificadas sobre el fundamento de los apóstoles, asumen las riquezas de las
naciones que han sido dadas a Cristo como su herencia (cf. Sal. 2,8). Prestan de
las costumbres, tradiciones, sabiduría, enseñanza, artes y ciencias de su
pueblo todo lo que sea útil para alabrar la gloria de su Creador, manifestar la
gracia del Salvador, o contribuir al ordenamiento recto de la vida cristiana. (Nº
22).
Es
de notar que el Nº 16 de la Constitución Lumen Gentium (promulgada el año
anterior) expresa la misma idea pero sin
que use explícitamente el término “semillas
del Verbo”:
Todo
lo bueno y verdadero que se halla entre ellos [los que no conocen el Evangelio]
la Iglesia la considera como una preparación evangélica dada por Aquel que
ilumina a todos los hombres para que tengan vida. …
Sin
embargo, el número siguiente de la Constitución (Nº 17) habla de una
“siembra divina”:
Con su obra [la Iglesia] consigue que todo lo bueno que haya sido sembrado en la mente y corazón de los hombres, en los ritos y en las culturas de los pueblos no solamente no desaparezca, sino que se purifique, se eleve y se perfeccione para la gloria de Dios, confusión del demonio y felicidad del hombre.
Igualmente
el Nº 2 de la Declaración sobre las religiones no cristianas, Nostra Aetate,
expresa una idea parecida pero tampoco usa
explícitamente el término “semillas del
Verbo”:
La
Iglesia católica no rechaza nada de lo que en estas religiones [no cristianas]
hay de verdadero y santo. Considera con sincero respeto los modos de obrar y de
vivir, los preceptos y doctrinas que, aunque puedan discrepar en mucho de ella
profesa y enseña, no pocas veces reflejan un destello de aquella Verdad que
ilumina a todos los hombres. Pero anuncia y tiene la obligación de anunciar
constantemente a Cristo, que es el camino, la verdad y la vida, en quien los
hombres encuentran la plenitud de la vida religiosa y en quien Dios reconcilió
todas las cosas.
Por
consiguiente, exhorta a sus hijos a que, con prudencia y caridad, mediante el diálogo
y la colaboración con los adeptos de otras religiones, dando testimonio de fe y
vida cristianas, reconozcan, guarden y promueven los bienes espirituales y
morales, así como los valores socio-culturales que en ellos se dan.
Pero el texto teológicamente más profundo de la Gaudium et Spes Nº 22. Este número reflexiona sobre el sentido que el misterio pascual de Cristo confiere a toda la existencia cristiana. Después afirma que lo dicho se aplica no sólo a los cristianos:
Todo
esto se aplica no sólo a los cristianos sino también a todos los hombres de
buena voluntad in cuyos corazones
la gracia actúa de forma invisible. Ya que Cristo murió por todos, y todo de
hecho son llamados a un mismo destino, que es divino, “debemos creer que el
Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de que, de forma de Dios conocida,
se asocien a este misterio pascual.
Es
el texto conciliar que ha influenciado más profundamente la teología de Juan
Pablo II (él mismo lo afirmó explícitamente en su mensaje a la Curia romana a
inicios de 2001).
Evidentemente la valoración teológica no sólo de las diversas culturas sino también de las otras religiones es algo afirmado clara y ampliamente por el Concilio. Pero he podido encontrar la frase específica “semillas del Verbo” sólo en el Ad Gentes. el Decreto misionero del Concilio.
b.
Dos textos posconciliares de
los Sumos Pontífices
Aquí cito sólo dos textos importantes, aunque hay otros. El Papa Pablo VI reitera la doctrina de estos textos conciliares en el Nº 53 de la Evangelii Nuntiandi:
La
Iglesia respeta y estima estas religiones no cristianas, por ser la expresión
viviente del alma de vastos grupos humanos. Llevan en sí mismas el eco de
milenios a la búsqueda de Dios, búsqueda incompleta pero hecha frecuentemente
con rectitud de corazón. Poseen un impresionante patrimonio de textos
profundamente religiosos. Han enseñado a generaciones de personas a orar. Todas
están llenas de innumerables “semillas del Verbo”, una auténtica
“preparación evangélica”…
El Papa Juan Pablo II, con algunas diferencias de vocabulario y enfoque teológico, afirma en el Nº 56 de la Redemptoris Missio:
El
diálogo no nace de una táctica o de un interés, sino que es una actividad con
motivaciones, exigencias y dignidad propias: es exigido por el profundo respeto
hacia todo lo que en el hombre ha obrado el Espíritu, que “sopla donde
quiere” (Jn 3,8). Con ello la
Iglesia trata de descubrir “semillas de la Palabra” el “destello
de aquella verdad que ilumina a todos los hombres” (NAe 2), semillas y
destellos que encuentran en las personas y en las tradiciones religiosas de la
humanidad. El diálogo se funda en la esperanza y en la caridad, y dará frutos
en el Espíritu. Las otras religiones constituyen un desafío positivo para la
Iglesia de hoy; en efecto la estimulan tanto a descubrir y a conocer los signos
de la presencia de Cristo y de la acción del Espíritu, como a profundizar la
propia identidad y a testimoniar la integridad de la Revelación, de la que es
depositaria para el bien de todos. …
Aquí
vemos cierto contraste entre el vocabulario y el enfoque de Pablo VI y Juan
Pablo II. Ambos Papas buscan
valorar las religiones teológicamente. Pero
el enfoque valorativo es distinto. Pablo
VI habla de las “religiones no cristianas”, mientras que Juan Pablo
II habla sencillamente de “las tradiciones religiosas de la humanidad” y de
“las otras religiones” sin usar el apelativo negativo de “no
cristianas”. Éstas tienen su
propia identidad aparte de su diferenciación del cristianismo.
Pero más fundamental es la diferencia de enfoque teológico. Pablo VI,
aparentemente representando la teología típica de pensadores cristianos
europeos hace unos cuarenta años, considera el fenómeno de la religión como
una “búsqueda humana”. Este
enfoque supone que sólo la fe cristiana sea de origen divino mientras que las
otras religiones meramente tengan un origen humano.
Influenciado por la Gaudium et Spes Nº 22, Juan Pablo II
considera las religiones no tanto como búsquedas humanas como signos de la acción
del Espíritu de Cristo, experimentada por los hombres en la historia y
expresada a través del lenguaje y símbolos religiosos de las diversas
culturas.[3]
Juan Pablo II detecta en las expresiones religiosas humanas,
especialmente en la oración, signos de una auténtica experiencia de Dios,
signos acción del Espíritu. Así el Papa actual ha sido el artífice de un
verdadero desarrollo teológico.
El enfoque del Ad Gentes se basa no en el misterio pascual como tal sino más bien en los misterios de la Trinidad, de la Encarnación y de Pentecostés. El Concilio afirma que las diversas culturas y tradiciones religiosas entran en el único designio salvífico de Dios, un designio de impronta trinitaria. Recurre a términos patrísticos para expresarlo: “semillas del Verbo” (de Justino Mártir) y “preparaciones evangélicas” (de Eusebio de Cesarea). Así esta valoración se refiere a la misión del Hijo, el Verbo y, con una intuición original no explicitado en Justino, con la misión del Espíritu Santo (en el Nº 15). Juan Pablo II explicita el significado pascual de lo que dice el Ad Gentes sobre las semillas del Verbo a la luz del enfoque pascual de la Gaudium et Spes (22), realzando el papel del Espíritu. Vemos ahora su uso en algunos textos del Magisterio latinoamericano.
c. El término “semillas
del Verbo” en los documentos del Magisterio latinoamericano.
Creo que muchos agentes de pastoral en América Latina han llegado a conocer el término “semillas del Verbo” no tanto por su estudio directo de los textos conciliares como por su acogida en el pensamiento teológico-pastoral de nuestro continente, ocasionado o representado por su uso en las Conferencias Generales del Episcopado Latinoamericano. Cada una de las tres Conferencias posconcilares hace uso del término. Me parece que estos textos sencillamente quieren invitarnos a valorar positivamente las diversas culturas y otras tradiciones religiosas y encuentran en el término “semillas del Verbo” una expresión teológica conciliar para un modo apto para hacerlo. No creo que estos textos pretendan profundizar en la teología subyacente. Vemos aquí los textos principales:
La Conferencia de Medellín, en su documento sobre la Pastoral Popular, lo usa para orientar la acción pastoral en la problemática de la religiosidad popular:
Corresponde
precisamente a la tarea evangelizadora de la Iglesia descubrir en la
religiosidad la “secreta presencia de Dios”, el “destello de la verdad que
ilumina a todos, la luz del Verbo, presente ya antes de la Encarnación o de la
predicación apostólica, y hacer fructificar esa simiente.
Sin
romper la caña quebrada y sin extinguir la mecha humeante, la Iglesia acepta
con gozo y respeto, purifica e incorpora al orden de la fe, los diversos
“elementos religiosos y humanos” que se encuentran ocultos en esa
religiosidad como “semillas del Verbo” y que constituyen o
pueden constituir una “preparación evangélica.
(Medellín, Conclusiones, Nº 6,5)
La Conferencia de Puebla, cuyo tema central había sido inspirado por la Evangelii Nuntiandi de Pablo VI, recurre al término ligeramente modificado (“gérmenes del Verbo” en vez de “semillas”) en su capítulo sobre la Evangelización de la Cultura:
Las
culturas no son un terreno vacío, carente de auténticos valores. Y la
evangelización de la Iglesia no es un proceso de destrucción, sino de
consolidación y fortalecimiento de dichos valores; una contribución al
crecimiento de los “gérmenes del Verbo” presentes en las
culturas (Cf. GS 57, d, f). (Puebla,
Conclusiones, 401).
Con
mayor interés asume la Iglesia los valores específicamente cristianos que
encuentra en los pueblos ya evangelizados, y que son vividos por éstos según
su propia modalidad cultural (ibid. 402).
La
Iglesia parte, en su evangelización, de aquellas semillas esparcidas por
Cristo, y de estos valores, frutos de su propia evangelización (ibid.
403).
La Conferencia de Santo Domingo aplica el concepto al diálogo interreligioso con los pueblos adherentes a religiones tradicionales:
Para
intensificar el diálogo interreligioso consideramos importante: …
- Buscar ocasiones de diálogo con las religiones afroamericanas y de los pueblos indígenas, atentos a descubrir en ellas las “semillas del Verbo” con un verdadero discernimiento cristiano, ofreciéndoles el anuncio integral del Evangelio y evitando cualquier forma de sincretismo religioso. (Santo Domingo, Conclusiones, 138).
Los
pueblos indígenas de hoy cultivan valores humanos de gran significación…Estos
valores y convicciones son fruto de “las semillas del Verbo”
que estaban ya presentes y obraban en sus antepasados para que fueran
descubriendo la presencia del Creador en todas sus criaturas: el sol, la luna,
la madre tierra, etc. (ibid., 245).
Estas citas no pretenden ser exhaustivas o completas, sino ilustrativas de cómo el concepto de las “semillas del Verbo” ha tenido una resonancia amplia en la teología católica posconciliar.
