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(Decreto Conciliar “Ad Gentes” Nº 23)
Aunque a todo discípulo de Cristo incumbe
el deber de propagar la fe según su condición, Cristo Señor, de entre
los discípulos, llama siempre a los que quiere para que lo acompañen, y
los envía a predicar a las gentes. Por lo cual, por medio del Espíritu
Santo, que distribuye los carismas según quiere para común utilidad,
inspira la vocación misionera en el corazón de cada uno y suscita al
mismo tiempo en la Iglesia institutos, que reciben como misión propia el
deber de la evangelización, que pertenece a toda la Iglesia.
Porque son sellados con una vocación
especial los que, dotados de un carácter natural conveniente, idóneos
por sus buenas dotes e ingenio, están dispuestos a emprender la
obra misional, sean nativos del lugar o
extranjeros: sacerdotes, religiosos o laicos. Enviados por la autoridad
legítima, se dirigen con fe y obediencia a los que están lejos de
Cristo, segregados para la obra a que han sido llamados (Cf. Act.,
13,2), como ministros del Evangelio, "para que la oblación de los
gentiles sea aceptada y santificada por el Espíritu Santo" (Rom. 15,16). |
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