2. El concepto de las “semillas del Verbo” en la enseñanza
de los Padres prenicenos.
El concepto de las “semillas del Verbo” tiene sus raíces en la teología patrística, particularmente la del siglo II, pero vuelve a aparecer en la teología cristiana y católica sólo después de dieciocho siglos de silencio. Entonces debemos explorar cuatro cuestiones. Primero, ¿cuál ha sido la enseñanza de algunos de los primeros Padres de la Iglesia sobre el concepto? Segundo, ¿por qué siguieron dieciocho siglos de silencio? Tercero, ¿cómo ha afectado este silencio el modelo dominante de actividad misionera durante más de un milenio? Y cuarto, ¿por qué y cómo ha sido redescubierto este concepto?
Es evidente que para comprender correctamente el significado teológico del concepto de las “semillas del Verbo” tenemos que comprender primeramente su sentido original, el sentido que el escritor mismo había entendido y el sentido que tenía para los destinatarios de su mensaje. El concepto en cuestión tiene dos raíces distintas y varios “niveles” de sentido. El término “Palabra”, o más precisamente “Verbo”, Logos en griego, usado por autores cristianos, supone un conocimiento del tema bíblico de la “palabra”. Pero usado por un filósofo cristiano para convencer a los pensadores de otra religión, supone también un conocimiento del sentido que el término logos había tenido en la filosofía helénica contemporánea, el logos como demiurgo del universo. De un modo derivado, la idea de las “semillas del Verbo” tiene dos raíces: la filosófica y la bíblica. Veremos la problemática punto por punto.
La preocupación de los cristianos en los primeros siglos
En el Nuevo Testamento tenemos afirmaciones muy claras –particularmente en los escritos atribuidos a Pablo y Juan– de la plenitud de la revelación divina realizada en Jesucristo, y de la necesidad de la fe en él para la salvación. Se anunciaba, primero a los judíos y después a los gentiles, la próxima venida de Jesús. La gran preocupación era difundir el Evangelio a todas partes para suscitar la fe e integrar a los conversos en la comunidad eclesial. Parece que la cuestión de la posibilidad de salvación para los todavía no evangelizados no era la gran preocupación [4]. En el Nuevo Testamento y en los antiguos credos se explicaba la salvación de los que vivían antes de Cristo por su propio descenso al lugar de los muertos para anunciarles el Evangelio de la redención (cf. I Pedro 4,6). Parece que el problema de la salvación de los no evangelizados era más una cuestión de los muertos antes de Cristo; a los vivientes había que evangelizarlos no más. Sin embargo habla del Espíritu quien sopla donde quiere (Juan 3) y anticipa la predicación apostólica (Hechos 10, el caso de Cornelio).
En el segundo siglo los Padres apologistas tenían que responder a los interrogantes críticos propuestos por los intelectuales paganos.[5] Estos reaccionaron a la nueva doctrina cristiana de varias maneras: Si el cristianismo es la única religión verdadera, ¿por qué ha llegado tan tarde en la historia del mundo? Y si Jesucristo es el único Maestro y Salvador, ¿por qué llegó él tan tarde? ¿Cómo es posible que un Dios bueno se hubiera desinteresado de la humanidad por tantos siglos? ¿Fueron condenados nuestros antepasados y amigos difuntos? ¿Fueron condenados aun los grandes hombres de la antigüedad? No sólo los intelectuales, sino muchos otros paganos también opinaron que esta nueva doctrina constituyó una amenaza grave al orden socio-cultural establecido. La persecución de los “innovadores” fue una reacción natural a esta amenaza (Cf. Santos, 1960, 20).
Los Padres apologistas, al insistir que Jesucristo era el único y universal Salvador de la humanidad, explicaron cómo su Señorío se extendió a todos en el pasado, usando categorías filosóficas existentes en el mundo helénico. En esto, no sólo intentaron demostrar que la fe cristiana no contradecía los ideales más elevados de la filosofía y explicarla en términos comprensibles a sus interlocutores, sino también produjeron en el lenguaje de la cultura circundante algunas síntesis teológicas impresionantes. Fue en efecto una verdadera obra de inculturación: un diálogo entre la fe cristiana y las culturas y una reinterpretación de la cultura a la luz del conocimiento eclesial de Cristo.
Entre los elementos culturales reinterpretados había la idea estoica del Logos como demiurgo del universo. Para comprender a los Padres, tenemos que comprender primeramente este concepto en sí mismo y cómo ello fue reinterpretado en el Nuevo Testamento ya en el siglo primero. Después podremos pasar a la comprensión del concepto mismo de las “semillas del Verbo”, que depende de lo anterior. Creo que comprendo con cierta claridad los datos que intento explicar aquí, pero no pretendo tener un conocimiento técnico detallado de la filosofía antigua. Les ruego tolerar mi intento de simplificar estas ideas, dejando a los expertos en el campo hacer explicaciones más exactas y más complicadas.
El concepto del Logos como demiurgo
En los primeros siglos de la era cristiana la existencia de un Dios supremo,
transcendente, omnisciente, perfecto, inmortal, imóvil e inmutable no presentó
un problema para los intelectuales paganos (el pensamiento de la gente sencilla
fue otra cuestión). Más bien el
problema era cómo entrar en relación con ese Dios. Los pensadores helénicos no podían imaginar que ese Dios
tan perfecto e inmutable pudiera haber sido el creador de este mundo tan
imperfecto y mutable en que nosotros vivimos, o un Dios tan cercano que nos
revela sus pensamientos. En la
antigüedad (y en ciertos casos hasta el siglo XVII) fue inconcebible pensar en
la existencia de dos realidades totalmente separadas sin una tercera realidad
intermedia, un tertium quid, que permitiría establecer una relación
entre los dos (cf. Lewis, 1967, passim).
Entonces algunos filósofos proyectaron la existencia de un segundo ser
superior, mediador entre el Dios supremo y este mundo, responsable del orden
creado, como su creador, gobernante supremo o su principio animador (cf.
Grillmeyer, 1997, 255; Hall, 1991, 52; Prestige, 1981, cap. II; Orbe, 1987, vol I, cap. II).
A este ser se le dio en nombre de “demiurgo” (cf. Ferguson, 1987, 247
y 262; Grillmeyer, 1997, 76, 339, 615-617).
En términos cristianos hubiera sido algo parecido a un “super-arcángel”.
A este demiurgo el filósofo Heráclito del área de Éfeso (s. VI a.C.)
le dio el nombre de Logos, término que puede significar no sólo “palabra”
sino también “razón”, “orden” y otras ideas parecidas.
La reinterpretación cristiana del concepto del Logos en el Nuevo
Testamento
En
Éfeso y la provincia proconsular de Asia se produjo un encuentro muy
significativo entre la fe cristiana y la cultura helénica. Varios escritos del
Nuevo Testamento, una parte decisiva en la formulación de la doctrina
cristiana, fueron probablemente o dirigidos a las iglesias en esa provincia o
compuestos en ella (el Evangelio y las cartas de Juan con el Apocalipsis,
Efesios, Colosenses, la primera carta a los Corintios, las dos a Timoteo, la
primera de Pedro y tal vez las cartas a los Gálatas y Filipenses).
Datos históricos y tradiciones eclesiales afirman que Pablo y Juan ambos
vivían por un tiempo en esa región. La
cristología “alta o descendiente” y la concepción cósmica y dimensión
universalista de la Iglesia se afirman muy claramente en este “corpus
ephesinum” del Nuevo Testamento. Los
apóstoles nombrados y discípulos gentiles de Jesús en Asia realizaron un
esfuerzo de inculturación en que conceptos filosóficos griegos entraron en diálogo
con la fe cristiana y sin distorsionarse, se transformaron radicalmente cuando
se usaron para expresar la fe en Cristo. Entre
estos conceptos, era la idea de Heráclito del Logos, el demiurgo
mediador entre el Dios y este mundo en la creación y en la comunicación de la
sabiduría. Tanto el prólogo del
Evangelio de Juan como el Apocalipsis identifican el Logos con Jesucristo, pero
con una diferencia radical. Para
los pensadores griegos este demiurgo no era Dios; aun menos era un ser humano.
Cuando Juan afirmó que el Logos era Dios, y que se hizo carne y habitó
entre nosotros, se conservó sin distorsión el concepto original de mediador en
la creación y en la iluminación, pero obviamente este concepto se transformó
radicalmente. Pues en la inculturación
no es el Evangelio que se reinterpreta a la luz de los elementos de una cultura,
sino más bien son éstos los que se releen a la luz del conocimiento de Jesús
que tiene una Iglesia local insertada en esa cultura.[6]
Nuestra comprensión del concepto de las “semillas del Verbo” depende
en primer lugar de esta reinterpretación cristiana del concepto del “Logos”
ya en el Nuevo Testamento (cf. Rossano, 1980,
282-296).
El uso explícito del concepto de las “semillas del Verbo” en
Justino Mártir
Justino (+ 165) piensa que la novedad cristiana no es una irrupción de algo tan totalmente nuevo que nada tenga que ver con la historia previa de la humanidad. La fe cristiana no es la invención de una nueva ideología que elimina el valor de todo lo anterior, porque anuncia una realidad más antigua que la cultura helénica. Cristo no es ajeno a la historia previa a su aparición sobre la tierra, sino que representa el momento de la plena manifestación de un designio eterno de Dios sobre la historia. Sobre ella actúa desde la creación el Verbo de Dios, aunque éste fuera rechazado y oscurecido por el pecado humano. Este Verbo ya iluminaba a los judíos con la ayuda de la Ley y los Profetas; y también los paganos, en la medida en que no le rechazaron ni se hicieron indignos de él, recibieron alguna luz del mismo Verbo (cf. Vives, 1995, 3).
Nadie
rechace nuestra enseñanza objetando que Cristo nació hace sólo ciento
cincuenta años…, Porque hemos aprendido que Cristo es el primogénito de
Dios, el Logos, del cual todo el género humano ha participado…
Todos los que han vivido conforme al Logos son cristianos, aunque fueran
tenidos por ateos, como Sócrates, Heráclito y otros…
Los que en épocas pasadas vivieron sin razón (logos), fueron malvados y
enemigos de Cristo, y asesinaron a los que vivían según la razón. Por el
contrario, los que vivieron, y siguen viviendo según la razón son cristianos (I
Apol. 46).
Aunque cada ser humano posee en su razón una semilla, una “parte” del Logos, la plenitud del Logos está sólo en Cristo, a quien poseen los cristianos:
Y
aun algunos que profesaron la doctrina estoica… por lo menos en la doctrina ética
se muestran moderados, lo mismo que los poetas en determinados puntos, por la
semilla del Verbo, que se halla ingénito en todo el género humano…
Nada pues tiene de maravilla si, desenmascarados [los demonios], tratan
de hacer ociosos a … los que viven ya no conforme
a una parte de Verbo seminal (spermatikou
logou), sino conforme al conocimiento del
Verbo total, que es Cristo (tou pantos
logou,‘o esti cristou)… (II Apol.
7,1-3).
Cada
uno de los filósofos habló correctamente en cuanto tenía por connaturalizad
una parte del Logos seminal de Dios (spermatikou
qeiou logou).
Es evidente que quienes expresan opiniones contradictorias en puntos
importantes no poseyeron una ciencia infalible ni un conocimiento inatacable.
Pero todo lo que ellos han dicho correctamente nos pertenece a nosotros,
los cristianos, ya que nosotros adoramos y amamos, después de Dios, al Logos de
Dios, inengendrado e inefable que por nosotros se hizo hombre, para participar
en nuestros sufrimientos, y así curarlos. Todos los escritores, por el Logos
sembrado (to logou
sporas)
en su naturaleza, pudieron ver la realidad de las cosas, aunque de manera
oscura. Porque una cosa es la semilla (sperma) o imitación de algo, que se da según una posibilidad mitigada, y otra
la misma realidad a la que se refiere aquella participación o imitación,
(II Apol. 13, 3-6).
Cada
uno se salvará según su propia justicia…
Los que participaron al bien universal, natural y eterno, son agradables
a Dios y serán salvados a través de este Cristo en la resurrección, igual que
los santos varones que vivieron antes, como Noé, Enoc, Jacob y los demás
juntamente con los cristianos que reconocieron al Hijo de Dios (Dial. 45,
4).
Vemos que para Justino no hay ninguna duda sobre la plenitud, universalidad y unicidad de la salvación en Jesucristo. Pero también hay una afirmación clara de que su acción iluminadora y salvífica se extiende a todos los pueblos y todas las personas. Creo que es por eso que los teólogos del siglo XX y el Concilio recurrieron a este término de la tradición patrística para afirmar estos aspectos de la fe.
Un concepto semejante en Clemente de Alejandría.
Para Clemente (+ 215), un pensador platonista, el Logos es en primer lugar la mente de Dios, en que están todos sus pensamientos. En un segundo momento, el Logos llega ser una hipóstasis separada, distinta del primer principio; representa el orden inmanente en el universo, o el “alma del mundo”. Ya que el Logos contiene en sí todas las ideas de Dios o modelos según los cuales las cosas visibles son creadas, él puede ser considerado el principio (arjé / arch) de todo y el instrumento de Dios en la creación del mundo. En Clemente el platonismo se reinterpreta a la luz del pensamiento bíblico. El filósofo judío Filón de Alejandría (+ 50 d.C.) ya identificó el Logos griego con la sabiduría divina creadora de Proverbios (8,22); es la fuerza que penetra en todo y se extiende a todo el universo. Justino también conoció esta interpretación e identificó el Logos con la divina sabiduría (Dial. 61-62; I Apol. 6; II Apol. 6). Pero la influencia del prólogo del Evangelio de Juan es aun más fuerte. Con la encarnación el mundo se ha llenado de semillas de salvación (Ptotr. I,6,4; X,98,4). Aunque Clemente no usa explícitamente la frase “semillas del Verbo” o el “el Verbo sembrado”, habla de una “siembra divina” desde el comienzo de los tiempos entre bárbaros y griegos. Para éstos la filosofía es como la Ley había sido para los hebreos, su propio “testamento”, una preparación para la plenitud en Cristo (Strom. I,28,1-3 y 37,1-7). En esto Clemente se refiere a la parábola del Sembrador en los Evangelios sinópticos. Es evidente que Justino también conoció los Evangelios porque los citó en su obra; no podemos excluir la influencia de esa Parábola en el pensamiento de Justino (cf. Lilla, 1971, esp. 199-212; Kraemer, 1956, 147-154; Vives, 1995, 3-10; Santos, 1961, 21-22; Comisión Teológica Internacional, 1996, Nº 43).
La acción salvífica del Verbo entre los no evangelizados en la enseñanza
de Ireneo.
Para Ireneo de Lión (+ 205) también, toda la creación está sometida a la acción del Verbo:
El
Creador del mundo es en verdad el Logos de Dios: éste es nuestro Señor, que en
los últimos tiempos se hizo hombre y vivió en este mundo. Éste de una manera
invisible abarca todas las cosas y se halla insito en toda la creación, puesto
que como Logos de Dios, gobierna y dispone todas las cosas (AH IV, 18,3).
Para Ireneo “la siembra no es meramente la inserción del Verbo en su criatura, sino también el anuncio de Jesucristo” (cita de Houssiau, 1955, 83). El Obispo de Lión es más explícito en esto que Justino y Clemente. Para él la misma posibilidad de conocer a Dios se basa en la historicidad y verdadera humanidad del Verbo (Vives, 1995, 4-6):
No
habría manera de conocer a Dios si nuestro Maestro, el Logos, no se hubiera
hecho hombre. Porque nadie más podía explicarnos las cosas del Padre fuera de
su propia Palabra (AH V, 1,1).
Ireneo reacciona contra los gnósticos, quienes creían que sólo ellos podían ser salvados –es decir, llegar a la unión con Dios y semejanza a Dios–, porque ellos eran de la misma naturaleza espiritual de Dios, la naturaleza del Padre eterno. Ireneo afirma que la salvación es esencialmente la salvación de la carne y no del espíritu o del alma. Es la carne humana que ha sido plasmada según la verdadera imagen de Dios que es el Verbo encarnado de la Virgen María, crucificado y glorificado. Es sólo por medio de la carne gloriosa de Cristo que podemos llegar a la verdadera salvación, la unión con Dios y la semejanza a Dios, la “salus carnis”. Nuestra unión con Dios no es de naturaleza sino más bien de semejanza. Ya que nosotros somos de naturaleza carnal y no espiritual, tenemos a aprender a ser semejantes a Dios por nuestra obediencia a la Palabra de Dios. Creo que este enfoque de Ireneo es fundamental no sólo para ver la importancia de la historicidad del Verbo encarnado –un problema central para la “Teología India” –, sino también para comprender la necesidad de Iglesia en el designio salvífico de Dios y la urgencia de la actividad misionera humanidad del Verbo (ver toda la obra de Orbe).
Recapitulación de la enseñanza de los Padres prenicenos.
He aquí un resumen de la enseñanza de estos Padres prenicenos, que afirmaron con cierta claridad:
La plenitud, unicidad y universalidad de la salvación en Cristo.
Que esta salvación tiene su carácter objetivo, revelado en el acontecimiento histórico de la encarnación, vida, enseñanza, muerte y glorificación del Hijo de Dios, Jesús el Cristo.
Que la plenitud de esta revelación y salvación se encuentra sólo en la Iglesia cristiana y católica.
Que esta salvación no es “automática” o unilateral; exige la adhesión libre y consciente del hombre, un acto personal de fe en Cristo y su enseñanza sellado normalmente por el bautismo.
Pero también se afirmó que antes de Cristo o antes del anuncio del Evangelio ya había una acción reveladora o salvífica de Dios entre los diversos pueblos.
Esta acción fue atribuida al mismo Cristo, el Logos, que aun antes de su encarnación era el comunicador y el mediador entre el Padre y los seres humanos.
Lo que no es claro es la intención de Justino cuando insiste que la participación de los no cristianos en los bienes del Logos es sólo “parcial”. ¿Desea limitar el alcance y el significado de esa “siembra” o simplemente enfatizar que la plenitud de la revelación está en la Iglesia?
3.
Dieciocho siglos de silencio sobre el concepto de las “semillas del
Verbo”
a. Una idea marginada por el cambio de paradigma después de Constantino
y Nicea
Con el reconocimiento del estatus legal del cristianismo como la religión oficial del Imperio bajo Constantino y Teodosio, hubo un cambio profundo en la perspectiva teológica hacia los no cristianos. Se insistía más y más en la necesidad absoluta del conocimiento del Evangelio, de la fe explícita en Jesucristo y el bautismo para la salvación. El axioma de San Cipriano “extra ecclesiam nulla salus” se aplicó originalmente a los herejes, cristianos que consciente y libremente abandonaron la comunión católica. Desde el siglo IV se aplicó también a los judíos y paganos. Varios Padres (Gregorio niceno, Crisóstomo, Ambrosio, Agustín, y Fulgencio de Ruspe) creían que por medio de la predicación apostólica el Evangelio había sido anunciado literalmente a todas las naciones. Desde la perspectiva jurídica vigente en la cultura romana, la “nueva ley” del Evangelio ya había sido promulgada en todas partes y así todos fueron obligados a someterse a ella. Evidentemente esta insistencia teológica en la necesidad absoluta de un acto explicito en el Evangelio proclamado –entendido como la aceptación de un contenido doctrinal objetivo –, aunque en parte se apoyaba en la cultura jurídica romana, su fundamentación principal se encontraba el Nuevo Testamento (particularmente en los escritos de Pablo y Juan).
Durante dieciocho siglos el discurso teológico cambió radicalmente. Se afirmaba la plenitud de la salvación en Cristo, pero ya no como en la era prenicena. Ya no se afirmaba ninguna acción reveladora o salvífica de Dios antes de Cristo o antes del anuncio del Evangelio. Más bien se creía con toda sinceridad que los pueblos y personas sin fe en las verdades divinamente reveladas eran condenados a la perdición eterna por su propio pecado y por el pecado original. Esta preocupación obviamente constituyó un motivo fuerte para impulsar la actividad misionera para que tanta gente no fuera condenada para siempre a las penas del infierno.
Recapitulación
del enfoque teológico católico aceptado generalmente en el último milenio
y
sus consecuencias prácticas en la actividad misionera de la Iglesia:
Resumimos a continuación algunas características importantes del pensamiento teológico en el Occidente católico hasta comienzos o mediados del siglo XX. Aunque este enfoque partía del exclusivismo de la teología patrística post-nicena, se iba desarrollando durante los siglos y adquiría ciertas características propias que ejercieron una fuerte influencia en la acción misionera:
La Iglesia siempre sostenía la plenitud de la revelación y salvación en Cristo, pero a veces la importancia dada a otras mediaciones podían en la práctica distorsionar o quitar algo de la unicidad y centralidad de Cristo. He aquí dos ejemplos: La teología católica se volvía más “eclesiocéntrica”; podía dar la impresión de eran más importantes que Cristo mismo, la plenitud de la revelación encontrada en la enseñanza del Magisterio y la plenitud de los medios de salvación encontrada en los sacramentos administrados por la Iglesia. También en la religiosidad popular, otras mediaciones (por ejemplo, la devoción a los santos) podían haber distorsionado o minimizado la unicidad y centralidad de Cristo. Es evidente que la reacción a estas distorsiones aparentes constituyó un elemento significante en la crítica de los Reformadores del siglo XVI y que todavía presenta un problema en el diálogo ecuménico.
Hasta nuestros tiempos la pneumatología fue subdesarrollada en la teología católica. Se reducía el ámbito de la acción del Espíritu Santo al alma del individuo fiel y al interior de la Iglesia; él garantizó la infalibilidad de los sacramentos y de la doctrina del Magisterio. No se imaginó una acción del Espíritu más allá de los límites visibles de la Iglesia.
El enfoque teológico más popularizado enfatizó la salvación del alma, particularmente su estado en el momento de la muerte (por eso la importancia dada al Purgatorio, las misas para los difuntos, las indulgencias, etc.). Sólo algunos santos (por ejemplo, Francisco de Asís, Teresa de Ávila e Ignacio de Loyola) enfatizaron una salvación integral de cuerpo y alma (la “salus carnis” de Ireneo). Aunque la religiosidad sacramental, eucarístico y mariano preservaba cierto equilibrio entre de cuerpo y alma, esta espiritualidad en general fue “divorciada” de la teología, cuyos métodos y contenidos eran más abstractos y racionalistas.
Aunque el método teológico hasta más o menos Tomás de Aquino y Buenaventura se basaba claramente en el testimonio bíblico y patrístico, en los siglos posteriores se iba perdiendo ese contacto directo con estas fuentes y se iba dando más y más importancia a los compendios de conceptos o proposiciones doctrinales; por supuesto este hecho afectó el contenido de los catecismos, manuales de predicación, etc.
En este proceso de “racionalización”, se transformó el modo de pensar en las “verdades” reveladas. La teología bíblica y patrística enfocó los acontecimientos salvíficos de Dios en la historia, cumplidos en el misterio pascual de Cristo. La teología bíblica escolástica enfocó más bien unos conceptos racionalistas, ideas correctas sobre Dios y su designio de salvación.
Ya no se pensaba en una acción reveladora o salvífica entre los diversos pueblos antes de Cristo o antes del anuncio del Evangelio, por las diversas razones que siguen:
Como consecuencia de su creencia de que la predicación apostólica hubiera llegado literalmente a todas las naciones, se presumía que las poblaciones no cristianas hubieran rechazado el Evangelio y así ellos mismos eran culpables (así se juzgaba primero a los judíos y después a los musulmanes).
Después de Nicea, ya no se confería un valor positivamente teológico a la filosofía como “preparación evangélica” o como “el testamento de los griegos” (cf. Clemente); ahora la enseñanza filosófica se consideraba o como el patrimonio propio de los cristianos o como algo superado por la doctrina cristiana.
Si la filosofía conservaba algún valor como algo de interés literario y cultural, las religiones y la religiosidad de los pueblos, considerados paganos e infieles, se consideraban totalmente corrompidas, destinadas a la eliminación.
Como consecuencia, se creía que toda la acción reveladora o salvífica de Dios fue concentrada en la Iglesia cristiana y en la llamada “Cristiandad”, una realidad histórica no solo religiosa sino también socio-cultural y política. En la Cristiandad todos estaban sometidas a autoridades cristianas, tanto eclesiásticas como seglares, una autoridad derivada últimamente de Dios mismo por medio de Jesucristo y sus Vicarios en la tierra, los Papas, y los delegados de ellos.
Fue muy exitosa la inculturación del Evangelio en la cultura romana, en que el orden, la autoridad de la ley y de los poderes establecidos eran de importancia capital (parece que esta cosmovisión romana coincidía con la de las culturas monárquicas de los pueblos recién cristianizados del norte de Europa). Se asumía que cada persona y pueblo tenía que ser sometida a alguna autoridad; se suponía también que los que estaban fuera del ámbito de la Cristiandad eran sometidos a la autoridad de Satanás. En mi opinión, esta inculturación en cultura romana autoritaria fue tan exitosa que prácticamente excluía cualquier otra inculturación del Evangelio durante siglos.
Se presumía que el mejor modo indicado –si no el único– para asegurar la fidelidad a la verdad revelada, la integridad de la fe y la comunión eclesial consistía en la conformidad con los modelos de vida y pensamiento cristianos de la Cristiandad europea.
Dentro de este esquema, el objetivo de la actividad misionera no era tanto la evangelización como la “cristianización” cuyo objetivo era la incorporación de nuevos pueblos en el ámbito de la salvación, identificada con la Cristiandad monocultural europea. Se esperaba que los nuevos conversos iban a llegar a ser buenos cristianos por medio de su conformidad con los modelos religiosos importados y la recepción de aquellos sacramentos considerados mínimamente necesarios para su salvación (en particular el bautismo, la penitencia, el matrimonio y la extremaunción). Aparentemente la evangelización en sentido estricto –el anuncio de la Buena Nueva de la misericordia de Dios revelado en Cristo que invita a uno a entregarse confiadamente a él y ser su discípulo– no fue el énfasis principal en esta cristianización. Aparentemente, el objetivo deseado y percibido de la cristianización era la multiplicación del número de las personas y pueblos sometidos a autoridades cristianas y no tanto el nacimiento de una comunidad eclesial, comunidad de discípulos de Cristo.
Desde una perspectiva antropológica, la actividad misionera prácticamente se redujo a una empresa de cambio cultural impuesto desde fuera con dos momentos: primeramente una aculturación (el cambio cultural desde fuera, el aprendizaje de otra cultura) y después una enculturación (la transmisión de los modelos de esa cultura de una generación a otra). Este tipo de encuentro entre culturas normalmente afectó los niveles más superficiales de la cultura (la “organización técnica” de la vida pública) y no tanto los niveles más profundos (ritmos de vida diaria en familia, las escalas de valores, estructuras de relaciones con Dios, con otras personas y con la naturaleza, y la cosmovisión).
Todo esto es una simplificación de la realidad, tal vez aun una caricatura. Pero tal vez sirva para llamar la atención a algunos aspectos importantes del modelo de teología que subyacía el tipo de actividad misionera experimentada por los pueblos originarios de América durante los últimos cinco siglos. Por otra parte, los misioneros y teólogos a mediados del siglo XX comenzaron a reconocer la insuficiencia y las consecuencias negativas de este tipo de pensamiento teológico y buscaron en la tradición algún apoyo para la valoración teológica de las culturas. Pero primeramente un “excurso”, una reflexión histórico-teológica que interrumpe la continuidad del pensamiento actual pero que está relacionada a la problemática que consideramos en esta ponencia.
b.
Excurso: Teorías teológicas católicas sobre la salvación de los no
creyentes en Cristo:
A pesar de este rigor exclusivista inicial, en la tradición teológica católica existieron varias teorías sobre la posibilidad de la salvación sin la fe explícita en el mensaje evangélico. Pensando en los casos marginales en que algunas personas, tal vez en una isla remota o en algún rincón de una selva densa no hubieran sido evangelizadas, Santo Tomás de Aquino opinó que Dios le enviaría a un misionero naufragado o un ángel para anunciar el Evangelio (De veritate 14,11). El Doctor Angélico también opinó que la primera decisión moral de un niño sería un acto virtual de fe. Si optaba por lo que agrada a Dios, sería confirmado en la gracia; al contrario, sería confirmado en el pecado (ST 1-2,89.6); Maritain reelaboró esta teoría en el siglo XX. El descubrimiento de naciones enteras no previamente evangelizadas en América presentó un nuevo desafío a los teólogos de España, que idearon nuevas teorías de la fides late dicta (en sentido amplio) o de la fe implícita por la aceptación de aquellas verdades religiosas naturalmente cognoscibles, con tal que este acto fuera elevado e iluminado sobrenaturalmente por la fe teologal. En su tiempo estas teorías se consideraban atrevidas, porque iban en contra de una larga tradición que la fe en un contenido doctrinal objetivo basado en la revelación positiva. En el siglo XVI se presentó también la teoría de “limbo” para las personas no culpables de un pecado personal pero que muriera sólo con la mancha del pecado original. En el siglo XIX, algunos teólogos franceses y alemanes, como consecuencia de la expansión colonialista de sus países en África y Asia, propusieron la teoría de una “revelación primitiva” comunicada por Dios a Adán y transmitida a sus descendientes durante los siglos, algunos contenidos de la cual hubieron sido conservados en las religiones de los pueblos “primitivos”. La aceptación de esta tradición revelada parcial hubiera posibilitado actos de fe sobrenatural, y así la salvación. Hace unos 70 años el P. Glorieux, misionólogo francés, mantuvo que en el momento de la muerte Dios ofrecería a las personas una iluminación final, una oportunidad de hacer o rechazar un acto salvífico de fe. Finalmente Rahner opinó sobre una “orientación trascendental al bien supremo” un tipo de conocimiento diferenciado del conocimiento categórico de contendidos objetivos revelados; está en la base de su teoría sobre los “cristianos anónimos”, una idea parecida a la de Justino (cf. Dulles, 1993, 260-271). Por supuesto, debemos incluir entre estas manifestaciones de la actitud benigna de los teólogos católicos la idea del “bautismo de deseo”.
Estas teorías básicamente buscan explicar la posibilidad de la salvación de individuos, su liberación de las penas eternas del infierno después de su muerte. Con la excepción de la teoría de Rahner, suponen la adhesión de fe a contenidos doctrinales divinamente revelados. No tratan de la participación de los diversos pueblos no evangelizados en el designio de salvación. La idea de que Dios desea la salvación de los seres humanos no sólo como individuos, sino más bien constituidos en pueblo, sería explicitada recién en el Vaticano II (Cf. AG 2). Creo que este desarrollo en el pensamiento teológico se debe en gran parte a la experiencia misionera de la Iglesia en los siglos XIX y XX. Los misioneros progresivamente aprendieron a respetar las tradiciones culturales y religiosas de los pueblos evangelizados. Con la desintegración de los imperios colonialistas y el desarrollo de la ciencia de la antropología cultural se llegó a valorar la identidad, integridad y dignidad de cada cultura y a librarse del mito del monopolio y la superioridad de la cultura europea y occidental. La diversidad cultural comenzó a ser un valor. Antes las religiones de los pueblos fueron considerados como instrumentos del demonio y obstáculos a la salvación; después del Concilio se consideran expresiones de un verdadero encuentro con el Dios viviente. Aun antes del Concilio ciertos misionólogos y otros teólogos buscaron categorías teológicas para valorar las culturas y religiones de los diversos pueblos, y entre ellas fue la que estudiamos aquí.
4. El concepto de las “semillas
del Verbo” redescubierto
en el siglo XX
Según
Kraemer (1956, 149), el concepto de las “semillas del Verbo” ya gozaba de
una popularidad entre ciertos misionólogos por lo menos unos diez años antes
del Concilio. Este concepto
tiene la ventaja de combinar una afirmación de la unicidad y plenitud de la
revelación en Jesucristo y a la vez un reconocimiento de los “elementos
buenos o positivos” en las otras religiones y culturas.
Consultando bibliotecas teológicas en Nueva York y Roma este septiembre
(el mes pasado), busqué en vano
por medio de quién y en qué circunstancias el concepto fue introducido en el
texto del Ad Gentes en el Concilio.
Sabemos que en los últimos sesenta años varios teólogos católicos
–Danielou, De Lubac, Congar, Von Balthasar y otros–volvieron a las fuentes bíblicas
y patrísticas de la tradición doctrinal de la Iglesia y así contribuyeron
considerablemente a la renovación de la teología católica.
Congar, junto con Ratzinger y el misionólogo Seumois, eran peritos en la
comisión que preparaba el Decreto Misional Ad Gentes.
Ha sido difícil para mí identificar quién introdujo el concepto de
las “semillas del Verbo” en el texto del Ad Gentes y en cuáles
circunstancias; no puedo afirmar algo más conclusivo al respecto.
(fuentes consultadas: Anderson, Congar, Rynne y Vorgrimler).
Cómo el sentido de las “semillas del Verbo” ha sido ampliado en la
teología católica actual:
En los textos del Concilio y del Magisterio posconciliar encontramos una reafirmación del concepto original preniceno del concepto de las “semillas del Verbo” en estos aspectos:
La afirmación clara de la plenitud, unicidad y universalidad de la salvación en Cristo.
El carácter histórico y objetivo de esta revelación de Dios en Jesucristo.
La necesidad de la Iglesia en el designio salvífico de Dios.
La necesidad de la participación humana en esta salvación.
La convicción de que el designio salvífico de Dios abarca a toda la humanidad, y no sólo a los cristianos.
Esta acción salvífica es atribuida al mismo Cristo, el Hijo de Dios, el Logos.
Se afirma que no hay salvación fuera de la gracia de Cristo, pero queda abierta la posibilidad de que esta gracia se comunica por caminos distintos e inescrutables.
No parece que el Concilio, al usar las palabras de Justino, quien insiste que la participación de los no cristianos en los bienes del Logos es sólo “parcial”, había sido la de limitar el alcance y el significado de esa “siembra”. Parece que simplemente quiso enfatizar la realidad de esa acción iluminadora y salvífica de Dios entre los pueblos antes de su evangelización.
Pero la teología católica actual ha llegado a profundizar en las siguientes dimensiones no contempladas o explicitadas en la enseñanza de los primeros Padres de la Iglesia:
La posibilidad de una adhesión no-conceptual a la revelación divina; es posible salvarse por una fe implícita, una colaboración efectiva con la gracia divina.
Ya no se supone simplista y ahistóricamente que la predicación evangélica haya llegado a todos los pueblos, y que sólo la malicia humana impide la conversión al Evangelio. Entra en la mente de la Iglesia una consideración de las dificultades históricas, culturales y psicológicas que hubieran afectado el conocimiento y la aceptación del Evangelio.
El designio salvífico de Dios no abarca tanto a los individuos como a los pueblos.
La salvación tiene un carácter no sólo escatológico sino también histórico e integral; ya se realiza aquí y ahora en la historia y abarca todo el ser humano, cuerpo y alma, como persona en relación con otros en la sociedad y la cultura.
Se valora no sólo de la filosofía de los eruditos o las élites, sino también las tradiciones culturales y religiosas del “pueblo”, de la gente sencilla marginada de la “civilización”.
La valoración explícita no sólo de las diversas culturas sino también de las otras religiones, como lugares de un auténtico encuentro con el Dios, cuyas expresiones deben ser respetadas y valoradas.
La fundamentación trinitaria de la salvación, que tiene su origen en la iniciativa amorosa del Padre y se realiza en la historia por la obra del Hijo y del Espíritu.
La explicitación de la obra del Espíritu Santo (antes del siglo IV los Padres no guardan silencio sobre el Espíritu pero son más explícitos en lo que atribuyen la actuación del Verbo).
El dinamismo pascual de la salvación; el Espíritu atrae a las personas y los pueblos a la vida divina por medio del Hijo y los capacita a participar en su misterio pascual.
Vemos que una reflexión sobre el concepto de las “semillas del Verbo” nos invita a situar la problemática de la llamada “Teología India” en el corazón del quehacer teológico de la Iglesia. El redescubrimiento del concepto es muy reciente en la historia de la Iglesia, y reaparece después de prácticamente dieciocho siglos de silencio. Si son relativamente pocos los teólogos y pastores que han podido profundizar en el estudio de las raíces patrísticas del concepto y de la evolución de su sentido en la historia de la teología, no debemos esperar que los pensadores indígenas hayan gozado de mayores ventajas en su acogida e interpretación de la idea.
Interpretaciones nuevas, preguntas incisivas y reacciones críticas de
algunos pensadores indígenas:
Me parece que cierta interpretación indígena popularizada del concepto de las “semillas del Verbo” es más espontánea que sistemática, una nueva afirmación del valor teológico de sus culturas y religiones hecho posible por la reintroducción del término en el discurso teológico posconciliar y una reacción crítica contra la actitud negativa hacia sus culturas que predominaba durante unos cinco siglos. También me parece que he llegado a conocer esa interpretación más por lo que he oído que por lo que he leído. Y lo que he escuchado es más o menos esto: Antes los misioneros “satanizaron” la cultura y la religión de nuestros antepasados. Pero ahora se reconoce que el Verbo de Dios ya había sido sembrado entre nuestras culturas desde la antigüedad. Entonces Dios ya estaba con nuestros antepasados antes de la llegada de los españoles. Nuestros antepasados se encontraban con Dios, caminaban con Dios y hablaban con Dios. Si Él ya está en nuestras culturas, en nuestras religiones ancestrales, ¿qué puede añadir la Iglesia o el Evangelio, la doctrina cristiana? Si el Verbo ya está encarnado en nuestra cultura, ¿por qué son necesarios el conocimiento de Jesucristo histórico y el seguimiento de Cristo? Si nuestra religión ancestral ha sido el lugar de un verdadero encuentro con Dios, ¿no se la puede considerar una religión verdadera?, y se es así, ¿por qué es necesario cambiar nuestra religión? ¿Por qué es necesaria para nosotros la Iglesia cristiana o católica? Si las religiones ancestrales de nuestros pueblos ya comunican una sabiduría que es don de Dios, ¿no pueden ser consideradas como una “palabra de Dios” comunicada a nuestros pueblos, semejante en valor a los escritos canónicos de la Sagrada Biblia?
Estas preguntas incisivas y reacciones críticas no nacen de la malevolencia o del relativismo. Yo las considero más como interrogantes que afirmaciones. Pienso que revelan las consecuencias de una empresa misionera deficiente y superficial en su capacidad de evangelizar a los pueblos, una empresa que veía la conversión no tanto como un encuentro personal con Cristo sino más bien como la sumisión de los pueblos indígenas a una autoridad cristiana civil y religiosa. Pero estas reacciones críticas y preguntas incisivas son muy comprensibles y aun necesarias para identificar las deficiencias de la empresa misionera que normalmente llamamos la “primera evangelización” pero que sería mejor descrita como la “cristianización de los indios”. Identifican aspectos centrales de la fe cristiana no captados con claridad o sin distorsiones en esa “cristianización”. El identificarlos es necesario para llamarnos a aquella conversión que es condición para un verdadero diálogo con la experiencia religiosa de los pueblos indígenas. El identificarlos también es necesario para proyectar las dimensiones de una nueva acción evangelizadora capaz de ofrecer a los pueblos un encuentro real con el Cristo viviente, y así invitar a la gente a ser discípulos en la comunidad de la Iglesia, una comunidad orante y misionera.[7]
B. EL ANUNCIO DE LA PLENITUD DEL EVANGELIO EN JESÚS:
¿CUÁL ES LA CUESTIÓN FUNDAMENTAL: ¿SALVACIÓN O DISCIPULADO?
Creo que el objetivo principal de esta reflexión sobre el concepto de “las semillas del Verbo” no es tanto el estudio de la soteriología patrística como considerar en diálogo las exigencias de una verdadera y fecunda inculturación del Evangelio entre los pueblo originarios de América. El punto de partida para nuestro proyecto eclesial de una evangelización inculturada es la situación religiosa existencial de los pueblos indígenas. Y esta situación es en parte el resultado del modelo de acción misionera que experimentaron durante cinco siglos. Concretamente, ¿Qué han aprendido de Jesús en esa “cristianización”? ¿Quién es Jesús para ellos? ¿Qué experiencia han tenido de pertenecer a la Iglesia católica? ¿Qué significa la fe cristiana, el Evangelio, para ellos?
Yo creo que los interrogantes teológicos emergentes en el contexto de la llamada “teología india” y presentados al final de la sección anterior nos ayudan a identificar más claramente las dimensiones de la problemática. Yo veo tres áreas teológicas problemáticas y críticas que surgen de este contexto:
1) La centralidad del anuncio explícito del kerigma bíblico.
2) La historicidad de Jesucristo, el Verbo encarnado, y nuestra relación con él como discípulos.
3) La necesidad histórica de una Iglesia inculturada, misionera, católica y orante.
Yo
creo que la confusión existente sobre estos cinco elementos centrales de la fe
cristiana y católica nos indica claramente que las comunidades indígenas en
general necesitan no de una atención pastoral ordinaria y general, sino más
bien de una actividad misionera que anuncie el kerigma evangélico con toda su
fuerza interpelante. Ofrezco las
siguientes reflexiones sobre estos puntos.
1)
La centralidad del anuncio explícito del kerigma bíblico.
La evangelización da a conocer la “Buena Nueva” de nuestra participación en el designio salvífico de Dios. En la reflexión previa a la redacción de esta ponencia, me di cuenta de cómo el concepto del Evangelio como “Buena Nueva” se ha ido transformando en la última generación. A veces, en nuestro afán de enfatizar la dinámica inherente en el concepto –por ejemplo, que la buena nueva no puede ser una mala noticia–, o en el deseo de “actualizar” su contenido, nos hemos olvidado del sentido original del Evangelio como un testimonio histórico con un contenido concreto: el anuncio del designio de Dios revelado en Jesucristo.[8] Al preparar la primera parte de este estudio, consulté el vocablo “logos” en el clásico Diccionario Teológico del Nuevo Testamento de Kittel, y encontré esta conclusión clarísima de G. Quell:
El
logos concretamente es siempre una palabra enunciada, no meramente un
concepto. Sin la proclamación, no hay ninguna palabra, ninguna respuesta a
ella, ninguna fe (Rom 10,19). La
norma
en la enseñanza es la fidelidad a la transmisión de la palabra comunicada en
el acontecimiento [revelador] de Cristo (p. 512 de la edición citada en la
bibliografía).
En la mitología griego, el río que los muertos tenían que cruzar se llamaba “Lethe”, el río del olvido. Hace veinte años en un encuentro misionológico un obispo griego enfatizó que la teología ante todo está al servicio de la verdad, aletheia en griego, el “no olvido”. La teología no puede olvidarse del significado original de conceptos tan fundamentales como “Evangelio”.
Creo
que un problema básico que se nos plantea en este diálogo es este.
Al enfatizar la buena nueva de la presencia activa de Dios en la historia
religioso-cultural de los pueblos, a veces nos hemos olvidado o minimizado la
importancia de la buena nueva de la plena revelación de Dios “una vez para
siempre” en Jesucristo, un acontecimiento atestiguado por las Sagradas
Escrituras. Pues el kerigma o
anuncio de la tiene dos dimensiones: la “buena nueva de la continuidad y la
“buena nueva de la novedad”. Ni
la una ni la otra puede ser ignorada.
La “buena nueva de la continuidad” da a conocer cómo Dios ya ha estado cerca de un pueblo en su historia religioso-cultural. La Iglesia misionera, consciente de la multiforme riqueza de la salvación pascual revelado Cristo, en su acercamiento a un pueblo detecta cómo este grupo humano ya ha experimentado la acción del Espíritu que le estaba llevando a una participación en el misterio pascual. Es la buena nueva de que “Dios ya está cerca de Uds.”. Una parte importante del Nuevo Testamento se dedica a la demostración de la continuidad entre la experiencia religiosa de Israel y la plenitud de la revelación de Dios en Cristo. Para los Padres de la Iglesia, era imposible comprender correctamente los textos del Antiguo Testamento sin conocer el misterio de Dios revelado en Jesucristo, y concretamente en la Cruz. Una lamentable deficiencia en el modelo de acción misionera experimentada por los pueblos indígenas en los siglos pasados ha sido la falta de esta buena nueva de la continuidad. Más bien se les anunció la mala noticia de la ausencia o lejanía de Dios antes de su cristianización. Algunos pensadores indígenas, en su modo de entender el concepto de las “semillas del Verbo”, han captado bien este aspecto de la buena nueva de un verdadero encuentro con el Dios viviente en su religión ancestral, pero a veces sin interpretarla a la luz de Cristo. Es una dimensión indispensable de la buena nueva, pero no es la única. El problema en el pensamiento misionero de los siglos anteriores había sido la omisión de esta dimensión. Un potencial problema teológico en la actualidad sería la reducción de la buena nueva sólo a esta dimensión. La indispensable buena nueva de la continuidad no tiene el objetivo de “canonizar” la situación religiosa de un pueblo para dejarlo así, sino más bien llevarlo a la plenitud en Cristo.
La “buena nueva de la novedad” da a conocer cómo el designio amoroso de Dios llega a su cumplimiento en Jesucristo. Para mí, aprender cómo anunciar esta “buena nueva de la novedad en Cristo” es el gran desafío que se nos presenta en el diálogo actual. Tenemos que recordar que el fruto principal de la evangelización es el encuentro personal con Jesús, una experiencia personal del amor, de la bondad y de la sabiduría de Dios revelados en él. Es notable que el tema central de la Exhortación postsinodal Ecclesia in America de Juan Pablo II es precisamente “El encuentro con Jesucristo vivo”. El Papa comienza su reflexión sobre este tema recordando los encuentros con el Señor en el Nuevo Testamento: con la Samaritana, con Zaqueo y con los discípulos después de su resurrección. Creo que estos ejemplos sirven de modelo para nuestro anuncio de Cristo. Jesús se presenta como el necesitado: pide agua a la Samaritana y albergue y comida a Zaqueo. En el día de su resurrección él explica a los discípulos el sentido de las Escrituras a la luz de su pascua; ellos lo reconocen en la fracción del pan. Creo que nuestra Iglesia misionera debe presentarse humildemente como la hambrienta, la que necesita aprender mucho de los dones regalados por Dios a un pueblo en su historia religioso-cultural, como la forastera que necesita ser invitada y recibida “en la casa” de un pueblo, su cultura . Al ser nutrida y acogida así, la Iglesia misionera, consciente del designio de Dios revelado en Jesús, puede explicar su entendimiento de cómo la experiencia religiosa del pueblo tiene un profundo sentido a la luz de Cristo. ¿Pero sería creíble esta comunicación de la buena nueva cumplida en Jesús si los evangelizadores no comparten con los “otros” su propia experiencia de fe (cf. EN 46)? ¿Sería creíble si por su testimonio de vida no invitan a otros a experimentar cómo y cuánto Dios nos ama en Jesús? Todo esto implica un diálogo en que recibimos y escuchamos pero en el cual nosotros también tenemos algo que dar, algo que decir. Es un proceso en que se busca la conversión no sólo de evangelizados, sino también de evangelizadores. Como afirmó el Papa recientemente:
El
camino principal de la misión es el diálogo
(cf. AG 7, NAe 2); “el diálogo no nace de una táctica o de un interés”
(RMi 56), ni constituye un fin en sí mismo. El diálogo más bien conversa con
los otros con respeto y comprensión, declarando los principios en que creemos y
proclamando con amor las verdades más profundas de la fe que son alegría,
esperanza y el sentido de la vida. De hecho “el diálogo tiende a la
purificación y conversión interior que, si se alcanza con docilidad al Espíritu,
será espiritualmente fructífero” (ibid.). El compromiso con el diálogo
atento y respetuoso es una condición sine qua non para el testimonio auténtico
del amor salvífico de Dios (cita del Nº 5 de su Mensaje para el Domund de
2002).
Si es necesario que el “kerigma de la continuidad” sea contextualizado, basado en la experiencia religiosa de un pueblo determinado, es igualmente importante que el “kerigma de la novedad” sea fundamentado en el testimonio bíblico. Para mí es significativo que en el Nuevo Testamento el testimonio de las Escrituras de la primera alianza se presentó como contendido del kerigma dirigido no sólo a los judíos sino también a los pueblos gentiles. La experiencia religiosa de un pueblo entra en el contenido del mensaje evangélico porque es un testimonio a la obra del Espíritu Santo en la historia; constituye un “contenido actualizado” para un pueblo determinado. Pero no toma las veces del testimonio bíblico que es “contenido normativo” del mensaje evangélico. Da a conocer el testimonio de los apóstoles y de las iglesias apostólicas, que experimentaron de un modo directo el misterio de Dios revelado en Cristo. Por ser un hecho histórico irrepetible esta experiencia y la expresión de ella en la Tradición apostólica escrita y no escrita (manifestada por otros medios de comunicación cultural) se revisten de una normatividad única para todas las futuras generaciones de cristianos. Medimos la validez y sentido de nuestra experiencia religiosa y nuestra manera de expresarla conforme a ese canon bíblico.[9]
2) La historicidad de Jesucristo, el Verbo encarnado, y nuestra relación con él como discípulos.
La evangelización da a conocer la “Buena Nueva” de nuestra participación en el designio salvífico de Dios. Ya hemos observado que esta Buena Nueva tiene varias descripciones y diversas dimensiones. En los Sinópticos es la Buena Nueva que anuncia que el Reino de Dios está cerca. En otras palabras, anuncia que Dios mismo está cerca, manifestando el poder de su amor compasivo que nos libera del temor a la muerte y del pecado. Me parece que el anuncio del “Reino” protagonizado por Jesús el Mesías había sido el tema central en el kerigma a los judíos. Pero en el resto del Nuevo Testamento, el mensaje central para los gentiles parece ser el Señorío universal de Cristo. Dios reina en Jesús. Como dice Juan Pablo II, “el Reino de Dios no es un concepto,… es ante todo una persona que tiene el rostro y nombre de Jesús de Nazaret” (RMi, 18). Igualmente, el Verbo, cuyas semillas han sido sembradas por el Espíritu en la historia de los pueblos, no es un concepto; es el Hijo único de Dios, encarnado en Jesús. La evangelización tiene como objeto el encuentro con la persona de Jesucristo. La “personalización” del Evangelio y del Reino en el anuncio de Jesús es indispensable para ofrecer a los evangelizados a un encuentro con Jesús viviente e invitar a una respuesta humana.
Para mí, la descripción teológicamente más profunda y más acertada de la evangelización es aquella dada en los Lineamenta preparados para el Sínodo de 1974: es todo lo que hace la Iglesia para promover la participación de la gente en el misterio pascual de Cristo. Esta definición enfatiza el aspecto “relacional” de la evangelización: la relación del evangelizado con Cristo y, más precisamente, su participación en el misterio pascual. Considero esta definición significativa porque explícitamente la evangelización con la afirmación del Concilio, que “debemos creer que el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de que, de forma de Dios conocida, se asocien a este misterio pascual” (GS 22). Este modo de ver la evangelización relaciona teológicamente la experiencia humana de la acción del Espíritu antes del anuncio del Evangelio con su plenitud que está en Jesucristo encarnado, muerto y glorificado. Relaciona lo antiguo con lo nuevo.
Observó Mons. Roger Aubry hace un mes en un encuentro de la CNBB en Brasilia[10]:
Aquí
podemos recordar que el primer paso… es el anuncio del kerigma de los apóstoles,
para hacer nacer la fe como encuentro personal y amoroso con Cristo resucitado y
presente. Es una urgencia pastoral. Por tener una gente que tiene hambre de
Dios, pensamos que todos tienen esa fe cristiana. Y no es así. El P. Segundo
Galilea, ya en 1968, en su libro Pastoral para América Latina, denunciaba “un
mito en América Latina, que el pueblo es bueno, pero ignorante: le falta
instrucción religiosa. Es mucho más que eso: le falta fe viva, que sea el
producto de una evangelización básica. Tal vez el gran problema de masas sea
el poner nuevamente a Jesucristo en el centro de la vida religiosa del
pueblo”. En Evangelii Nuntiandi, Pablo VI, al analizar muy
positivamente los valores de la “piedad popular”, no tiene miedo de
constatar: “se queda frecuentemente a un nivel de manifestaciones culturales y
llegar a una verdadera adhesión de fe”.
La cuestión central: ¿la salvación de individuos o el seguimiento de
Cristo en comunidad?
Me parece que hasta tiempos recientes la reflexión teológica católica sobre los todavía sin fe explícita en Jesucristo ha enfocado más la posibilidad de su salvación eterna, particularmente como individuos, y no tanto su vocación al “discipulado”, a la participación histórica en el misterio pascual. No dudamos de la misericordia de Dios quien tiene sus modos para salvar a las personas con solo una “fe implícita”. La teología católica ha propuesto varias teorías sobre esto. Pero yo creo que una consecuencia no imaginada de este énfasis en la suficiencia de una fe implícita para la salvación ha sido una minimización de la importancia de la fe explícita en una revelación objetiva e histórica. Para mi el problema principal no es la salvación de los indígenas sino más bien su participación plena e histórica en el misterio pascual. Para ser plenamente humana, esta participación debe ser consciente, libre, responsable, gozosa y generosa. Debe ser vivida en toda la integridad de la vida humana: en cuerpo, alma y espíritu, desde la identidad cultural, en las relaciones sociales e interpersonales, aquí y ahora en la historia y en comunidad. Otro nombre para esta clase de participación en el misterio pascual es el discipulado, el seguimiento de Cristo, lo que el Concilio llamó “la vocación universal a la santidad”. Pero no somos discípulos del Señor sólo como individuos, sino más bien como miembros de una comunidad de sus discípulos: la Iglesia. En el designio de salvación la Iglesia es necesaria porque la participación plenamente humana e histórica es necesaria. Si la salvación fuese reducida a lo que pasa a los individuos después de la muerte, ¿sería históricamente necesaria la Iglesia?
3)
La necesidad histórica de una Iglesia inculturada, misionera, católica y orante.
El modelo de acción misionera experimentado por los pueblos indígenas en siglos pasados presentó a la Iglesia como una institución importada desde fuera. Se la experimentó como el aspecto religioso de un sistema socio-político autoritario impuesto por los que los conquistaron. Por la conquista los indígenas fueron incorporados a la “cristiandad”, en que tenían que someterse a autoridades cristianas civiles y religiosas. En general, podían ocupar sólo puestos menores serviciales dentro de la Iglesia: doctrineros, mayordomos, sacristanes, alfereces, prestes, etc. pero no podían ser ordenados al sacerdocio. Para expresar públicamente su religión –por ejemplo, la iniciación de niños recién nacidos, el matrimonio, la memoria de los difuntos, fiestas del ciclo agrícola, etc. – podían emplear sólo los ritos católicos, cuyo significado podían entender sólo superficialmente y cuyos oficiantes eran sacerdotes de otra cultura. Su participación en estos ritos era generalmente pasiva, ocasional y ritualista. Cualquier manifestación pública de su religión ancestral –lugares sagrados, oficiantes, ritos, etc.– fue considerado “idolatría”, condenada a la supresión y erradicación. Las expresiones “caseras” de la religión, practicadas clandestinamente en las familias y pequeñas comunidades –y por las cuales la religión ancestral se conservaba y se transmitía a nuevas generaciones–, fueron consideradas meramente “supersticiones” y toleradas porque no podían ser controladas. Se adoctrinaba a los indígenas (una mejora en relación a la praxis en el milenio anterior; parece que los pueblos del norte de Europa fueran bautizados sin adoctrinación previa), enseñándoles ciertas fórmulas (oraciones básicas, listas de los mandamientos y sacramentos y los artículos básicos de la doctrina), pero no un kerigma bíblico que promoviera un encuentro con Cristo vivo y una adhesión de fe. Es cierto que en no pocos casos el testimonio de vida de los algunos misioneros o la experiencia de la vida sacramental atraía a la gente a Jesús y habían verdaderas conversiones, a veces profundas, selladas por el martirio. Pero en general, se puede afirmar que la profesión consciente de una fe en Jesucristo no llegó a constituirse como un factor determinante en la vida religiosa indígena. Existían expresiones y comunidades religiosas indígenas sin identidad cristiana, y existían expresiones y estructuras religiosas cristianas sin identidad indígena. En la cristianización de los indígenas se buscaba la sumisión y conformidad del pueblo a los modelos religiosos impuestos. Se esperaba que por la observancia de los mandamientos y la recepción de aquellos sacramentos necesarios para librarse del pecado, los indígenas aprenderían a ser cristianos y alcanzar la salvación de sus almas. No se buscaba principalmente el nacimiento de iglesias locales, comunidades de discípulos de Jesús. Considerando el modo en que durante siglos los indígenas experimentaban la Iglesia cristiana como una institución religiosa impuesta desde fuera, dentro de un esquema jurídico que buscaba ante todo la sumisión a la autoridad establecida, no es extraño que ciertos pensadores indígenas encuentren difícil reconocer su importancia de en su vida religiosa.[11]
La Iglesia nace entre los pueblos por el anuncio de la Palabra y la fuerza del Espíritu. Nace en el terreno de una cultura determinada, en que las semillas del Verbo ya han sido sembradas. La inculturación del Evangelio posibilita una participación más plena y activa de un pueblo en el misterio pascual de Cristo.
El discipulado: condición indispensable para la inculturación.
La inculturación no es una simple valoración de una cultura en su estado actual. No es un concepto antropológico sino teológico. La definición más sencilla de la inculturación es el “diálogo entre la fe cristiana y las culturas”. Este diálogo implica escuchar y aprender cómo los pueblos indígenas ya han experimentado su encuentro con Dios. Pero también implica ofrecer un testimonio claro y creíble de cómo la Iglesia cristiana y católica ha experimentado, ha llegado a conocer a Dios revelado en Cristo. La inculturación es ante todo un encuentro con Cristo e implica la transformación de una cultura como resultado de ese encuentro. No es una “aculturación”, el cambio normalmente superficial que resulta del encuentro con otro grupo cultural. Es más bien una transformación “desde dentro”, protagonizada por los miembros de la misma cultura y que transforma los niveles más profundos de la cultura: la cosmovisión, los valores, los criterios de juicio, modelos de vida, etc. (cf. EN 19).
Una
definición más precisa de la inculturación, la que yo prefiero, es “la
relectura de la propia cultura a la luz del conocimiento de Cristo”.
Esta definición se basa en el capítulo 24 del Evangelio de San Lucas,
en que Jesús resucitado enseña a sus discípulos, primero a la pareja en el
camino a Emaús y después a los once en el Cenáculo, a releer la cultura
religiosa de su propio pueblo contenida en la Ley, los Profetas y los Salmos, a
la luz de su muerte y resurrección [12].
Pero esta reinterpretación de la cultura a la luz del conocimiento de Cristo no se realizó sólo entre los discípulos judíos. Hemos visto arriba cómo la comunidad cristiana en la provincia proconsular de Asia centrada en Éfeso hizo una “relectura” de un concepto formulado en la filosofía griega, el Logos, identificando a Cristo como mediador de Dios en la creación y en la iluminación de la humanidad. En los siglos siguientes el lenguaje de la cultura jurídica romana se empleaba para expresar, entre otras verdades, la unicidad y universalidad de la salvación en Cristo y la necesidad histórica de la Iglesia en el designio de salvación. En nuestros días la toma de conciencia sobre los derechos humanos y la valoración de la diversidad cultural tenían su origen en la cultura contemporánea y están entrando en el contenido de la doctrina católica. De un modo semejante yo creo que los cristianos indígenas están llamados a hacer una “relectura” de su propia cultura religiosa a la luz de su conocimiento de Cristo.[13] Pero tienen que conocer a Cristo en su historicidad.
El sujeto de la inculturación es la comunidad eclesial local (Santo Domingo, Conclusiones, 230). Ante todo, la Iglesia local es una comunidad de discípulos de Cristo. Es una comunidad de los que conocen a Jesús, lo aman y lo siguen. Es a la luz de su conocimiento de Jesús que tienen que hacer una relectura de su propia cultura. Sin ese conocimiento de Jesús, esa fe en Jesús, es imposible la inculturación. Igualmente, si una comunidad no conoce y ama su propia cultura, es imposible la inculturación. Por eso es necesario que el sujeto de la inculturación sea la comunidad eclesial local, insertada en su propia cultura; ella la conoce como no la pueden conocer los de fuera.
La Iglesia local indígena: Iglesia misionera e Iglesia orante.
Al final, consideramos brevemente tres aspectos, la naturaleza misionera, la catolicidad y el carácter orante y litúrgico de la Iglesia.
La Iglesia que nace en una cultura nace para ser misionera, porque toda la Iglesia por su naturaleza es misionera (AG 2). Pero es imposible ser misionera si no es primeramente una comunidad de discípulos de Jesús. Pues los discípulos del Señor son no sólo los beneficiarios pasivos de la salvación pascual, sino también testigos e instrumentos activos de esa salvación para que otros también participen más plenamente en ella. Por el don del Espíritu las personas y los pueblos pueden “asociarse” al misterio pascual por medios de Dios conocidos (GS 22). Pero su asociación al misterio puede ser meramente pasiva y parcial, si al testimonio del Espíritu no se añade el testimonio apostólico de la Iglesia misionera, que ofrece una histórica y culturalmente necesaria “humanización” a la obra divina (cf. Dom. et Viv. 5). Por medio de discípulos de Jesús que ya han realizado una relectura de su propia cultura a la luz de su conocimiento de él, el Evangelio puede comunicarse a otros en el lenguaje y símbolos de esa cultura. Así la comunidad eclesial indígena llega a vivir su vocación de ser Iglesia misionera a los que están cerca y los que están lejos.
La Iglesia que nace en una cultura también nace para ser católica. No es una comunidad autónoma, independiente de otras Iglesias locales. Es cristiana de un modo “católico”, en comunión fiel con toda la Iglesia universal. Sus esfuerzos de inculturar el Evangelio en su propia cultura son enriquecidos y cuestionados por la fe de toda la Iglesia. Ya hemos llamado la atención a la necesidad de ser nutrida por la experiencia directa del misterio de Cristo vivida y expresada por las primeras Iglesias apostólicas, que por ser históricamente irrepetible, es normativa para todas las generaciones sucesivas de cristianos. Pero también es necesario que una Iglesia local sea nutrida por las experiencias en la inculturación del Evangelio realizadas por otras comunidades eclesiales extendidas por las diversas naciones del mundo, no sólo ahora, sino durante todo el transcurso de la historia, desde los tiempos patrísticos hasta tiempos recientes (por supuesto esto necesariamente incluye todo el testimonio del Magisterio durante los siglos). Igualmente, la experiencia de cada Iglesia local en la inculturación enriquece y cuestiona la fidelidad de toda la Iglesia universal.
Finalmente, la Iglesia que nace en una cultura también nace para ser una comunidad orante y litúrgica. Pero si no es primeramente una comunidad de discípulos de Jesús, ¿cómo puede orar en su nombre? El hecho de que ya existe la oración confiada, humilde, arrepentida y agradecida en las comunidades indígenas ya es una gran preparación para la plenitud del Evangelio, una gran obra del Espíritu. Me parece que lo que falta en tantos casos es que se hace sin referencia a Jesús. La oración cristiana no es sólo una búsqueda humana de Dios, sino una oración eucarística y de alabanza, animada por el Espíritu, recordatoria de la obra salvífica revelada históricamente en la pascua de Cristo. Sin el anuncio explícito de ese misterio, ¿cómo puede tener este carácter cristológico?
Conclusión
y recapitulación
La Iglesia en el Concilio Vaticano II quiso afirmar tanto la plenitud de la revelación en Jesucristo como la participación de los pueblos todavía no evangelizados en este misterio de salvación. Para expresar esta convicción buscó un lenguaje teológico consistente con la antigua tradición de la doctrina de la fe. El Concilio encontró en la literatura patrística el término “semillas del Verbo” en los escritos de san Justino Mártir, quien usó el concepto filosófico precristiano del Logos, ya identificado en el Evangelio de Juan con la persona de Jesucristo, por quien todo fue hecho y quien ilumina a toda la humanidad. Debido a la urgencia de evangelizar a los pueblos, el Nuevo Testamento no valora tanto la situación de los pueblos todavía no evangelizados. Sin embargo habla del Espíritu quien sopla donde quiere (Juan 3) y anticipa la predicación apostólica (Hechos 10). El Concilio, al recordarnos del concepto de las “semillas del Verbo”, nos invita a comprenderlo dentro de una teología misionera trinitaria en que el Espíritu ofrece a todos una participación en el misterio pascual de Cristo (AG 15; GS 22). Esta acción del Espíritu no es tan claro en los Padres del siglo II, que hablan sólo del Verbo.
Con la aceptación de la fe cristiana como la religión oficial del Imperio romano, los Padres desde el siglo IV afirmaron la plenitud de la revelación y salvación en Cristo, como hicieron los del siglo II, pero a diferencia de ellos ya no dieron importancia a la acción iluminadora y salvífica del Verbo entre los pueblos no evangelizados. Más bien insistieron en la necesidad de una fe explícita en verdades objetivamente reveladas. Estos contenidos, originalmente bíblicos, progresivamente llegaron a expresarse en conceptos racionales más abstractos. En el milenio y medio siguiente este cambio de acento teológico afectó notablemente los modelos de acción misionera, primeramente entre los pueblos germánicos y eslavos del Norte de Europa y después en América, África y Asia. El objetivo aparente de esta acción misionera no era tanto una evangelización conduciendo a un encuentro personal con Jesús, como una “cristianización” de los pueblos, su incorporación en una cristiandad monocultural que exigía su sumisión a autoridades cristianas eclesiásticas y civiles. Se esperaba que con la conformidad de los conversos a los modelos europeos de vida cristiana impuestos a ellos, progresivamente aprenderían a ser buenos cristianos. Este modelo afirmó a través de un lenguaje jurídico la plenitud de la revelación en Cristo pero ignoró la teología de las “semillas del Verbo”. Más bien se suponía que los pueblos no cristianos fuesen sometidos a la autoridad de Satanás.
En el siglo XX la Iglesia misionera progresivamente iba reconociendo elementos de bondad, belleza sabiduría y verdad en las religiones de los pueblos antes de su evangelización. El Concilio reconoció en el término “semillas del Verbo” un modo apto para expresar su convicción sobre la acción iluminadora y salvífica de Cristo y de su Espíritu más allá de los límites visibles de la Iglesia. Pensadores cristianos indígenas acogieron con gozo esta buena nueva. Buscaron y encontraron expresiones de esta experiencia de Dios en sus religiones ancestrales. Pero también en su comprensión e interpretación del concepto, pusieron de manifiesto las deficiencias graves del modelo de cristianización experimentado por sus pueblos durante cinco siglos. Ese modelo supuso, pero no explicitó, la importancia del testimonio bíblico. La plenitud de la revelación en Cristo y la necesidad histórica de la Iglesia fueron enseñadas dentro de un esquema autoritario e impositivo. Con el cambio de paradigma teológico que valora las experiencias y expresiones religiosas ancestrales, a veces no se sabe cómo situar la normatividad del testimonio bíblico, la historicidad de Jesucristo y la necesidad de la Iglesia cristiana. Los pensadores de la llamada “teología india” no causaron el problema; más bien la identificaron. Merecen la gratitud de la Iglesia por haber identificado las dimensiones de la problemática que urgen una nueva evangelización de los pueblos originarios de este continente, cuyo objetivo es su participación consciente, libre, gozosa y generosa en el misterio pascual de Cristo, o en otras palabras el seguimiento de Cristo en la comunidad de sus discípulos que es la Iglesia.
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[1]
La misionología es aquella disciplina que acompaña, analiza y orienta la
actividad misionera de la Iglesia, diferenciada de la atención pastoral a
los ya evangelizados, miembros de comunidades eclesiales maduras y
fervorosos en la fe y vida cristianas. La actividad misionera más bien se
dirige a la evangelización de aquellos pueblos y grupos humanos que todavía
no conocen a Cristo y su Evangelio (o apenas los conocen) para que nazcan
entre ellos Iglesias locales desde su propia identidad cultural (cf. AG 6 y
RMi 33-34). En la misionología el
concepto de las “semillas del Verbo” es central en toda reflexión teológica
sobre la inculturación y el diálogo interreligioso
[2] Es como el concepto del “reino de Dios”, que en su uso popular puede significar una alternativa histórica a la Iglesia, sin tomar en cuenta las aclaraciones formuladas por el Papa Juan Pablo II en el segundo capítulo de la Redemptoris Missio. Hay otros términos parecidos en su popularidad e imprecisión. Así, para estar de moda, cualquier grupo menos amplio que la parroquia tiene que ser llamado una “comunidad eclesial de base”. Para estar de moda, cualquier inclusión de la dimensión de la cultura en la pastoral tiene que llamarse “inculturación”, sin diferenciarla de lo que debería llamarse “aculturación” o “adaptación”. Para estar de moda, cualquier iniciativa pastoral actual tiene que llamarse una instancia de la “nueva evangelización”, sin referencia al sentido preciso que tiene este término en la enseñanza de Juan Pablo II y en la Conferencia de Santo Domingo (es decir la evangelización específica de grupos de bautizados afectados por la modernidad y posmodernidad, para quienes Cristo, su Evangelio y su Iglesia carecen de importancia).
[3]
Permítanme observar aquí que es este enfoque de Juan Pablo II que ha
orientado mi ponencia en Oaxaca sobre la relación entre los contenidos de
la llamada “Teología India” y los contenidos de la revelación
cristiana.
[4]
Si el Nuevo Testamento no presenta una reflexión clara y positiva sobre la
salvación de los todavía no evangelizados, sí habla del Espíritu que
anticipa la predicación apostólica (ver el caso de Cornelio, Hch 10,
citado en el Ad Gentes). Pablo también habla de una previa acción
bondadosa e iluminadora de Dios a los campesinos de Listra (Hch 14) y a los
pensadores de Atenas (Hch 17). El Papa Juan Pablo II suele citar Jn 3, que
afirma que el Espíritu sopla donde quiera.
[5]
Aunque es preferible no usar el término “pagano” en la misionología
actual, lo uso aquí porque es comprensible y más sencillo que una
circunlocución.
[6]
Ver el desarrollo del concepto de la inculturación presentado en mi
ponencia en el encuentro del CELAM en Oaxaca en abril de este año.
[7]
Creo que es importante aplicar a los modelos
de acción misionera los criterios de un documento del Magisterio emitido
hace casi treinta años. Es la
Declaración Mysterium Ecclesiae de la Congregación para la Doctrina
de la Fe emitida con la fecha del 24 de junio de 1973. Se trata del
condicionamiento histórico-cultural de los enunciados doctrinales del
Magisterio. El texto dice:
…Por
lo que se refiere a este condicionamiento, se debe observar ante todo que el
sentido de los enunciados de la fe depende en parte de la fuerza expresiva
de la lengua en una determinada época y en determinadas. Ocurre además, no
pocas veces, que una verdad dogmática
se expresa en un principio de modo incompleto, aunque no falso, y más
adelante, visto en un contexto más amplio de la fe y de los conocimientos
humanos, se expresa de manera más plena y perfecta. (citado en Hünermann,
1999, 1266).
Observamos
tres detalles importantes: Primero, que en sentido de los enunciados
de la fe “depende en parte” de la “fuerza expresiva de la lengua” o
la expresión histórico-cultural empleada, y no totalmente de ese
condicionamiento. Es obvio de la mayor parte del sentido de lo enunciado
depende de la fidelidad de los redactores eclesiásticos a la tradición
doctrinal cristiana y católica. Segundo, que estas expresiones
pueden ser “incompletas aunque no falsas”.
Detectar las imperfecciones latentes en una expresión doctrinal no
es lo mismo que decir que esa expresión había sido falsa, sino
sencillamente que ha sido imprecisa o incompleta en su modo de comunicar la
doctrina. Pero existe el
peligro de que una verdad expresada de un modo incompleto llegue a ser una
verdad mal expresada, ya no percibida y entendida como una verdad
capaz de evocar una adhesión de fe sino más bien como un dictamen que
resulta en la incomprensión, la indiferencia o el rechazo. Tercero,
que las expresiones doctrinales del pasado son mejorables. La Declaración
invita a un esfuerzo teológico y eclesial para expresar la doctrina de la
fe “de una manera más plena y más perfecta” dentro de un “contexto más
amplio de la fe y de los conocimientos humanos”.
Creo que esto describe nuestro esfuerzo actual.
Si
la Santa Sede reconoce que las declaraciones dogmáticas del Magisterio
pueden ser condicionadas histórica y culturalmente, yo creo que no sería
prohibido aplicar el mismo criterio al modelo de actividad misionera que
dominaba en la cristianización de los pueblos indígenas de América. Aquel modelo buscó expresar algunas verdades de la fe, que
no dejan des ser verdades, pero lo hizo de un modo incompleto e impreciso. Y
otras verdades simplemente se olvidaron.
[8]
Por ejemplo, a veces he oído decir “el Evangelio ya está en la cultura
de nuestro pueblo” cuando no parecía que el conocimiento de la persona de
Jesús y el seguimiento de él fueran aspectos determinantes en esa cultura.
[9]
A la luz de estas consideraciones, ¿conviene
proclamar algún texto de la tradición religiosa de un pueblo determinado
como “palabra de Dios”, o aun “la palabra de Dios dirigida a nuestro
pueblo”? (¿Son privilegiados
aquellos pocos pueblos cuya sabiduría haya sido conservado por escrito en
relación a la mayoría de pueblos indígenas cuya experiencia religiosa no
se ha conservado de ese modo?) En la tradición litúrgica cristiana los
escritos de los Padres de la Iglesia, de los Concilios o de los Papas no son
proclamados como “Palabra de Dios” aunque sus contendidos sean
perfectamente fieles a la revelación divina (en las Iglesias orientales ni
siquiera el Apocalipsis se proclama en la liturgia, y en la liturgia se
omiten ciertos versos de algunos libros canónicos).
[10]
Aubry es Obispo emérito de Reyes (Bolivia); era Presidente del DEMIS de
1974 a 1979. La cita es de un texto todavía no publicado para una ponencia
en un encuentro de la CNBB en septiembre de 2002.
[11]
Algunos admiten su utilidad como un aliado
estratégico en la lucha por la dignidad y derechos indígenas.
[12]
Esta relectura del Antiguo Testamento de Israel es lo que hizo la primera
comunidad de los discípulos de Jesús, los “judeocristianos” en los
primeros años después de Pentecostés.
Pablo no había sido el primer artífice del mensaje evangélico,
sino más bien lo ha recibido de los judíos que eran discípulos de Jesús
antes de él. Pablo mismo
afirma que “lo que yo les entrego es lo que yo he recibido” (I Cor.,
caps. 11 y 15). Las primeras
comunidades judeocristianas de Palestina y Siria realizaron una obra teológica
impresionante dentro de unos quince años, antes de que Pablo escribiera sus
primeras cartas. Estos primeros
discípulos de Jesús tenían el desafío de mostrar a sus hermanos en la fe
de Israel cómo el designio de Dios se cumplió en Jesús, el Mesías que
sufrió para salvarnos. Lo demostraron a través la Palabra inspirada. Ya
que no se podía contar con una colección completa de los libros del
Antiguo Testamento en cada comunidad local, entonces identificaron,
coleccionaron y difundieron aquellos textos que servían de “testimonio”
al designio de Dios cumplida en Jesús.
[13]
El objetivo principal de mi ponencia en Oaxaca sobre “Los contenidos de la
teología india” fue la demostración de las diversas maneras en que las
expresiones religioso-culturales de los pueblos indígenas manifiestan
experiencias de la multiforme salvación pascual comunicada por el don del
Espíritu.
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